12 mar 2014

La ciencia como Peligro

La nocion de "progreso", de progreso humano, nacida con el positivismo de Comte, estuvo a lo largo del mil ochocientos y de la primera mitad del mil novescientos, asociada casi inseparablemente a la nocion de ciencia o tecnica, tambien llamada tecnociencia. Actualmente y desde hace unos 50 años (tal vez mas) dicha asociacion ya no resulta tan evidente; Ya no es tan obvia, tan clara: Se ha erosionado. La actitud pensante no posee ya una tecnofilia o una epistemofilia inocente, o al menos no deberia poseerla. La actitud necesaria, filosofia de la tecnica mediante, deberia ser al menos de sospecha, una actitud vigilante. 
Es notorio que, a raiz de pensadores como Adorno, Cioran, Bataille, Marcuse, Ortega y Gasset, y sobre todo Heiddeger (tambien podria nombrar, aca bien cerca, a Sabato desde lo literario) la manera de pensar la tecnica se ha movido desde la linea del positivismo utopico hacia la critica, llegando incluso al existencialismo (Sartre y Camus) e incluso al nihilismo ateo. Se ha advertido acerca de la peligrosidad de la tecnociencia, su caracter manipulador, su terrible potencia para re - configurar la realidad. La escencia de hombre, el sustancialismo y escencialismo, la vision simbolica del hombre y de la sociedad humana, ya en una visible decadencia (nihilismo filosofico y politico) desde la epoca "post Nietzsche", muerte de dios mediante, se ha visto acelerada por la tecnica; Esta es un factor que tiende a globalizar los valores, a crear una isostenia de estos, y por ende tambien una indiferencia y un relativismo, y a la vez es esteril para aportar elementos que configuren una nueva antropologia, que es lo que tanto se necesita hoy en dia. 
La neutralidad de la ciencia, su aparente pureza cognitiva, es algo que ya no resulta obvio, siendo al menos discutible. La Liberta de investigacion, eso de "la ciencia por la ciencia", o ciencia pura,  principio que a lo largo del siglo pasado era intocable y punta de lanza del pensamiento filosofico cultural y social, es hoy en dia mirado con ojos desconfiados. Ya no nos sentimos seguros con la ciencia libre, salvaje, merodeando sin control cerca de nuestras casas y nuestras vidas, e incluso una pregunta que se ha realizado con insistencia es esta: ¿Es necesario algun control, alguna moratoria para la tecnociencia? ¿hasta donde es etico permitir la investigacion, el avanze, la experimentacion? ¿Acaso el "en nombre de la ciencia" no debe detenerse ante nada?
El problema esta bien expresado en las palabras de Franco Volpi: "hoy nacen dudas respecto de la identificacion inmediata entre el progreso cientifico - tecnologico y la realizacion cultural y espiritual del hombre". "Hombre" y "ciencia" presentan, cada vez mas, una incompatibilidad. El temor es este: El terrible, titanico y al parecer indetenible crecimiento del imperio de la tecnociencia, ¿erradicara en su marcha la realizacion humana, empobreciendo sus simbolos hasta destrurlos? ¿Puede, tiene la capacidad el hombre para transformar su esencia a la velocidad que la marcha tecnologica impone?. Esto mismo es lo que advertia Heiddeger hace 50 años:
"Lo que es verdaderamente inquietante no es el hecho de que el mundo se convierta en un mundo completamente tecnico. Mucho mas inquietante es que el hombre no esta, de hecho,  preparado para esta transformacion del mundo".

En una nota posterior, Heidegger enunciaba como un problema clave el de asignar un sistema politico que sea acorde a la era de la tecnociencia. Ya por esta misma epoca, las distopias de escritores sobre todo Norteamericanos y Rusos (no por nada los paises a la vanguardia cientifica, insignias de los dos grandes modelos de desarrollo de la epoca) denunciaban la peligrosidad de que la rueda de la tecnociencia girara ya por si misma, fria y metalica, ajena a todo humanismo, a todo espiritu. 
En otras palabras, es necesario conocer la esencia de la tecnica, para determinar, si no es demasiado tarde, la gobernabilidad de esta. Caso contrario, parece que nos quedaria marchar bajo el gobierno de la tecnica, siendo toda filosofia un mero acompañamiento, una mera bandera de la ciencia (en el caso de las filosofias positivistas), sin libertad especulativa, o un mero escape o divertimento (en el caso de las epistemologias) equiparable a la mistica o la religion, e incluso a los conocimientos paranormales. Las revoluciones tecnologicas e industriales son incapaces de producir experiencias simbolicas que nos situen dentro del mundo; Son incapaces de crear cultura, de asignarnos una funcion, de contribuir a una cosmovision que nos lleve a un plus ultra del nihilismo. Asi, en el desarraigo creado por la ciencia pura, lo unico que conseguimos en cuanto seres humanos, es una aceleracion de la conciencia nihilista, del desierto que crece.
Hoy en dia la nocion de progreso como telos y la de tecnociencia como instrumentacion por exelencia poseen tantos fanaticos, tantos fieles, que es casi una cuestion de logica interna el que la sensacion de descontento y de desencanto esten en aumento: Solo se ha conseguido agudizar la crisis de fundamentos y de valores que ya eran la denuncia de Nietzsche. La globalizacion hace el circulo de los valores desechados mas amplio, la velocidad de experimentacion con los valores, mas rapida. La relatividad como fuerza que socava la fe, mas fuerte. Citando nuevamente a Volpi: "se ha abierto asi una fractura cada vez mas profunda entre el homo faber y el homo sapiens, entre aquello que el hombre sabe y puede hacer, por un lado, y en su capacidad de reconocer lo que es razonable hacer, por el otro."
La ciencia y la tecnologia nos da sencillamente potencia de acto, tanto colectivo como individual. Es solo capacidad de hacer, potencia en el sentido de Plotino o Spinoza. La ciencia nos enseña a hacer un monton de cosas, variadas y hasta increibles, pero no nos proporciona guia alguna acerca de lo que esta bien o esta mal realizar. Esta guia, segun mi opinion, faltaba desde mucho antes. No es cosa de culpar a la tecnociencia de destruir la brujula de los valores. Es solo que, al ampliar enormemente el campo de accion y los modos de actuar, ha hecho mas patente la falta de valores que sufre occidente. La ciencia no tiene otro limite que lo cientificamente posible. Bergen - Belsen, las bombas atomicas, el genoma humano, el acelerador de particulas, la clonacion, el MK Ultra, son pruebas de esta aeticidad de la conducta cientifica. Es natural entonces que, a la par de los refugios espirituales de la epoca new age, ocurra tambien un reflote del espiritu religioso de la epoca; Pero no ya como un templo que se erija sobre la espiritualidad vital de la epoca, fiel expresion de la cosmovision, sino como un oasis artificial, como un cuarto acolchado, ultimo refugio en una epoca que nos obliga a resguardarnos en nuestra interioridad. La filosofia no esta extenta, si cae en un mero enciclopedismo, de este peligro.  
El problema se decanta entonces para el lado del nihilismo, de la falta de valores que aun signifiquen algo. Los valores humanisticos de occidente vienen en su mayor parte de dos vertientes: La helenica y la judeo cristiana. Ante la muerte de estos dioses, ocurrida en los ultimos 2000 años ("Ya casi 2000 años, y ningun dios nuevo!"), surgio la nueva fe en la ciencia y en la razon, algo asi como un neo romanticismo racionalista. Si nos vemos tambien despojados de esta nueva fe, ¿que actitud deberiamos adoptar?¿un hundimiento indiferente, un vivir a fondo el nihilismo? ¿una resistencia ascetica, cinica? ¿un contramovimiento? ¿y como? ¿Via el arte? ¿La teologia? ¿la filosofia? 

9 mar 2014

Parquet usado


“I once had a girl,or should i say, she once had me.” The Beatles
“With a heart full of grief, yet reluctantly, and oppressed with awe, I made my way to the bed-chamber of the departed.” Edgar Poe

La noche era calurosa. La ropa y el pelo se pegaban a los cuerpos y las cosas relucían con una humedad que le daba al mundo un aspecto como de lumbre o de luciérnaga. Por la tarde había llovido, y la luz de la luna tintineaba en la tierra negra, en el pasto y en las aureolas de los pocos faroles que hace poco la municipalidad había instalado. Había ido, como todos los años, a pasar unos días a la quinta que mis tíos tenían en Santa Clara. La quinta, unos doscientos metros cuadrados de tierra, era siempre la misma. Año tras año me encontraba con el sempiterno eucalipto, con los mismos naranjos y limoneros, con la misma huertita de plantas de tomate y morrón, con la menta, la ruda y las amapolas creciendo contra el muro del fondo.
