“I once had a
girl,or should i say, she once had me.” The Beatles
“With a heart full of grief, yet
reluctantly, and oppressed with awe, I made my way to the bed-chamber of the
departed.” Edgar Poe
La noche era calurosa. La ropa y el pelo
se pegaban a los cuerpos y las cosas relucían con una humedad que le daba al
mundo un aspecto como de lumbre o de luciérnaga. Por la tarde había llovido, y
la luz de la luna tintineaba en la tierra negra, en el pasto y en las aureolas
de los pocos faroles que hace poco la municipalidad había instalado. Había ido,
como todos los años, a pasar unos días a la quinta que mis tíos tenían en Santa
Clara. La quinta, unos doscientos metros cuadrados de tierra, era siempre la
misma. Año tras año me encontraba con el sempiterno eucalipto, con los mismos
naranjos y limoneros, con la misma huertita de plantas de tomate y morrón, con
la menta, la ruda y las amapolas creciendo contra el muro del fondo.
Ese día había ido, como todos los
demás, a la playa desde temprano. Había llegado hacia ya algunos días, y mis
tíos me habían recibido con la misma parsimonia, con el mismo budismo atemporal
de siempre. Año tras año me sorprendida este extraño par, que estando tan
cerca del caos que es Buenos Aires podían no obstante vivir como al margen de
los acontecimientos y de los días. Parecía que sus años no pasaban con la
aburrida fugacidad o con la paranoica precisión con los que pasaban para un
habitante de la capital como yo, siempre desquiciado bajo la tiranía del reloj
y siempre pendiente del calendario.
Consciente de esto y deseoso de salir
lo antes posible del estado de paranoia en el que normalmente vivo, y al tanto
también lo infructuoso que resultaba siempre todo intento de conversación (es
decir, de verdadera conversación) con esa pareja de ancianos amables pero
suspendidos en el aire de la intemporalidad (estaba seguro que mi tía vivía
todavía en los tiempos de Monzón o de Lola Mora) mi idea era misma de siempre:
una vez dejados los bolsos, ordenado el cuarto y tomado los correspondientes
mates con intercambio de saludos y anécdotas superfluas por ambos lados, poner
mi mejor cada de tarado e irme para la playa o para el centro, a caminar los
caminos ya sabidos pero siempre nuevos, que concluían siempre en el encuentro con
algún conocido o con algún grupo de turistas con el cual aturdirme hasta la
madrugada en algún bar.
Los días no habían sido muy buenos
desde mi llegada. Cuando tome el tren de salida en Buenos Aires, el clima era
un infierno insoportablemente caluroso, pero a medida que el tren se iba
acercando a la costa atlántica, el cielo fue llenando de pesadas nubes de
tormenta. El primer día (llegue a eso de las tres de la tarde) se mantuvo, si
bien algo aliviado por los vientos siempre activos de la costa, un ambiente
pesado y algo irrespirable, como si la ciudad y el oscuro humor que venía
arrastrando desde Constitución me hubieran perseguido a través de los
kilómetros; Pero a partir el segundo día el temporal había (felizmente)
estallado, seguro aunque ambivalente, y así se mantenía hasta entonces la cosa:
días que alternaban un hermoso sol con rápidos y fríos chaparrones con su
correspondiente viento huracanado. En fin, nada que no haya vivido cualquiera
que sea tan estúpido de irse a las playas porteñas en Febrero. A mí este clima
me era particularmente agradable. Siempre me ha gustado la lluvia, y además lo
imprevisible del clima revela siempre la patética y rutinaria organización de
la mayoría de las personas, incapaces de adaptarse a los caprichos del azar, como
también las imperfecciones de las ciudades, tan propensas a derrumbarse,
incendiarse o inundarse ante algún cambio significativo de la madre naturaleza.
Pero, volviendo al asunto de mis tíos y
de la quinta, es necesario decir que yo no tenia, a pesar de mi interés por la
naturaleza y la botánica, especial afición por su quinta o por Santa Clara, y
tampoco siquiera por cualquiera de las ciudades de la costa. Pasar los veranos
en Santa Clara había sido siempre un capricho de mis padres, sospecho que como
un intento de sacarme un poco de la casa y del hermético encierro en el que yo
me abovedaba el resto del año. Para mí, esta pequeña escapada al mar y a esa
linda parcela con tierra no tenían el menor significado, y un poco en secreto
me reía de la desesperación de mis padres y de sus intentos por, como ellos
decían, sacarme un poco a la luz. Desde mi temprana niñez yo había vivido con
las personas y las cosas como quien lo ve todo a través de un vidrio. Un vidrio
sucio y como con tierra, que apenas deja observar a través un verdadero gesto o
un verdadero brillo. Todos los colores y todas las elecciones, que a los seres
normales se le presentaban con la frescura de la novedad o con el brillo de lo
inexplorado, se me habían antojado a mi teñidas siempre de la más
aburrida indiferencia. Personalmente, nunca me había preocupado por mi
modo de ser. Tomaba mi indiferencia hacia el mundo como un estado natural de
las cosas y, como quien no conoce nada diferente, dejaba pasar los días, las
personas y las cosas con una apaciguada dejadez, indiferente al tiempo o a las
tan aclamadas “oportunidades”. El carácter de un hombre es una cosa curiosa:
uno no puede conocer a alguien sino por sus actos, y nadie actúa sino cuando
esta obligado a actuar. Esto, que es valido para todos los hombres sin
excepción, era especialmente valido para mi mismo. La diferencia entre lo que
somos y pensamos ser es siempre enorme, especialmente en los primeros
años de la vida. Ahora se que si no fuese por ella, yo seguiría como en ese
entonces, viendo el mundo a través de un vidrio sucio.