Ese día había ido, como todos los demás, a la playa desde temprano. Había llegado hacia ya algunos días, y mis tíos me habían recibido con la misma parsimonia, con el mismo budismo atemporal de siempre. Año tras año me sorprendida este extraño par, que estando  tan cerca del caos que es Buenos Aires podían no obstante vivir como al margen de los acontecimientos y de los días. Parecía que sus años no pasaban con la aburrida fugacidad o con la paranoica precisión con los que pasaban para un habitante de la capital como yo, siempre desquiciado bajo la tiranía del reloj y siempre pendiente del calendario.  
Consciente de esto y deseoso de salir lo antes posible del estado de paranoia en el que normalmente vivo, y al tanto también lo infructuoso que resultaba siempre todo intento de conversación (es decir, de verdadera conversación) con esa pareja de ancianos amables pero suspendidos en el aire de la intemporalidad (estaba seguro que mi tía vivía todavía en los tiempos de Monzón o de Lola Mora) mi idea era misma de siempre: una vez dejados los bolsos, ordenado el cuarto y tomado los correspondientes mates con intercambio de saludos y anécdotas superfluas por ambos lados, poner mi mejor cada de tarado e irme para la playa o para el centro, a caminar los caminos ya sabidos pero siempre nuevos, que concluían siempre en el encuentro con algún conocido o con algún grupo de turistas con el cual aturdirme hasta la madrugada en algún bar.
Los días no habían sido muy buenos desde mi llegada. Cuando tome el tren de salida en Buenos Aires, el clima era  un infierno insoportablemente caluroso, pero a medida que el tren se iba acercando a la costa atlántica, el cielo fue llenando de pesadas nubes de tormenta. El primer día (llegue a eso de las tres de la tarde) se mantuvo, si bien algo aliviado por los vientos siempre activos de la costa, un ambiente pesado y algo  irrespirable, como si la ciudad y el oscuro humor que venía arrastrando desde Constitución me hubieran perseguido a través de los kilómetros; Pero a partir el segundo día el temporal había (felizmente) estallado, seguro aunque ambivalente, y así se mantenía hasta entonces la cosa: días que alternaban un hermoso sol con rápidos y fríos chaparrones con su correspondiente viento huracanado. En fin, nada que no haya vivido cualquiera que sea tan estúpido de irse a las playas porteñas en Febrero. A mí este clima me era particularmente agradable. Siempre me ha gustado la lluvia, y además lo imprevisible del clima revela siempre la patética y rutinaria organización de la mayoría de las personas, incapaces de adaptarse a los caprichos del azar, como también las imperfecciones de las ciudades, tan propensas a derrumbarse, incendiarse o inundarse ante algún cambio significativo de la madre naturaleza.  
Pero, volviendo al asunto de mis tíos y de la quinta, es necesario decir que yo no tenia, a pesar de mi interés por la naturaleza y la botánica, especial afición por su quinta o por Santa Clara, y tampoco siquiera por cualquiera de las ciudades de la costa. Pasar los veranos en Santa Clara había sido siempre un capricho de mis padres, sospecho que como un intento de sacarme un poco de la casa y del hermético encierro en el que yo me abovedaba el resto del año. Para mí, esta pequeña escapada al mar y a esa linda parcela con tierra no tenían el menor significado, y un poco en secreto me reía de la desesperación de mis padres y de sus intentos por, como ellos decían, sacarme un poco a la luz. Desde mi temprana niñez yo había vivido con las personas y las cosas como quien lo ve todo a través de un vidrio. Un vidrio sucio y como con tierra, que apenas deja observar a través un verdadero gesto o un verdadero brillo. Todos los colores y todas las elecciones, que a los seres normales se le presentaban con la frescura de la novedad o con el brillo de lo inexplorado, se me habían antojado a mi teñidas siempre de la más aburrida  indiferencia. Personalmente, nunca me había preocupado por mi modo de ser. Tomaba mi indiferencia hacia el mundo como un estado natural de las cosas y, como quien no conoce nada diferente, dejaba pasar los días, las personas y las cosas con una apaciguada dejadez, indiferente al tiempo o a las tan aclamadas “oportunidades”. El carácter de un hombre es una cosa curiosa: uno no puede conocer a alguien sino por sus actos, y nadie actúa sino cuando esta obligado a actuar. Esto, que es valido para todos los hombres sin excepción, era especialmente valido para mi mismo. La diferencia entre lo que somos y pensamos ser es siempre enorme,  especialmente en los primeros años de la vida. Ahora se que si no fuese por ella, yo seguiría como en ese entonces, viendo el mundo a través de un vidrio sucio.
Ahora, mientras caminaba como un sonámbulo por esa noche repleta de grillos, mosquitos, sapos y todo el resto del ejercito bichos nocturnos, me parecía  como si siempre la hubiese visto ahí, en la quinta, buscando bichos bolita bajo las losas del caminito de entrada, o entre los naranjos,  o agachada junto a las amapolas. Pero no, porque no siempre había estado ahí. Todo había comenzado casualmente, del mismo modo en que comienzan todas las cosas, tanto las insignificantes como las que nos quitan el sueño. La primera vez que la había visto no estaba buscando ni bichos n flores ni frutas, sino que estaba (recuerdo que la vi de espaldas) hamacándose en el eucalipto. El viejo eucalipto, que aun se sostiene sobre sus raíces, era en esa época una fortaleza inexpugnable para mis piernas cortas y casi fofas (nunca he tenido muy buena complexión física así como tampoco afición por los deportes), pero no era así para las ágiles y fuertes piernas de Mara, que podían trepar con increíble facilidad, como un grillo o como las lagartijas que cazaba, sobre cualquier árbol o roca. Había aparecido  un día cualquiera, sin previo aviso, hacia ya varios veranos. El tío me la había presentado con un poco de sorna. – Ella es Mara, una vecina. Siempre nos da una mano con el tema de la huerta. A ella le gusta andar por acá, haciendo esto o aquello, así que llévate bien. Y listo. Así había sido la introducción entre nosotros. Algo ridículo, tan ridículo y banal como quien presenta a un perro con un gato, a un insecto con un mazo de cartas. Tal era la diferencia que había conmigo y aquel ser extraño de pelo enrulado y castaño como los troncos de los árboles.
En cierto modo, no hubo presentación en absoluto o, más precisamente, Mara no dio noticias de haberme registrado dentro de su extraño universo.  Ella vivía en la tierra de las risas y del sol, de la actividad propia de los chicos que entonces éramos pero que yo en realidad no era ni había sido ni seria nunca. Yo no podía acceder más que falsamente a sus decisiones siempre precipitadas, siempre impulsadas por el instinto. Búsquedas, excursiones a la playa, pequeños campamentos en la propia quinta e incluso la tentativa de pasar una noche en el bosque (era increíble hasta donde llegaba la permisividad de mis tíos, prácticamente mi infancia en Santa Clara era la libertad absoluta, lo cual hubiese sido el sueño de cualquier chico, como seguramente era en esa época el sueño de Mara, pero no era gran cosa para un ser solitario, apático y contemplativo como yo), nada era suficientemente temerario o grave para ella.
En aquella época, tiempo nebuloso en el que la niñez comienza a cristalizarse en la primera conciencia de uno mismo, en el egocentrismo ridículo y precoz, Mara entraba y salía de la quinta con una despreocupación absoluta. Para mi no existía su casa o su familia, personas extrañas y tal vez inexistentes, a las que nunca mencionaba. De hecho, tuve momentos angustiosos en los que me torturaba la idea de que Mara no fuese real, de que su belleza y su indiferencia ante todo lo que no fuese explorar, correr y saltar fuesen solo una alucinación mía, una maravillosa creación que me colocaba entonces entre los neuróticos y los esquizofrénicos. Y ahora, aunque sé no soy parte de esa elite de dementes y alucinantes, se también que muchas, muchísimas cosas que siempre creí propias de Mara no eran, lo sé ahora, más que puros fantasmas de mi autoría.
Nunca supe o quise saber a ciencia cierta que hacia Mara el resto del año. Ella no existía para mi fuera del verano, fuera de la quinta. Hasta el día de hoy me maravillo de esa hermosa capacidad infantil para asociar las cosas como en cajitas, aislando poderosamente lo hermoso de lo horrible, lo divertido de lo tedioso, lo normal de lo maravilloso. Durante los largos días de verano (solo hermosos por ella, tan hermosa) que yo pasaba cada allá cada año, Mara se dedicaba prácticamente a lo mismo. Nuestra relación, que podía catalogarse como la extraña y casual amistad de dos chicos que se ven seguido algunos días al año, siempre en una situación de total libertad. Pese a que la quinta era efectivamente de mi tío, y entonces de cierto modo también mía, siempre sentía, al llegar desde Buenos Aires, que estaba irrumpiendo en su orden. Eso mismo: irrumpir. De algún modo extraño, yo era el intruso. Tal vez era porque yo solo iba a la quinta unos pocos días al año, cuando ella parecía estar ahí desde siempre,  todo el año, o al menos todo el verano. El universo de la quinta, de los árboles, del silencio y de la playa lejana con el mar inmenso era para mi, comparada con la claustrofóbica y gris vida de ciudad, una maravilla. Para Mara, en cambio, era la realidad cotidiana, y se movía en esta realidad como un pez en el agua, Siempre ninfa, siempre alegre. Era hermana de las plantas y de las hormigas. Conocía los escondrijos de los insectos, el nombre de cada gato y la forma de cada nube. De hecho, nunca hubo entre nosotros una verdadera amistad, sino más bien una relación triangular, en la que la quinta y el verano formaban el tercer punto, el puente imaginario. No había Verano sin quinta y no había quinta sin Mara. Acaso tampoco hubiese habido Mara, con todo lo que ese vocablo significaba, sin mi. Ella venia implícita en mi cosmovisión, trenzada en ella tanto como venían el mar y las tardes largas.
Sin embargo, pese a toda su alegría y energía, había algo de hermético en su forma de mirar, en sus palabras. Muchas veces pensé que era rara. En todos esos años de infancia, siempre la vi sola. Nombraba, cada tanto, a alguna amiga. Nombres y caras desconocidas que eran evocados casualmente en alguna charla, como se nombra una calle o un árbol particular. Yo mismo no era otra cosa que un ocasional compañero de juegos. Nuestra amistad, si es que podía llamarse así, no era otra cosa más que una actividad surgida de una coincidencia espaciotemporal. Un poco al modo de Adan y Eva, habíamos sido puestos en un gran jardín en el que no teníamos absolutamente nada que hacer. Éramos sencillamente compañeros de hastió. Ella atravesaba esos veranos como sospecho que atravesaría el resto del año, como atravesaría tal vez toda su vida: viviendo el instante. Todos sus planes, todas sus ocurrencias, eran siempre en el instante y para el momento siguiente. Le aburría toda idea que tuviese que realizarse mañana, todo lo que tuviera que esperar. Era refractaria a toda planificación.
Por esto puedo decir que, con toda certeza, nunca signifique nada para ella: nada más que el sobrinito de don Cosme y doña María, que tan buenos eran dejándola husmear entre las lilas y las violetas, saltar entre las piedras y los canteros, dejándola dormirse bajo la sombra del eucalipto o revolver todos los yuyos en búsqueda de escarabajos y caracoles. Ahora pienso que, quizás, Mara ocupase un poco, en su vitalidad y belleza, la figura de la hija que mis tíos nunca tuvieron. Y yo, mas retraído, mas investigador, más sombrío e inquisidor (siempre clasificando hojas, realizando herbarios, siempre con la nariz metida en algún libro) era un poco el hijo que tampoco, gracias a la sequedad de mi tía, tuvieron ni tendrían nunca. Tal vez así y solo así era posible explicar la infinita paciencia y benevolencia que tenían para con nosotros que, como todo chico y luego todo adolescente, teníamos una tendencia irrefrenable al caos y al desorden.
Era difícil creer que a esa edad una chica no realizara otra cosa que andar sola por entre los árboles. Aunque precisamente ese era mi caso. Yo tampoco hacia otra cosa. Y yo también, estando en Buenos Aires, andaba siempre prácticamente solo. Éramos ambos, entonces, cada uno a su modo, bastante solitarios. Mi soledad era la del silencio, la suya la de la risa. Todavía no me era dado comprender que cuando se habla de tiempos, no existe un solo tiempo unitario y univalente para todos, sino que existen, como mínimo, los tiempos. Cada naturaleza tiene algo así como un reloj biológico, en donde la densidad de los segundos y los minutos se aglutina o se expande de un modo particular y único, irrepetible en otro ser. Ahora sé que Mara no me dedicaba todo su tiempo, sino que el suyo ocupaba todo el mío. Mi error estaba, como el de mucha gente, en traducir los universos ajenos a mis propias medidas.
A medida que transcurrían los años (para mi, fragmentados en la realidad Quinta y en la realidad Buenos Aires, para ella seguramente en la atemporalidad) se me fue haciendo obvia la verdad: Nunca conseguiríamos entendernos realmente.  A medida que crecía, veía que mi propio ser se abría diametralmente de la naturaleza que, tal vez predeciblemente, Mara estaba tomando. Mientras yo me volvía, tal vez producto de mi vida entre las sombras de la ciudad, oscuro y retraído, Mara se tornaba cada vez más fresca y luminosa, cada vez más risueña e impredecible. Así, mientras yo comenzaba a descender hacia las bibliotecas y los idiomas, e interesándome, junto con las naturalezas propias de la adolescencia, por los problemas y las tartuferias de la cultura, su espíritu permanecía increíblemente joven, todavía cercano a la hiedra y a los paseos nocturnos. En la distancia, yo sentía ese alejamiento como algo triste pero imparable, como el alejamiento de los continentes. Yo no tenía modo alguno, dada la distancia, de alterar el curso de su naturaleza. Alterar la mía, por otro lado, hubiera sido indeciblemente difícil.
Por supuesto, nunca nos dijimos nada de esto, y yo creo que la diferencia existió, siempre, solo para mí. Mara seguía sencillamente su vida normal y feliz. Para ella eran todas perfecciones de la juventud, para ella la belleza arrebatadora de las flores, para ella los dones de las gracias y los cantos de las musas. Y, pese a estos encantos, había algo en ella que parecía enajenarla del resto, algo así como un inocente desprecio por todo lo que trataba de envolverla, por las noticias y los recortes de diarios, por las eventualidades, por todos esos pequeños carnavales que en el día a día van estructurando al niño en adulto, al inocente en precavido y al idealista en resentido. Había, en fin, toda una sensación de irrealidad a su alrededor. Esto fue suficiente para estrenar mi juguete recientemente adquirido: mi atención de investigador. Fue en esa época, la misma en que había empezado con las aventuras de Watson y Holmes cuando empecé a observar a Mara con un interés que era una rara mezcla de asombro y curiosidad. De cierto modo, éramos o íbamos siendo como la luz y la sombra.
Mis investigaciones comenzaron, entonces unos años después de conocerla. Estas investigaciones, que para la vergüenza de Holmes resultaron ser mas de un carácter psicológico que detectivesco, arrojaron resultados que se me habían antojado, quien sabe con cuanta creación de mi parte, sorprendentes: Había algo que se mantenía en ella, algo que todos los demás vamos perdiendo a medida que crecemos y vivimos y nos instruimos. Cierta energía en reposo y lista a utilizar, cierta fuerza bruta. Era como si la atención que todos usábamos para aprender y para constituirnos en seres informados y al corriente, fuera usada por Mara para escudarse de ese ritmo exógeno y ajeno a su esencia. Su fuerza, comprendí, radicaba en esto: mientras todos nos esforzábamos en vivir al ritmo de los acontecimientos, Mara no es esforzaba absolutamente en nada, y eso era lo mismo que forzarse, si acaso esta palabra no fuera ridícula, a vivir la vida según su propio ritmo. Platón tenía un nombre para quien no vive más que en sus ideas: Idiota.