Ahora, mientras caminaba como un
sonámbulo por esa noche repleta de grillos, mosquitos, sapos y todo el resto
del ejercito bichos nocturnos, me parecía como si siempre la hubiese
visto ahí, en la quinta, buscando bichos bolita bajo las losas del caminito de
entrada, o entre los naranjos, o agachada junto a las amapolas. Pero no,
porque no siempre había estado ahí. Todo había comenzado casualmente, del mismo
modo en que comienzan todas las cosas, tanto las insignificantes como las que
nos quitan el sueño. La primera vez que la había visto no estaba buscando ni
bichos n flores ni frutas, sino que estaba (recuerdo que la vi de espaldas)
hamacándose en el eucalipto. El viejo eucalipto, que aun se sostiene sobre sus
raíces, era en esa época una fortaleza inexpugnable para mis piernas cortas y
casi fofas (nunca he tenido muy buena complexión física así como tampoco
afición por los deportes), pero no era así para las ágiles y fuertes piernas de
Mara, que podían trepar con increíble facilidad, como un grillo o como las
lagartijas que cazaba, sobre cualquier árbol o roca. Había aparecido un
día cualquiera, sin previo aviso, hacia ya varios veranos. El tío me la había
presentado con un poco de sorna. – Ella es Mara, una vecina. Siempre nos da una
mano con el tema de la huerta. A ella le gusta andar por acá, haciendo esto o
aquello, así que llévate bien. Y listo. Así había sido la introducción entre
nosotros. Algo ridículo, tan ridículo y banal como quien presenta a un perro
con un gato, a un insecto con un mazo de cartas. Tal era la diferencia que
había conmigo y aquel ser extraño de pelo enrulado y castaño como los troncos
de los árboles.
En cierto modo, no hubo presentación en
absoluto o, más precisamente, Mara no dio noticias de haberme registrado dentro
de su extraño universo. Ella vivía en la tierra de las risas y del sol,
de la actividad propia de los chicos que entonces éramos pero que yo en
realidad no era ni había sido ni seria nunca. Yo no podía acceder más que
falsamente a sus decisiones siempre precipitadas, siempre impulsadas por el
instinto. Búsquedas, excursiones a la playa, pequeños campamentos en la propia
quinta e incluso la tentativa de pasar una noche en el bosque (era increíble
hasta donde llegaba la permisividad de mis tíos, prácticamente mi infancia en
Santa Clara era la libertad absoluta, lo cual hubiese sido el sueño de
cualquier chico, como seguramente era en esa época el sueño de Mara, pero no
era gran cosa para un ser solitario, apático y contemplativo como yo), nada era
suficientemente temerario o grave para ella.
En aquella época, tiempo nebuloso en el
que la niñez comienza a cristalizarse en la primera conciencia de uno mismo, en
el egocentrismo ridículo y precoz, Mara entraba y salía de la quinta con una
despreocupación absoluta. Para mi no existía su casa o su familia, personas
extrañas y tal vez inexistentes, a las que nunca mencionaba. De hecho, tuve
momentos angustiosos en los que me torturaba la idea de que Mara no fuese real,
de que su belleza y su indiferencia ante todo lo que no fuese explorar, correr
y saltar fuesen solo una alucinación mía, una maravillosa creación que me
colocaba entonces entre los neuróticos y los esquizofrénicos. Y ahora, aunque
sé no soy parte de esa elite de dementes y alucinantes, se también que muchas,
muchísimas cosas que siempre creí propias de Mara no eran, lo sé ahora, más que
puros fantasmas de mi autoría.