Esta fue también la época en que en que comenzó a dar la impresión de que Mara era mayor que yo. En efecto, mientras que su crecimiento se plasmaba en un inquietante incremento de sus atribuciones físicas, tanto en extensión como en perfección, mi crecimiento, no menos notable para quien pudiese notarlo, parecía ocurrir exclusivamente en el plano del espíritu. En efecto, a medida que crecía, mis sentidos internos me despertaban una y mil inquietudes, uno y mil problemas. El mundo, que hasta ese entonces había sido solamente un lugar a lo sumo curioso, se erigió de pronto ante mí como un horroroso signo de interrogación. Fue entonces que comencé a dejarla sola en sus paseos y en sus (ahora me parecían) estúpidas caminatas y absurdas búsquedas del tesoro. La perfecta simpleza y la fácil felicidad de Mara se me antojaron entonces como algo muy parecido a la banalidad.

A los 17, en Buenos Aires, comencé a leer a los Malditos. Verlaine y Rimbaud primero, Mallarme y Marceline Desbordes después, y entonces mi universo, dedicado hasta ese entonces a un positivismo ridículamente quisquilloso y casi mojigato, se revoluciono con toda la violencia propia de la primavera adolescente. No fue sin embargo hasta mi (desafortunada, debo admitir, pues uno nunca debe meterse con estimulantes que estén más allá de sus fuerzas) lectura de Edgar Poe, ese siniestro y atormentado poeta de ultratumba, que comprendí que la curiosidad que hasta ese entonces había sentido por Mara no era otra cosa que una violenta pasión, y que el inocente juego de investigarla y observarla, como había hecho hasta entonces en mi patética simulación de una amistad (siempre he sido incapaz de una verdadera amistad, y más bien mis relaciones con la gente se reducían siempre precisamente a una curiosidad investigativa, casi científica)se desenmascaraba ahora como una feroz necesidad de merodearla, como un deseo de su piel y de su risa, y entonces creí amarla como solo un adolescente que recién de descubre puede amar a una muchacha que se sabe a años luz de distancia. Aun ahora, en donde la noche esta tan oscura y tal vez llueva pronto, aun ahora no puedo decir que ella lo hubiese sospechado. ¿Acaso no era yo un animal de zoológico, un ser a medias, medio topo y ahora medio poeta? ¿Estaría acaso volviéndome loco? Una inversión, una explosión tal no podían obedecer solo a una causa. Lamentablemente, las causas habían dejado de importarme de la noche a la mañana.
 Todas mis necesidades de una musa se volcaron en ella al modo de una radiante epifanía. Recuerdo ahora ese invierno con particular ironía. Escribí varias cartas que jamás me atreví a enviar (¿para qué? Era más que obvio que Mara no leía mas que lo necesario para sobrevivir), intente retratos que fueron directamente al bote de la basura (mis talentos pictóricos siempre resultaron ser poco menos que nulos) intente, en verdaderos raptos delirantes, asombrosas epopeyas poéticas que, pienso ahora, quedaran para siempre a medio terminar en un cajón. Leía una y otra vez las torturas y los placeres de aquel lejano Werther, tan distante pero después de todo hermano de mis sufrimientos y de mis alegrías. Leía también, sobre todo y como ya dije, a Edgar Poe. Leía hasta el cansancio a su Annabel Lee, I was a child and she was a child, In this kingdom by the sea,But we loved with a love that was more than love,I and my Annabel Lee; porque mi Hermosa doncella estaba también en un reino cerca del mar, esperándome siempre entre las flores y las piedras, esperándome pero en realidad sin esperarme nunca, siempre ajena, indiferente, tristemente libre y despreocupada de mis anhelos. Buenos Aires se me antojaba más oscura, mas alta, mas gótica que nunca. Sus sombras eran como nunca largas y tenebrosas, sus muros como nunca pétreos y fríos, sus habitantes terriblemente impersonales y muertos. Los relatos de Poe me fascinaban, ocupaban todos mis días y todas mis noches. Conocí por primera vez las grises llanuras del centro a la noche, sus cientos de calles desiertas y laberínticas. Sentía especial predisposición por las plazas y los parques, por las largas caminatas, por el cementerio de la Recoleta. Iba a las tumbas a leer “Morella” y “Ligeia”. Lo oscuro de los protagonistas, la mórbida belleza de las doncellas, lo trágico y horripilante de la trama, me mostraban, si bien en un espejo siniestro y anacrónico, mi propia historia. Pero era sobre todo en la lectura de “Berenice” en donde veía plasmadas a un tiempo y con terrible potencia, toda la perfección de la belleza y del horror, al tiempo que retrataba con genialidad la situación en la que yo me hallaba. Yo era efectivamente Egeo, Mara efectivamente Berenice. Había un abismo entre nosotros.
Ese mismo otoño, perdido de frio y bajo los efectos de mis primeras incursiones con el alcohol, comprendí que mi amor era inútil. Ella era como un animal, como un pájaro o, peor aún, como una mujer. Para mi era lo mismo: un ser extraño que yo no podía entender y por eso idealizaba, ayudándome de Mallarme y de Annabel Lee. Pero, lamentablemente, hay siempre una gran diferencia entre comprender racionalmente una cosa y aceptarla con el corazón. Sencillamente no podía aceptar esa oscura intuición que preveía mi fracaso. Influenciado como estaba por el simbolismo, mis intuiciones se me aparecían como una ridícula cobardía. El Romántico, El Poeta, Yo, debía triunfar al final
El aire que no puede escapar de una cámara, por más puro que sea, termina por enrarecerse. Del mismo modo sucede con las pasiones: cuando no pueden florecer, se torsionan monstruosamente en la forma de una obsesión, se tornan violentos remolinos que lo arrastran todo en su fuerza centrípeta. He pasado estos años negándomelo a mí mismo, pero ahora no tengo reparos en aceptarlo: estaba obsesionado con Mara. Era una sensación insoportable. Toda la intranquilidad y tortura de esos días se acentuaban cuando pensaba en la tranquilidad con la que Mara estaría pasando sus días, siempre lejana, siempre ajena, regida por los ritmos naturales del sol, la luna y las siestas, feliz en su impenetrabilidad espiritual. ¿Era justo, acaso, que yo soportara todo el peso mientras que ella vivía tan libre? Ya transcurría la primavera y se aproximaba el verano. 
Pensaba en todo esto y en otras cosas mientras caminaba bordeando la costa. La noche era más bien abierta y despejada, muy fresca. Por alguna razón, la playa estaba desierta.  Me había cuidado de salir a caminar todos los días desde mi llegada. Solo había visto a Mara en una oportunidad. Fue la segunda tarde desde mi llegada. El cielo amenazaba nublado con una tormenta inminente (que luego quedo solo en eso, en amenaza) y yo había decidido no salir a caminar. Entonces apareció, preciosa como siempre, con un paquete de yerba bajo el brazo: Venia a tomar mates con mi tía. A mí siempre me había dado un poco de risa esa pachorrienta relación campesina de los mates y los programas de televisión a media tarde. Mara tenía ya casi 18 años, y había abandonado (¿pero desde cuándo?) bastante sus paseos por el jardín. Tenía el pelo más largo, mas enrulado, igual de castaño. Los ojos, la boca, la nariz, eran las mismas, pero toda ella había tomado volumen, sus curvas se habían dibujado con gracia. Estaba radiante. ¿Acaso yo había cambiado tanto? Me veía a mi mismo igual que siempre, como una polilla en perpetuo estado de pupa, como una crisálida que solo experimentaba revoluciones internos. Mara en cambio había metamorfoseado en un hermoso coleóptero pardo o en una gran mariposa de hermosas curvas. Al mirarla, incluso presa de la emoción que me generaba verla, sentí algo asi como una injusticia. Como era de costumbre, no hablamos mucho, y al cabo de un rato me fui a caminar de todos modos. No podía sufrir mucho tiempo, luego de mis lecturas, el hecho de no tener un punto de contacto real con Mara. No obstante, me alcanzo ese rato para enterarme de una novedad, una novedad que había creido del todo imposible: Mara estaba trabajando. Efectivamente, entre mate y mate le conto a mi tia que le estaba yendo de maravilla en el bar.