Nunca supe o quise saber a ciencia
cierta que hacia Mara el resto del año. Ella no existía para mi fuera del
verano, fuera de la quinta. Hasta el día de hoy me maravillo de esa hermosa
capacidad infantil para asociar las cosas como en cajitas, aislando
poderosamente lo hermoso de lo horrible, lo divertido de lo tedioso, lo normal
de lo maravilloso. Durante los largos días de verano (solo hermosos por ella,
tan hermosa) que yo pasaba cada allá cada año, Mara se dedicaba prácticamente a
lo mismo. Nuestra relación, que podía catalogarse como la extraña y casual
amistad de dos chicos que se ven seguido algunos días al año, siempre en una
situación de total libertad. Pese a que la quinta era efectivamente de mi tío,
y entonces de cierto modo también mía, siempre sentía, al llegar desde Buenos
Aires, que estaba irrumpiendo en su orden. Eso mismo: irrumpir. De algún
modo extraño, yo era el intruso. Tal vez era porque yo solo iba a la quinta
unos pocos días al año, cuando ella parecía estar ahí desde siempre, todo
el año, o al menos todo el verano. El universo de la quinta, de los árboles,
del silencio y de la playa lejana con el mar inmenso era para mi, comparada con
la claustrofóbica y gris vida de ciudad, una maravilla. Para Mara, en cambio,
era la realidad cotidiana, y se movía en esta realidad como un pez en el agua,
Siempre ninfa, siempre alegre. Era hermana de las plantas y de las hormigas.
Conocía los escondrijos de los insectos, el nombre de cada gato y la forma de
cada nube. De hecho, nunca hubo entre nosotros una verdadera amistad, sino más
bien una relación triangular, en la que la quinta y el verano formaban el
tercer punto, el puente imaginario. No había Verano sin quinta y no había
quinta sin Mara. Acaso tampoco hubiese habido Mara, con todo lo que ese vocablo
significaba, sin mi. Ella venia implícita en mi cosmovisión, trenzada en ella
tanto como venían el mar y las tardes largas.
Sin embargo, pese a toda su alegría y
energía, había algo de hermético en su forma de mirar, en sus palabras. Muchas
veces pensé que era rara. En todos esos años de infancia, siempre la vi sola.
Nombraba, cada tanto, a alguna amiga. Nombres y caras desconocidas que eran
evocados casualmente en alguna charla, como se nombra una calle o un árbol
particular. Yo mismo no era otra cosa que un ocasional compañero de juegos.
Nuestra amistad, si es que podía llamarse así, no era otra cosa más que una
actividad surgida de una coincidencia espaciotemporal. Un poco al modo de Adan
y Eva, habíamos sido puestos en un gran jardín en el que no teníamos
absolutamente nada que hacer. Éramos sencillamente compañeros de hastió. Ella
atravesaba esos veranos como sospecho que atravesaría el resto del año, como
atravesaría tal vez toda su vida: viviendo el instante. Todos sus planes, todas
sus ocurrencias, eran siempre en el instante y para el momento siguiente. Le
aburría toda idea que tuviese que realizarse mañana, todo lo que tuviera que
esperar. Era refractaria a toda planificación.
Por esto puedo decir que, con toda
certeza, nunca signifique nada para ella: nada más que el sobrinito de don
Cosme y doña María, que tan buenos eran dejándola husmear entre las lilas y las
violetas, saltar entre las piedras y los canteros, dejándola dormirse bajo la
sombra del eucalipto o revolver todos los yuyos en búsqueda de escarabajos y
caracoles. Ahora pienso que, quizás, Mara ocupase un poco, en su vitalidad y belleza,
la figura de la hija que mis tíos nunca tuvieron. Y yo, mas retraído, mas
investigador, más sombrío e inquisidor (siempre clasificando hojas, realizando
herbarios, siempre con la nariz metida en algún libro) era un poco el hijo que
tampoco, gracias a la sequedad de mi tía, tuvieron ni tendrían nunca. Tal vez
así y solo así era posible explicar la infinita paciencia y benevolencia que
tenían para con nosotros que, como todo chico y luego todo adolescente,
teníamos una tendencia irrefrenable al caos y al desorden.
Era difícil creer que a esa edad una
chica no realizara otra cosa que andar sola por entre los árboles. Aunque
precisamente ese era mi caso. Yo tampoco hacia otra cosa. Y yo también, estando
en Buenos Aires, andaba siempre prácticamente solo. Éramos ambos, entonces,
cada uno a su modo, bastante solitarios. Mi soledad era la del silencio, la
suya la de la risa. Todavía no me era dado comprender que cuando se habla de
tiempos, no existe un solo tiempo unitario y univalente para todos, sino que existen,
como mínimo, los tiempos. Cada naturaleza tiene algo así como un reloj
biológico, en donde la densidad de los segundos y los minutos se aglutina o se
expande de un modo particular y único, irrepetible en otro ser. Ahora sé que
Mara no me dedicaba todo su tiempo, sino que el suyo ocupaba todo el mío. Mi
error estaba, como el de mucha gente, en traducir los universos ajenos a mis
propias medidas.
A medida que transcurrían los años
(para mi, fragmentados en la realidad Quinta y en la realidad Buenos Aires,
para ella seguramente en la atemporalidad) se me fue haciendo obvia la verdad:
Nunca conseguiríamos entendernos realmente. A medida que crecía, veía que
mi propio ser se abría diametralmente de la naturaleza que, tal vez
predeciblemente, Mara estaba tomando. Mientras yo me volvía, tal vez producto
de mi vida entre las sombras de la ciudad, oscuro y retraído, Mara se tornaba
cada vez más fresca y luminosa, cada vez más risueña e impredecible. Así,
mientras yo comenzaba a descender hacia las bibliotecas y los idiomas, e
interesándome, junto con las naturalezas propias de la adolescencia, por los
problemas y las tartuferias de la cultura, su espíritu permanecía
increíblemente joven, todavía cercano a la hiedra y a los paseos nocturnos. En
la distancia, yo sentía ese alejamiento como algo triste pero imparable, como
el alejamiento de los continentes. Yo no tenía modo alguno, dada la distancia,
de alterar el curso de su naturaleza. Alterar la mía, por otro lado, hubiera
sido indeciblemente difícil.
Por supuesto, nunca nos dijimos nada de
esto, y yo creo que la diferencia existió, siempre, solo para mí. Mara seguía
sencillamente su vida normal y feliz. Para ella eran todas perfecciones de la
juventud, para ella la belleza arrebatadora de las flores, para ella los dones
de las gracias y los cantos de las musas. Y, pese a estos encantos, había algo
en ella que parecía enajenarla del resto, algo así como un inocente desprecio
por todo lo que trataba de envolverla, por las noticias y los recortes de
diarios, por las eventualidades, por todos esos pequeños carnavales que en el
día a día van estructurando al niño en adulto, al inocente en precavido y al
idealista en resentido. Había, en fin, toda una sensación de irrealidad a su
alrededor. Esto fue suficiente para estrenar mi juguete recientemente
adquirido: mi atención de investigador. Fue en esa época, la misma en que había
empezado con las aventuras de Watson y Holmes cuando empecé a observar a Mara
con un interés que era una rara mezcla de asombro y curiosidad. De cierto modo,
éramos o íbamos siendo como la luz y la sombra.
Mis investigaciones comenzaron,
entonces unos años después de conocerla. Estas investigaciones, que para la
vergüenza de Holmes resultaron ser mas de un carácter psicológico que
detectivesco, arrojaron resultados que se me habían antojado, quien sabe con
cuanta creación de mi parte, sorprendentes: Había algo que se mantenía en ella,
algo que todos los demás vamos perdiendo a medida que crecemos y vivimos y nos
instruimos. Cierta energía en reposo y lista a utilizar, cierta fuerza bruta.
Era como si la atención que todos usábamos para aprender y para constituirnos
en seres informados y al corriente, fuera usada por Mara para escudarse de ese
ritmo exógeno y ajeno a su esencia. Su fuerza, comprendí, radicaba en esto:
mientras todos nos esforzábamos en vivir al ritmo de los acontecimientos, Mara
no es esforzaba absolutamente en nada, y eso era lo mismo que forzarse, si
acaso esta palabra no fuera ridícula, a vivir la vida según su propio ritmo.
Platón tenía un nombre para quien no vive más que en sus ideas: Idiota.
Esta fue también la época en que en que
comenzó a dar la impresión de que Mara era mayor que yo. En efecto, mientras
que su crecimiento se plasmaba en un inquietante incremento de sus atribuciones
físicas, tanto en extensión como en perfección, mi crecimiento, no menos
notable para quien pudiese notarlo, parecía ocurrir exclusivamente en el plano
del espíritu. En efecto, a medida que crecía, mis sentidos internos me
despertaban una y mil inquietudes, uno y mil problemas. El mundo, que hasta ese
entonces había sido solamente un lugar a lo sumo curioso, se erigió de pronto
ante mí como un horroroso signo de interrogación. Fue entonces que comencé a
dejarla sola en sus paseos y en sus (ahora me parecían) estúpidas caminatas y
absurdas búsquedas del tesoro. La perfecta simpleza y la fácil felicidad de
Mara se me antojaron entonces como algo muy parecido a la banalidad.
A los 17, en Buenos Aires, comencé a
leer a los Malditos. Verlaine y Rimbaud primero, Mallarme y Marceline Desbordes
después, y entonces mi universo, dedicado hasta ese entonces a un positivismo
ridículamente quisquilloso y casi mojigato, se revoluciono con toda la
violencia propia de la primavera adolescente. No fue sin embargo hasta mi
(desafortunada, debo admitir, pues uno nunca debe meterse con estimulantes que
estén más allá de sus fuerzas) lectura de Edgar Poe, ese siniestro y
atormentado poeta de ultratumba, que comprendí que la curiosidad que hasta ese
entonces había sentido por Mara no era otra cosa que una violenta pasión, y que
el inocente juego de investigarla y observarla, como había hecho hasta entonces
en mi patética simulación de una amistad (siempre he sido incapaz de una
verdadera amistad, y más bien mis relaciones con la gente se reducían siempre
precisamente a una curiosidad investigativa, casi científica)se desenmascaraba
ahora como una feroz necesidad de merodearla, como un deseo de su piel y de su
risa, y entonces creí amarla como solo un adolescente que recién de descubre
puede amar a una muchacha que se sabe a años luz de distancia. Aun ahora, en
donde la noche esta tan oscura y tal vez llueva pronto, aun ahora no puedo
decir que ella lo hubiese sospechado. ¿Acaso no era yo un animal de zoológico,
un ser a medias, medio topo y ahora medio poeta? ¿Estaría acaso volviéndome
loco? Una inversión, una explosión tal no podían obedecer solo a una causa.