- ¿Hace cuanto que empezaste a trabajar? – Le pregunte, algo receloso de que hubiera dado un salto tan grande.
- Estoy desde mitad de año – Dijo Mara.
- ¿estás de moza? – Pregunte con malicia. Yo nunca había trabajado absolutamente de nada, y me irritaba que Mara, que parecía siempre al margen del mundo, hubiera aterrizado de un modo tal como para ponerse a trabajar.
- Encargada – Dijo Mara con suficiencia.  Debo de haberla mirado con una expresión incrédula, pues agrego, como si yo necesitara una explicación – Arranque de Moza y me fue bastante bien. Mucha propina, pero tenes que moverte un montón. La encargada anterior era una estúpida, vivía nerviosa.
De modo que Mara trabajaba. De modo que entonces no era tan lunática ni tan perdida como a mí me había parecido en estos años. Pero entonces, ¿Qué otras cosas habían cambiado también en este ultimo año? Mara parecía más desenvuelta. O mejor dicho, aplicaba esa simpleza suya al mundo de carne y hueso; Este mundo, a que a mí se me había revelado como un enorme y oscuro signo de interrogación, como una marisma de contradicciones y problemas, era para ella muy simple y fácil. A cualquier otra persona que obrara de ese modo, la hubiera considerado estúpida. Pero no era el caso de Mara. No podía ser su caso.
- ¿Ya te vas? – Me había preguntado cuando me levante.
-  Si, tengo ganas de caminar- había sido mi respuesta.
– En un rato yo también tengo que irme… a trabajar – dijo luego de un silencio. El bar donde Mara trabajaba quedaba en el centro, y yo iba a la playa. ¿era acaso una especie de invitación para irnos juntos? Debí haber dicho que si, pero aun estaba afectado por lo de su trabajo.
- Gracias, pero me voy ahora.- “El muy idiota”, pensé.
-  Si no estoy muy cansada me vengo un rato para acá a la noche – me respondió con indiferencia -. Dije “bueno” y Salí por la puerta.
El sol se había ocultado ya hacia algunas horas. Caminar con zapatillas sobre la arena era estúpido, forzado, antinatural, justo para mí. Ir a la playa y no soportar la arena. Ir a la playa precisamente porque no se soporta la arena. El mar esta diáfano y oscuro. El mar de noche tiene siempre su verdadero color, su color primitivo, el color que sin dudas debió tener cuando flotaba sobre el abismo, allá por el primer día de la creación. Mara trabajaba en un bar, increíble. El bar se llamaba Stella. No tan increíble como lo anterior. Cuando mire mi reloj, vi que eran las diez menos cuarto. ¿A qué hora terminaría el turno de Mara?
Me decidí entonces a esperarla a la salida del Stella. Esto, este estado, no podía durar por siempre. Hacía falta cerrarlo, terminarlo, El Poeta debía triunfar o morir,  volverse Lancelot o Werther, pero algo;  Algo distinto de esto que ahora estaba dando vueltas en una playa desierta como había dado vueltas por meses enteros en las calles aun mas desiertas. No sabía en donde quedaba el Stella, pero no podía ser muy lejos de la zona céntrica, que era donde estaban todos los bares. Como esta zona no era muy grande, pensé que lo encontraría al cabo de dar un par de vueltas, y efectivamente así fue. El Stella era un bar de pretendido estilo europeo, pero que más bien se asemejaba a un bar de esquiadores en la montaña. Pensé que debería llamarse “Sweden” o “Alaska”. Tenía las paredes exteriores revestidas de madera, vidrios oscuros, techo de madera a dos aguas como una casa vikinga. Desde la vereda de enfrente mire hacia el interior. El fondo era muy oscuro, lleno de luces azuladas y amarillas. Había muchísima gente.  Observe un buen rato: no podía verse gran cosa. Había sin duda tres o cuatro mozas que se movían continuamente, y también dos o tres personas en la barra, pero no podía discernir cual de todas era Mara. Mitad para aparentar, mitad para matar el tiempo, encendí un cigarrillo.
No tuve que esperar mucho, pues a la media hora de estar esperando, vi salir a Mara. Me sorprendió verla vestida como iba. Llevaba una musculosa blanca, bastante simple y algo escotada, que dejaba un poco al descubierto las tetas y bastante a la imaginación del espectador. Más raro era verla aun con una minifalda, de jean y bastante rustica por cierto. En todos estos años, era la primera vez que la veía con calzas. No obstante, lamente que no estuviera simplemente en minifalda.  Apenas la vi salir del bar, comencé a caminar hacia la esquina. Tuve suerte de que  otra chica la distrajera en la puerta para decirle quien sabe que estupideces, pues de lo contrario tal vez me hubiese visto mirándola como un idiota. Cruce la calle y volví a caminar hacia el bar, dando la apariencia de venir caminando de algún otro lado. Nuevamente en mi favor, Mara seguía hablando con la otra chica y me daba la espalda.
- Buenas noches, noches buenas – salude, mostrándome lo mas casual posible. No podía permitir que Mara pensase siquiera en la posibilidad de que la hubiese estado esperando.
Mara se dio vuelta y me vio. Para mi sorpresa, no expreso sorpresa alguna.
- Ah, ¿Qué haces che? ¿Qué haces por acá?
- Nada, estaba caminando. Ya estoy de vuelta – Mentí.
-  ¿Así que Acá trabajas? Que coincidencia. – Agregue estúpida y tautológicamente.
- Si. ¿no te había dicho? – Dijo Mara
- Cierto. Stella.. Debería llamarse Alaska, por la pinta que tiene digo.  Esto es todo puro turista gringo, ¿no?
- Si, hay un montón de esos – dijo Mara – pero no te creas que son todos. También vienen de los otros, los de tu clase.
- Yo no soy un turista nena – dije falsamente ofendido – Yo vengo acá todos los años desde que tengo memoria.
- Los nativos – dijo Mara acentuando dulcemente la palabra “nativos” – son los que están acá todo el año, como yo. Los demás, los intruders, son turistas.
- No. Los turistas son los que no conocen, los que vienen a conocer y no tienen todavía ninguna filiación con el lugar. Yo vengo siempre, tengo familia acá. Ponerle que no sea nativo, como vos decís, pero se me tiene que reconocer algo intermedio. “Residente irregular”, por ejemplo – Argüí. Mara me miro como se mira a un chico mitómano, de arriba abajo y con sorna. ¿Desde cuándo Mara podía reírse de ese modo, desde cuando mirarme así? Aunque me gustaba su risa, sentí en alguna parte remota de mí ser algo parecido al odio.
- En fin – Dije – no te molesto más, nativa. Seguí trabajando.
- ¿no vez que acabo de salir? – dijo Mara entre risas.
- Te invito a tomar algo entonces – Dije, molesto.
- Gracias pero no. Estoy cansada. ¿Ya pensabas volverte?
- si no queda otra – dije con hosquedad.
- No seas malo ché – dijo Mara. – Tene en cuenta que ahora soy toda una trabajadora, y me canso mucho mas estando 6 horas yendo y viniendo con una bandeja que lo que me canso en dos semanas sin hacer nada.