Lamentablemente, las causas habían dejado de importarme de la noche a la
mañana.
Todas mis necesidades de una musa
se volcaron en ella al modo de una radiante epifanía. Recuerdo ahora ese
invierno con particular ironía. Escribí varias cartas que jamás me atreví a
enviar (¿para qué? Era más que obvio que Mara no leía mas que lo necesario para
sobrevivir), intente retratos que fueron directamente al bote de la basura (mis
talentos pictóricos siempre resultaron ser poco menos que nulos) intente, en
verdaderos raptos delirantes, asombrosas epopeyas poéticas que, pienso ahora,
quedaran para siempre a medio terminar en un cajón. Leía una y otra vez las
torturas y los placeres de aquel lejano Werther, tan distante pero después de
todo hermano de mis sufrimientos y de mis alegrías. Leía también, sobre todo y
como ya dije, a Edgar Poe. Leía hasta el cansancio a su Annabel Lee, I was a
child and she was a child, In this kingdom by the sea,But we loved with a love
that was more than love,I and my Annabel Lee; porque mi Hermosa doncella estaba
también en un reino cerca del mar, esperándome siempre entre las flores y las
piedras, esperándome pero en realidad sin esperarme nunca, siempre ajena,
indiferente, tristemente libre y despreocupada de mis anhelos. Buenos Aires se
me antojaba más oscura, mas alta, mas gótica que nunca. Sus sombras eran como
nunca largas y tenebrosas, sus muros como nunca pétreos y fríos, sus habitantes
terriblemente impersonales y muertos. Los relatos de Poe me fascinaban,
ocupaban todos mis días y todas mis noches. Conocí por primera vez las grises
llanuras del centro a la noche, sus cientos de calles desiertas y laberínticas.
Sentía especial predisposición por las plazas y los parques, por las largas
caminatas, por el cementerio de la Recoleta. Iba a las tumbas a leer “Morella” y
“Ligeia”. Lo oscuro de los protagonistas, la mórbida belleza de las doncellas,
lo trágico y horripilante de la trama, me mostraban, si bien en un espejo
siniestro y anacrónico, mi propia historia. Pero era sobre todo en la lectura
de “Berenice” en donde veía plasmadas a un tiempo y con terrible potencia, toda
la perfección de la belleza y del horror, al tiempo que retrataba con
genialidad la situación en la que yo me hallaba. Yo era efectivamente Egeo,
Mara efectivamente Berenice. Había un abismo entre nosotros.
Ese mismo otoño, perdido de frio y bajo
los efectos de mis primeras incursiones con el alcohol, comprendí que mi amor
era inútil. Ella era como un animal, como un pájaro o, peor aún, como una
mujer. Para mi era lo mismo: un ser extraño que yo no podía entender y por eso
idealizaba, ayudándome de Mallarme y de Annabel Lee. Pero, lamentablemente, hay
siempre una gran diferencia entre comprender racionalmente una cosa y aceptarla
con el corazón. Sencillamente no podía aceptar esa oscura intuición que preveía
mi fracaso. Influenciado como estaba por el simbolismo, mis intuiciones se me
aparecían como una ridícula cobardía. El Romántico, El Poeta, Yo, debía
triunfar al final
El aire que no puede escapar de una
cámara, por más puro que sea, termina por enrarecerse. Del mismo modo sucede
con las pasiones: cuando no pueden florecer, se torsionan monstruosamente en la
forma de una obsesión, se tornan violentos remolinos que lo arrastran todo en
su fuerza centrípeta. He pasado estos años negándomelo a mí mismo, pero ahora
no tengo reparos en aceptarlo: estaba obsesionado con Mara. Era una sensación insoportable.
Toda la intranquilidad y tortura de esos días se acentuaban cuando pensaba en
la tranquilidad con la que Mara estaría pasando sus días, siempre lejana,
siempre ajena, regida por los ritmos naturales del sol, la luna y las siestas,
feliz en su impenetrabilidad espiritual. ¿Era justo, acaso, que yo soportara
todo el peso mientras que ella vivía tan libre? Ya transcurría la primavera y
se aproximaba el verano.