Empezamos a caminar hasta la parada del colectivo. Los colectivos de la costa tenían siempre una frecuencia terrible de noche. Uno podía pasarse dos horas esperando un coche. Yo odiaba las esperas burocráticas: salas de espera, colas y colectivos que no vienen. Estaba de mal humor por haberla buscado, de mal humor por sentirme estupido, de mal humor por haberla invitado a tomar algo así, tan rústicamente, tan obvio y siempre tan estupido. El colectivo no venia y ninguno de los dos decía una palabra. Yo encontraba todo posible tema a sacar como algo forzado y fuera de lugar, como si alguien nos filmara y tuviéramos la obligación de darle a la charla. De repente me di cuenta de lo que me molestaba: No tenia idea de lo que ella pensaba. Parecía cansada y despreocupada. Miraba hacia el mar, hacia a algún punto fijo en la distancia. ¿Pensaba en algo, calculaba algo? Tal vez no pensara en nada, tal vez fuese a fin de cuentas una estupida. Pero no, porque lo mas seguro era que estuviese pensando en unas tostadas con manteca, en un mate o un te, quizás en una ducha y en la cama que la esperaba en su casa. De repente se vio venir al coche del colectivo, rojo y destartalado, y Mara entonces estiro el brazo para frenarlo. Subimos al colectivo y entonces claro, claro que era de vuelta mi realidad dividida entre la espera y la concreción, entre la rutina y Oh mi adoradísima Lottchen, cuando para Mara era sencillamente la realidad una y única, salir del trabajo y tomar un colectivo, y lo mismo yo que cualquier otra persona que esperara el colectivo con ella. La expectativa, la excepcionalidad de todo ese momento estaba solo de mi lado, ocupando toda mi vereda pero nada más que mi vereda. Me senté y le dedique toda mi atención a las calles desiertas que se sucedían en la ventanilla. Sentía que en esa confrontación con la realidad, con una realidad demasiado casual, con horarios de trabajo y Mara de minifalda, había perdido algo. El orden mundano y sin sentido en el que yo vivía, en el que yo siempre había vivido, se había trasladado también a la realidad quinta, de la que Mara formaba parte. La mire de reojo. Estaba echada en el asiento, con la mirada perdida hacia delante. El pelo le tapaba el ojo derecho, dándole un aspecto desafiante a toda la cara. Ahí estaba. Volvi a sumergirme en la ventanilla. Era un cobarde, lleno de lecturas y de problemas y de aburrimiento, pero un cobarde al fin.
Che, despertate que ya bajamos – dijo sorpresivamente Mara, rompiendo el silencio. Logramos llegar a la puerta justo a tiempo.
- Mira que sos tonto eh, quedarte dormido así. Si no estaba yo, terminabas en Santa Teresita.
- No estaba dormido, nada mas cerraba los ojos –
- Venir de vacaciones con ese sueño no tiene gracia – Mara dixit.
- ¿y quien te dijo a vos que tengo sueño? Ahora cuando llego voy a poner a tomar mates toda la noche solo para llevarte la contra.
- ¿Solo? Mejor veni a mi casa y me los cebas a mi – Dijo Mara
- Pensé que la señorita trabajadora estaba muy cansada – dije con sorna.
- Estoy, pero con esta noche tan fresca se me fueron las ganas de dormir. Además, cuando me canse te podes volver solo.
Asentí con la cabeza. No faltaban muchas cuadras para llegar. La casa de Mara, lugar inexplorado hasta el momento. Hice un repaso mental. Casi en la esquina, fachada solo con reboque grueso, reja en la puerta, una ventana siempre acortinada. Llegamos, y efectivamente el frente era como lo recordaba. Mara dio dos vueltas de llave y pasamos. Todo estaba en tinieblas, y yo recordé entonces cuan oscuras son las noches en esas casas de campo comparadas con las casas de ciudad, siempre iluminadas por el farol de la calle o por el Led de algún aparato electrónico. En cambio, no podía verse absolutamente nada dentro. Empecé a caminar hacia delante. No había dado 3 pasos cuando Mara me tomo por la muñeca, y luego por la mano. Sin decir una palabra (supongo que si había alguien mas en la casa, estaría durmiendo) me condujo por un pasillo que daba al menos a tres cuartos. El pasillo desembocaba en una puerta, que supuse daría también a un cuarto. Entramos por esa última puerta.
- Espérame acá que traigo las cosas del mate – Dijo Mara, en un tono de voz que me pareció muy alto para cuidar de no despertar a alguien mas – prende la luz – Agrego antes de salir.
- ¿hay alguien mas acá? – Pregunte con el mismo tono de voz. No podían ver a Mara en el pasillo, pero su voz me llego después de unos segundos. “No”.
Encendí la luz y me quede parado, observando. Me había molestado el silencio y la oscuridad. Daban la sensación de inmensidad, de espacio vacío, de incertidumbre. Pensé en el pozo y el péndulo y, ¿Por qué había tardado ese segundo en contestar? La habitación no estaba del todo mal. Cuadrada y de techo bajo, era bastante chica, lo justo para que duerma una persona. Me recordó a las piezas de pensionados que había visto en algunas películas. Las cosas se colocaban en el espacio justo. Más bien parecía un lugar de paso en donde se había improvisado, hace mucho tiempo, una habitación. La cama era vieja y chica. Me acerque a los estantes y al armario. Los libros eran aleatorios, mas apilados que otra cosa. Había en la cama una buena cantidad de almohadones. Como no había sillas, tome uno y me senté en el piso, contra la pared opuesta a la de la puerta. Al apoyar las manos en el suelo, note felizmente que era de parquet.  Era casi increíble que Mara durmiese en una pieza como aquella. Pensé en ella, siempre al aire libre, siempre tan propensa al movimiento, y comprendí entonces que nunca me hubiera llevado a su casa.
- Perdona la demora ché – Dijo Mara. En vez del equipo de mate, traía una botella de vino tinto y dos vasos.
- ¿Qué paso con el mate? – le dije sonriendo.
- Que se yo, te puedo decir que no hay yerba pero es mentira. Me encontré esto y me pareció mejor. ¿no querías tomar algo vos?
- Si, una mejora notable. Dame que la abro – le dije estirando el brazo. Mara me paso la botella y luego el sacacorchos.
- Espera que me voy a sacar esta ropa. Serví los vasos mientras
Mara salio de la habitación y volvió a los dos minutos. Se había sacado la minifalda y dejado las calzas, y había cambiado la sugerente musculosa escotada por una camisola verde vieja y algo desecha, de mangas largas.
- Que conjuntito ché – bromee.
- Vos reite, pero no sabes lo cómoda que es – Dijo Mara a la vez que me sacaba de la mano uno de los vasos. – Me imagino que vos allá dormís de camisa y zapatos.
- Para nada. Yo duermo desnudo. – Mara vacío el vaso de un trago largo y se me quedo viendo.
- Pero yo no – Dijo – Yo uso cosas así para dormir desde que soy chica. Acá a la noche siempre levanta viento y esta fresco. Desnuda amanecería resfriada, o al menos cagada de frió.
- Ah, regionalismos – dije yo. – Que manera de apurar el vaso la tuya eh. Veo que tu trabajito te dio malos hábitos.
- El trabajito, como vos decís, no me da nada mas que plata y dolor de pies. Los hábitos se los agarra una sola, sin ayuda de nadie – Volvimos a llenar los vasos.
- Cambiaste mucho en este año – dije como al descuido.
- ¿Y que queres? No se puede vivir del aire, hay que mantener todo esto – Dijo Mara, abriendo los brazos. - ¿vos no trabajas allá?
- No, sigo estudiando por ahora. Además, no me gusta mucho la idea.
- Que suerte la de algunos. – Dijo Mara, algo resentida. – No cambie, solo me di cuenta de que tenia que hacer esto que hago, trabajar.
La conversación se deslizaba por senderos ocasionales, y Mara era más divertida, hablaba mucho mas que de costumbre. De repente tenia anécdotas, cosas para referir, chistes con los cuales reírse. Yo hablaba poco o menos que siempre, me sorprendía escucharla, a la vez que me amargaba la banalidad de la charla. Lo que yo había leído, todos esos temas tan trágicos y elevados, tan interesantes, no tenían cabida para ella, no habrían tenido un lugar por el cual acceder. Y sin embargo, en esa noche, durante esa charla, descubrí que esa Mara real, de carne y hueso, tan distinta de la imagen ideal que me había forjado, también me gustaba. Mara prendió en algún momento la radio, una portátil vieja con cassetera, por donde se escuchaba algo de música entre pitidos e interferencia.
- Pero escuchame, ¿Cómo es que no hay nadie acá? – Pregunte. – No te puedo creer que vivas sola.
- Pero no, que pavo sos. Si sabes que vivo con mi vieja y mi tía. Hasta el año pasado estaba mi hermana también, que ahora esta viviendo en Mendoza, pensé que lo sabias eso.
- ¿y tu vieja y tu tía?
- En Mar del Plata. Se fueron hace dos días, al casamiento de mi tío. Cada vez que van aprovechan y se quedan unos días. Son insoportables igual, tenes que estar agradecido que no estén. – Mara hizo entonces una pausa. Su cara reflejaba algo como una espina en el pie. – Perdoname pero, ¿te molesta si apago la luz? Tengo hecha pelota la vista, y esta lamparita de mierda me hace mas bien que mal.