Pensaba en todo esto y en otras cosas
mientras caminaba bordeando la costa. La noche era más bien abierta y
despejada, muy fresca. Por alguna razón, la playa estaba desierta. Me
había cuidado de salir a caminar todos los días desde mi llegada. Solo había
visto a Mara en una oportunidad. Fue la segunda tarde desde mi llegada. El cielo
amenazaba nublado con una tormenta inminente (que luego quedo solo en eso, en
amenaza) y yo había decidido no salir a caminar. Entonces apareció, preciosa
como siempre, con un paquete de yerba bajo el brazo: Venia a tomar mates con mi
tía. A mí siempre me había dado un poco de risa esa pachorrienta relación
campesina de los mates y los programas de televisión a media tarde. Mara tenía
ya casi 18 años, y había abandonado (¿pero desde cuándo?) bastante sus paseos
por el jardín. Tenía el pelo más largo, mas enrulado, igual de castaño. Los
ojos, la boca, la nariz, eran las mismas, pero toda ella había tomado volumen,
sus curvas se habían dibujado con gracia. Estaba radiante. ¿Acaso yo había
cambiado tanto? Me veía a mi mismo igual que siempre, como una polilla en perpetuo
estado de pupa, como una crisálida que solo experimentaba revoluciones
internos. Mara en cambio había metamorfoseado en un hermoso coleóptero pardo o
en una gran mariposa de hermosas curvas. Al mirarla, incluso presa de la
emoción que me generaba verla, sentí algo asi como una injusticia. Como era de
costumbre, no hablamos mucho, y al cabo de un rato me fui a caminar de todos
modos. No podía sufrir mucho tiempo, luego de mis lecturas, el hecho de no
tener un punto de contacto real con Mara. No obstante, me alcanzo ese rato para
enterarme de una novedad, una novedad que había creido del todo imposible: Mara
estaba trabajando. Efectivamente, entre mate y mate le conto a mi tia que le
estaba yendo de maravilla en el bar.
- ¿Hace cuanto que empezaste a trabajar?
– Le pregunte, algo receloso de que hubiera dado un salto tan grande.
- Estoy desde mitad de año – Dijo Mara.
- ¿estás de moza? – Pregunte con
malicia. Yo nunca había trabajado absolutamente de nada, y me irritaba que
Mara, que parecía siempre al margen del mundo, hubiera aterrizado de un modo
tal como para ponerse a trabajar.
- Encargada – Dijo Mara con
suficiencia. Debo de haberla mirado con una expresión incrédula, pues
agrego, como si yo necesitara una explicación – Arranque de Moza y me fue bastante
bien. Mucha propina, pero tenes que moverte un montón. La encargada anterior
era una estúpida, vivía nerviosa.
De modo que Mara trabajaba. De modo que
entonces no era tan lunática ni tan perdida como a mí me había parecido en
estos años. Pero entonces, ¿Qué otras cosas habían cambiado también en este
ultimo año? Mara parecía más desenvuelta. O mejor dicho, aplicaba esa simpleza
suya al mundo de carne y hueso; Este mundo, a que a mí se me había revelado
como un enorme y oscuro signo de interrogación, como una marisma de
contradicciones y problemas, era para ella muy simple y fácil. A cualquier otra
persona que obrara de ese modo, la hubiera considerado estúpida. Pero no era el
caso de Mara. No podía ser su caso.
- ¿Ya te vas? – Me había preguntado
cuando me levante.
- Si, tengo ganas de caminar-
había sido mi respuesta.
– En un rato yo también tengo que irme…
a trabajar – dijo luego de un silencio. El bar donde Mara trabajaba quedaba en
el centro, y yo iba a la playa. ¿era acaso una especie de invitación para irnos
juntos? Debí haber dicho que si, pero aun estaba afectado por lo de su trabajo.
- Gracias, pero me voy ahora.- “El muy
idiota”, pensé.
- Si no estoy muy cansada me
vengo un rato para acá a la noche – me respondió con indiferencia -. Dije “bueno”
y Salí por la puerta.
El sol se había ocultado ya hacia
algunas horas. Caminar con zapatillas sobre la arena era estúpido, forzado,
antinatural, justo para mí. Ir a la playa y no soportar la arena. Ir a la playa
precisamente porque no se soporta la arena. El mar esta diáfano y oscuro. El
mar de noche tiene siempre su verdadero color, su color primitivo, el color que
sin dudas debió tener cuando flotaba sobre el abismo, allá por el primer día de
la creación. Mara trabajaba en un bar, increíble. El bar se llamaba Stella. No
tan increíble como lo anterior. Cuando mire mi reloj, vi que eran las diez
menos cuarto. ¿A qué hora terminaría el turno de Mara?
Me
decidí entonces a esperarla a la salida del Stella. Esto, este estado, no podía
durar por siempre. Hacía falta cerrarlo, terminarlo, El Poeta debía triunfar o
morir, volverse Lancelot o Werther, pero algo; Algo distinto de
esto que ahora estaba dando vueltas en una playa desierta como había dado
vueltas por meses enteros en las calles aun mas desiertas. No sabía en donde
quedaba el Stella, pero no podía ser muy lejos de la zona céntrica, que era
donde estaban todos los bares. Como esta zona no era muy grande, pensé que lo
encontraría al cabo de dar un par de vueltas, y efectivamente así fue. El
Stella era un bar de pretendido estilo europeo, pero que más bien se asemejaba
a un bar de esquiadores en la montaña. Pensé que debería llamarse “Sweden” o
“Alaska”. Tenía las paredes exteriores revestidas de madera, vidrios oscuros,
techo de madera a dos aguas como una casa vikinga. Desde la vereda de enfrente
mire hacia el interior. El fondo era muy oscuro, lleno de luces azuladas y
amarillas. Había muchísima gente. Observe un buen rato: no podía verse
gran cosa. Había sin duda tres o cuatro mozas que se movían continuamente, y
también dos o tres personas en la barra, pero no podía discernir cual de todas
era Mara. Mitad para aparentar, mitad para matar el tiempo, encendí un
cigarrillo.
No
tuve que esperar mucho, pues a la media hora de estar esperando, vi salir a Mara.
Me sorprendió verla vestida como iba. Llevaba una musculosa blanca, bastante
simple y algo escotada, que dejaba un poco al descubierto las tetas y bastante
a la imaginación del espectador. Más raro era verla aun con una minifalda, de
jean y bastante rustica por cierto. En todos estos años, era la primera vez que
la veía con calzas. No obstante, lamente que no estuviera simplemente en
minifalda. Apenas la vi salir del bar, comencé a caminar hacia la
esquina. Tuve suerte de que otra chica la distrajera en la puerta para
decirle quien sabe que estupideces, pues de lo contrario tal vez me hubiese
visto mirándola como un idiota. Cruce la calle y volví a caminar hacia el bar,
dando la apariencia de venir caminando de algún otro lado. Nuevamente en mi
favor, Mara seguía hablando con la otra chica y me daba la espalda.
-
Buenas noches, noches buenas – salude, mostrándome lo mas casual posible. No
podía permitir que Mara pensase siquiera en la posibilidad de que la hubiese
estado esperando.
Mara
se dio vuelta y me vio. Para mi sorpresa, no expreso sorpresa alguna.
-
Ah, ¿Qué haces che? ¿Qué haces por acá?
-
Nada, estaba caminando. Ya estoy de vuelta – Mentí.
-
¿Así que Acá trabajas? Que coincidencia. – Agregue estúpida y tautológicamente.
-
Si. ¿no te había dicho? – Dijo Mara
-
Cierto. Stella.. Debería llamarse Alaska, por la pinta que tiene digo.
Esto es todo puro turista gringo, ¿no?
-
Si, hay un montón de esos – dijo Mara – pero no te creas que son todos. También
vienen de los otros, los de tu clase.
-
Yo no soy un turista nena – dije falsamente ofendido – Yo vengo acá todos los
años desde que tengo memoria.
-
Los nativos – dijo Mara acentuando dulcemente la palabra “nativos” – son los
que están acá todo el año, como yo. Los demás, los intruders, son turistas.
-
No. Los turistas son los que no conocen, los que vienen a conocer y no tienen
todavía ninguna filiación con el lugar. Yo vengo siempre, tengo familia acá.
Ponerle que no sea nativo, como vos decís, pero se me tiene que reconocer algo
intermedio. “Residente irregular”, por ejemplo – Argüí. Mara me miro como se
mira a un chico mitómano, de arriba abajo y con sorna. ¿Desde cuándo Mara podía
reírse de ese modo, desde cuando mirarme así? Aunque me gustaba su risa, sentí
en alguna parte remota de mí ser algo parecido al odio.
-
En fin – Dije – no te molesto más, nativa. Seguí trabajando.
-
¿no vez que acabo de salir? – dijo Mara entre risas.
-
Te invito a tomar algo entonces – Dije, molesto.
-
Gracias pero no. Estoy cansada. ¿Ya pensabas volverte?
-
si no queda otra – dije con hosquedad.
-
No seas malo ché – dijo Mara. – Tene en cuenta que ahora soy toda una
trabajadora, y me canso mucho mas estando 6 horas yendo y viniendo con una
bandeja que lo que me canso en dos semanas sin hacer nada.
Empezamos
a caminar hasta la parada del colectivo. Los colectivos de la costa tenían
siempre una frecuencia terrible de noche. Uno podía pasarse dos horas esperando
un coche. Yo odiaba las esperas burocráticas: salas de espera, colas y
colectivos que no vienen. Estaba de mal humor por haberla buscado, de mal humor
por sentirme estupido, de mal humor por haberla invitado a tomar algo así, tan
rústicamente, tan obvio y siempre tan estupido. El colectivo no venia y ninguno
de los dos decía una palabra. Yo encontraba todo posible tema a sacar como algo
forzado y fuera de lugar, como si alguien nos filmara y tuviéramos la
obligación de darle a la charla. De repente me di cuenta de lo que me
molestaba: No tenia idea de lo que ella pensaba. Parecía cansada y
despreocupada. Miraba hacia el mar, hacia a algún punto fijo en la distancia.
¿Pensaba en algo, calculaba algo? Tal vez no pensara en nada, tal vez fuese a
fin de cuentas una estupida. Pero no, porque lo mas seguro era que estuviese
pensando en unas tostadas con manteca, en un mate o un te, quizás en una ducha
y en la cama que la esperaba en su casa. De repente se vio venir al coche del
colectivo, rojo y destartalado, y Mara entonces estiro el brazo para frenarlo.