- Por mi apagala. Total, para charlar y tomar vino no hace falta luz. Y por cierto, estas fueron las últimas copas – Dije, mostrándole la botella vacía. Mara se levanto y le dio un manoton a la perilla de la luz. Salio de la habitación y volvió a entrar con otra botella, esta vez de vino blanco.
- Me gusta mas el tinto – dijo, sentandose en la cama como un buda – pero que le voy a hacer.
A la mitad de la segunda botella, ya la veia a Mara como a travez de una cortina de niebla. Recostado como estaba contra la pared, mi vista se centraba en un punto fijo del parquet, el cual oscilaba peligrosamente. Yo estaba tomando deliberadamente mas que ella, y para cuando llegamos a la tercera botella (creo que era nuevamente tinto) ya estaba completamente borracho. Sentía un profundo asco, fisiológico, contra el vino tinto, pero eso no me había impedido vaciar un vaso tras otro. Estaba en una especie de espejismo, en una especie de sueño que amenazaba, a cada instante, con volverse pesadilla. El vértigo me poseía desde varios ángulos, y hacia rato no prestaba ninguna atención a la conversación. Todo sonido era un mero ruido, simples unidades fonéticas, no sabia lo que decía y sin embargo todo parecía desarrollarse como en una película americana. Mara reía continuamente y la conversación parecía ser muy animada. Yo respondía y escuchaba sin el menor interes, dedicándome a mirarle el pelo y la boca, las tetas levemente ocultas por el amplio camisón, los muslos, tensos dentro de la apretada calza. Con el vino subido a la cabeza, sentía algo como una negra serpiente estrangulándome el cuello, lenta y suavemente, y entonces supe que iba a vomitar. La nausea crecía como agua subiendo de un pozo, y entonces, de un solo movimiento, me senté (mas bien me deje caer) junto a Mara.
- Tengo un poco de frio – dije estupidamente, y le pase un brazo por la cintura. Con una mirada que desnudaba sorpresa, mara echo la cabeza hacia atrás y, desde lo profundo de su pelo enmarañado, me escudriño los ojos.
- No hace frío. Vos lo que tenes es sueño – dijo, y terminantemente agrego – Hora de dormir.
- Mara – Dije
- Pero mira vos ché, que vergüenza, ya estas en curda – dijo, y pasándome un brazo por encima de la cabeza hizo el intento de levantarme. Como yo aun la tenia asida por la cintura, lo logro sin ningún esfuerzo.
- Me voy a dormir – dije – pero en esta cama.
Mara no dijo nada, no hizo nada. No me miraba.
- Con vos – agregue. Sosteniéndola por la barbilla, gire su cabeza hasta tenerla de frente, y entonces intente besarla. Mara bajo la cabeza, y con una sencilla sacudida se soltó de mi brazo, que por lo demás no hacia fuerza alguna. Todo había ocurrido estúpidamente, con una terrible sensación de comedia, de irrealidad, como un juego. No había habido Goethe ni Edgar Poe, nada épico, todo mecánicamente, como forzado. ¿era acaso mi culpa? ¿era de Mara? Sintiéndome de pronto increíblemente estupido, me deslice contra la pared, dejándome caer lentamente, y solté una risa extraña. Mara me sujeto entonces nuevamente por los hombros, y me dijo algo que no comprendí, pero que significaba que ya era tarde, y que ella tenia que trabajar al otro día, y por lo tanto debía irse a dormir y yo a mi cuarto. No sonaba ni enojada ni indiferente, normal. Nuevamente la sentí como una tía o una profesora amonestando a un chico irresponsable. Sentí una oleada de gusto y olor a vino tinto, y con ella un una fuerte acidez, principio de arcada. El cuadro entero se desenfoco, y entonces, presa de mi estupidez o de una extraña furia, corrí hasta el baño. Apenas llegué a sostenerme del inodoro cuando vomite.
Había tenido el buen tino de cerrar el cerrojo de la puerta (que milagrosamente tenia traba desde dentro), con lo cual estaba seguro que Mara no me vería retorciéndome y expulsando, como una enorme manguera a chorro, todo el vino que había tomado, junto con algunos jugos gástricos y la hamburguesa de esa tarde. Cuando me sentí mejor, vi que el baño se hallaba convertido en un malestrom de vino y pedazos de carne a medio descomponer. De cualquier modo, era maravilloso sentir todo ese aire en el estomago, esa sensación de liviandad. Al cabo de un rato, la oí golpeando levemente la puerta. Quería saber si yo estaba bien, y me repetía que la dejase entrar para ver como estaba. Yo me sabia obstinado en mi estado normal, pero ahora conocía que ebrio era deliberadamente un estupido. Sentía cierto rencor contra Mara. Rencor por su anterior desden, rencor por su facilidad para la vida, rencor por su inusitada belleza, rencor por mi estupidez para malinterpretar todo, por la distancia que yo había sabido, nos distanciaba y nos distanciaría siempre
- Puta, perra de campo – Murmure para mi. Le dije a los gritos que todavía era muy temprano, que era una aburrida y una amargada, y que yo no iba a irme a dormir de ningún modo. No tenia ganas de irme, de volver a la casa de mis tíos, de regresar nuevamente a ese ciclo de cosas absurdas y sin sentido. Mi resistencia, mi rebeldía consistía en no salir de ese baño. Dormiría allí, perra, dormiría allí si fuese necesario. Desde el otro lado de la puerta, Mara decía algo, decía cosas. El sentido de sus palabras era incomprensible, furioso, desarticulado. Finalmente, creí comprender (pero aquí yo ya estaba echado contra la pared, con el antebrazo aun apoyado en el inodoro, deslizándome hacia la inconciencia) por el tono de su voz que se iría a dormir de todos modos, y que esperaba (seguramente) que yo dejara de ser un estupido insoportable y saliese del baño durante la noche. Nuevamente la preceptora, la madre indulgente. Antes de dormirme en mi propio vomito, recuerdo que la sentí odiarla.
Tuve un extraño y tétrico sueño. Transcurría en la quinta de mis tíos, en el estado en que estaba en mis primeros recuerdos la infancia. No había cielo, sino que a una gran altura se alzaba una enorme bóveda gris, llena de láminas de cerámica blanca. Todo estaba iluminado como por una luz de neon violácea, que parecía de surgir de ningún sitio y de todos al mismo tiempo. La Quinta era desmesuradamente  grande, yo presumía que infinita. No se veían sus límites más que en un horizonte lejano. En la cercanía se erigían todo tipo de plantes y árboles de aspecto hierático. Tenían el aspecto de antiguos tótems, y se me ocurrió que eso eran precisamente: Deidades crueles y antiquísimas que reclamaban sacrificios. Mara estaba también en el sueño. Y no una, sino todas las Maras que había conocido a lo largo de mi vida, todas las diferentes versiones que yo había registrado cada verano: desde la párvula de diez años hasta la Mara de la noche anterior, sensual y despreocupada. Era imposible hablar con ellas, era imposible alcanzarlas. Todas corrían por entre los árboles y las piedras, corrían, saltaban y se reían. Ninguna respondía a mis llamados. Parecían no tener lenguaje. Algunas tenían la ropa que les correspondía a mi recuerdo, otras ropas extrañas o ridículas, otras (la ultima Mara, por ejemplo) estaban desnudas. Yo no podía moverme o, lo que es peor, me movía con extrema lentitud y dificultad. Mi cuerpo se sentía pesado, como si estuviese constantemente acalambrado o encadenado por cadenas invisibles. Me era imposible correr o saltar, y solo podía caminar pesadamente, agitándome sin razón. Esto contrastaba con la hermosa movilidad y agilidad de las Maras, que corrían, brincaban, se tomaban de las manos o se columpiaban entre los árboles. En un momento, todas parecieron rodearme. Sonrientes y hermosas, se veía en sus ojos el brillo de la locura. De repente había algo maligno en todas ellas, de repente eran como hilos de una estructura: Estaban confabuladas. Como sirenas o como enormes arañas, sus movimientos estaban sincronizados en un maligno ballet espiralado que me iba cercando, cada vez mas cerca, mas cerca. Maras de todas las edades, con el pelo suelto o atado, se acercaban con una lentitud felina, con movimientos que tenían algo de reptar, algo de estar agazapado. Tuve la certeza de que iba a ser despedazado por una parva de cuervos o un enjambre de furiosas pirañas, y sentí autentico terror. El círculo ya casi se cerraba sobre mí, y casi podía rozar a una de las Maras, cuando el movimiento de contracción se invirtió sin ninguna razón. Ahora la espiral era expansiva, y todas las Maras se alejaban deliberadamente de mí, corriendo y saltando. Gritaban desaforadamente en un coro salvaje y desquiciado. Sentí entonces un horrible y ululante chirrido eléctrico, y tuve una serie de imágenes y cuadros y oí algo como una voz desarticulada y deforme (pero era no obstante una voz de mujer), y escuche luego estampidos o algo que era como tierra rompiéndose. Recuerdo luego estar en la cima de una loma, en el comienzo de una colina, desde donde podía ver la quinta de mis tíos. Todo el pasto del terreno estaba quemado, como si hubiese ocurrido un incendio. Había un repugnante olor agrio, como a coliflores o a sopa de repollo. Bajando por la colina, hacia donde yo estaba, se acercaba un hombre. Al tenerlo mas cerca, pude ver que era solo un muchacho de unos dieciséis años. Iba vestido a la antigua, con un traje extraño pero de algún modo clásico. Curiosamente, lo veía monocromáticamente, es decir, como si mirase una foto antigua. No había en el un solo color. Mientras se acercaba, tuve la certeza de que sus ojos eran del mas calcinante azul, y había en el algo que me recordaba a un fuego sin oxigeno, a brasas recalcitradas. Cuando lo tuve en frente, lo reconocí: Era Arthur Rimbaud.
- OH, no esperaba a nadie – dije estúpidamente. Arthur no pronuncio palabra. Su mirada era terrible. Por alguna razón, pensé que en cualquier momento esbozaría una sonrisa, pero por el contrario permanecía serio, y su mirada era terrible. Simplemente seguía ahí, de pie, observándome como desde una altura inconmensurable, despreciativamente. Tenia algo de animal, sin dudas era desafiante.
- En todo caso – dije – creo que espero a alguien más. Al señor Poe, por ejemplo. Comprendo que no me entienda, Arthur, pero es que no se Frances – Entonces Rimbaud sonrío, pero no, porque mas bien había esbozado una mueca, una mueca que se asemejaba a una sonrisa como un buitre a una paloma. Levanto entonces una botella de ajenjo, y brindando con una entidad invisible, le dio un trago largo, de varios segundos. Yo iba a decir algo mas, pero Rimbaud me interrumpió, furioso.
- Assez!, voici la punition, En Marche![1] – trono con voz de relámpago. Supe entonces que tenía que ponerme a caminar. Supe entonces que el excelso poeta había venido a mostrarme el camino, el final o la solución.
- Arthur – dije mientras caminaba - ¿ha estado usted con alguna de las Maras?
- ne – respondio – le orgie et la camaraderie des femmes m’ ataient interdices. Maitenant, plus de mots[2] -. Seguimos caminando por un buen trecho. Yo quería decir algo, preguntar algo, pero a la vez tenia miedo de hacerlo ante ese terrible ser, sin dudas enviado de alguna potencia. Caminamos hasta lo que debió ser la quinta de mis tíos, pero que ahora no era mas que un conjunto de ranchos de madera, semipodridos.
- C’est le tombeau – Dijo Rimbaud – je m en vais aux vers.[3] – Entonces todo comenzo, despaciosamente, chispeando primero, a incendiarse. La madera ardia primero trabajosamente, luego con furia. Me di vuelta y observe la colina, y los bosques: Todo ardía. A lo lejos, por todos lados, se escuchaban los chillidos de las Maras. Observando los alrededores con pasmosa indiferencia, Rimbaud fumaba opio en una extraña pipa de hueso. Supe lo que quería decir su mirada: Yo también debía mirar. Observando los alrededores, vi a varias de las Maras, corriendo y saltando, escapando del fuego que todo lo devoraba. Algunas habían sido ya alcanzadas, y ardían inmóviles en el suelo, negras como el carbón.
El fuego había consumido todo, se había cerrado en un círculo de altas paredes llameantes. En breve nos alcanzaría. Al mirar a Rimbaud, vi que lo que había sido un hombre era ahora, dentro del traje, una calavera con su esqueleto entero e intacto, reluciente. El cráneo giro en mi dirección, y desde las cuencas huecas, donde algún día estuvieron sus ojos, sentí que me miraba.
- Voici le temps des assasins [4] - dijo el cráneo de Rimbaud, y entonces el fuego nos abrazo.
Desperté dando un salto y golpeándome la cintura con la pileta del baño, dolorosamente de mármol. Estaba bañado en sudor y tenia unas enormes ganas de vomitar. Me incline sobre el inodoro nuevamente y con furia hice arcadas. Lamentablemente, no tenia en el estomago nada mas para vomitar. Recordé entonces, como en cuadros o piezas que se van ensamblando, el ruinoso desenlace de la noche anterior. No tenía mas sentido seguir encerrado en el baño, así que me dispuse a salir. Me dolía la cabeza, quería excusarme de algún modo con Mara y largarme de allí. Fui hasta su pieza y la encontre vacia. Tambien lo estaban los cuartos y la cocina. En resumen: Se habia ido y yo estaba solo. Las imágenes del sueño comenzaron a volver a mi conciencia. Confundido y pensando, volvi como sonámbulo al cuarto de Mara. Entonces repare en la nota. Era una hoja de cuaderno, estaba sobre su cama. Decia:
“Limpia el baño cuando salgas. El olor se siente de acá. Sos un nene, un chiquilín, mira que encerrarte así. No se que te creíste anoche, pero yo no soy como las de Buenos Aires. Cuando salgas deja abierto, no importa. “
 Así que si, había sido un estúpido. Pero, ¿no me había invitado ella ahí, a esa casa, sola? ¿no había cambiado el mate por el vino? No, no había sido entonces tan estúpido. Y ahora – pensé, a la vez que comenzaba a sentirme inexplicablemente furioso – ahora estaba todo arruinado, todo arruinado, arruinado arruinado arruinado, todo. Había quedado en ridículo, Rimbaud, en ridículo y todo perdido, victima de una broma cósmica. ¿Era justo, acaso? ¿Era justo que Mara se hubiese ido? ¿Qué anduviera nuevamente libre y corriendo, siempre indiferente, siempre ajena, siempre liebre? ¿Era imposible que hubiera jugado conmigo, que se halla divertido a costa mía? Solo entonces me pareció notar toda una serie de expresiones irónicas en sus palabras, en sus gestos, como un indicio de risa burlona en todo lo que había sucedido. Mire el hermoso piso de madera, un parquet hermoso pero antiguo. Ahora que ella no estaba, ese piso era sin dudas lo más lindo de su habitación. Entonces Rimbaud, desde el fondo, volvió a mi mente como una llama, como un fogonazo.
- vient le temps d'assassins – repetí para mis adentros. Tuve un instante de lucidez, y entonces comprendí lo que haría, lo que debia hacer. Fui hacia la cocina. Mara había sacado el vino de la cocina. Después de una corta búsqueda, tuve listo el inventario: Dos botellas de vino blanco debajo del fregadero, una damajuana de algo indefinible en el mueble. Lleve primero las dos botellas al cuarto, y las derrame enteras sobre el piso. La damajuana fue a estrellarse directamente contra la pared que sostenía el cabezal de la cama. Volví a la cocina y me serví un vaso de agua. Hacia una linda mañana de sol, sin mucho viento. Por unos instantes, la nausea cedió agradablemente. Me levante y camine por el pasillo, llegando hasta el filo de la puerta. Prendí entonces el encendedor, y lo arroje, sonriente, al centro del cuarto. Entonces Salí caminando. Siguiendo las instrucciones de Mara, deje abierto al salir. No hacia falta vigilar el incendio. Felizmente, el parquet ardía con furia.



[1]  “Basta. He aquí el castigo. ¡En Marcha!”
[2] “No. La orgia y la camaradería de las mujeres me estaba prohibida. Ahora, basta de palabras.”
[3] “Esta es la tumba. Voy hacia los  gusanos.”
[4] “He aquí el tiempo de los asesinos”