Subimos al colectivo y entonces claro, claro que era de vuelta mi realidad
dividida entre la espera y la concreción, entre la rutina y Oh mi adoradísima
Lottchen, cuando para Mara era sencillamente la realidad una y única, salir del
trabajo y tomar un colectivo, y lo mismo yo que cualquier otra persona que
esperara el colectivo con ella. La expectativa, la excepcionalidad de todo ese
momento estaba solo de mi lado, ocupando toda mi vereda pero nada más que mi
vereda. Me senté y le dedique toda mi atención a las calles desiertas que se
sucedían en la ventanilla. Sentía que en esa confrontación con la realidad, con
una realidad demasiado casual, con horarios de trabajo y Mara de minifalda,
había perdido algo. El orden mundano y sin sentido en el que yo vivía, en el
que yo siempre había vivido, se había trasladado también a la realidad quinta,
de la que Mara formaba parte. La mire de reojo. Estaba echada en el asiento,
con la mirada perdida hacia delante. El pelo le tapaba el ojo derecho, dándole
un aspecto desafiante a toda la cara. Ahí estaba. Volvi a sumergirme en la
ventanilla. Era un cobarde, lleno de lecturas y de problemas y de aburrimiento,
pero un cobarde al fin.
Che,
despertate que ya bajamos – dijo sorpresivamente Mara, rompiendo el silencio.
Logramos llegar a la puerta justo a tiempo.
-
Mira que sos tonto eh, quedarte dormido así. Si no estaba yo, terminabas en
Santa Teresita.
-
No estaba dormido, nada mas cerraba los ojos –
-
Venir de vacaciones con ese sueño no tiene gracia – Mara dixit.
-
¿y quien te dijo a vos que tengo sueño? Ahora cuando llego voy a poner a tomar
mates toda la noche solo para llevarte la contra.
-
¿Solo? Mejor veni a mi casa y me los cebas a mi – Dijo Mara
-
Pensé que la señorita trabajadora estaba muy cansada – dije con sorna.
-
Estoy, pero con esta noche tan fresca se me fueron las ganas de dormir. Además,
cuando me canse te podes volver solo.
Asentí
con la cabeza. No faltaban muchas cuadras para llegar. La casa de Mara, lugar
inexplorado hasta el momento. Hice un repaso mental. Casi en la esquina,
fachada solo con reboque grueso, reja en la puerta, una ventana siempre
acortinada. Llegamos, y efectivamente el frente era como lo recordaba. Mara dio
dos vueltas de llave y pasamos. Todo estaba en tinieblas, y yo recordé entonces
cuan oscuras son las noches en esas casas de campo comparadas con las casas de
ciudad, siempre iluminadas por el farol de la calle o por el Led de algún
aparato electrónico. En cambio, no podía verse absolutamente nada dentro. Empecé
a caminar hacia delante. No había dado 3 pasos cuando Mara me tomo por la
muñeca, y luego por la mano. Sin decir una palabra (supongo que si había
alguien mas en la casa, estaría durmiendo) me condujo por un pasillo que daba
al menos a tres cuartos. El pasillo desembocaba en una puerta, que supuse daría
también a un cuarto. Entramos por esa última puerta.
-
Espérame acá que traigo las cosas del mate – Dijo Mara, en un tono de voz que
me pareció muy alto para cuidar de no despertar a alguien mas – prende la luz –
Agrego antes de salir.
-
¿hay alguien mas acá? – Pregunte con el mismo tono de voz. No podían ver a Mara
en el pasillo, pero su voz me llego después de unos segundos. “No”.
Encendí
la luz y me quede parado, observando. Me había molestado el silencio y la
oscuridad. Daban la sensación de inmensidad, de espacio vacío, de
incertidumbre. Pensé en el pozo y el péndulo y, ¿Por qué había tardado ese
segundo en contestar? La habitación no estaba del todo mal. Cuadrada y de techo
bajo, era bastante chica, lo justo para que duerma una persona. Me recordó a
las piezas de pensionados que había visto en algunas películas. Las cosas se
colocaban en el espacio justo. Más bien parecía un lugar de paso en donde se
había improvisado, hace mucho tiempo, una habitación. La cama era vieja y
chica. Me acerque a los estantes y al armario. Los libros eran aleatorios, mas
apilados que otra cosa. Había en la cama una buena cantidad de almohadones.
Como no había sillas, tome uno y me senté en el piso, contra la pared opuesta a
la de la puerta. Al apoyar las manos en el suelo, note felizmente que era de
parquet. Era casi increíble que Mara
durmiese en una pieza como aquella. Pensé en ella, siempre al aire libre,
siempre tan propensa al movimiento, y comprendí entonces que nunca me hubiera
llevado a su casa.
-
Perdona la demora ché – Dijo Mara. En vez del equipo de mate, traía una botella
de vino tinto y dos vasos.
-
¿Qué paso con el mate? – le dije sonriendo.
-
Que se yo, te puedo decir que no hay yerba pero es mentira. Me encontré esto y
me pareció mejor. ¿no querías tomar algo vos?
-
Si, una mejora notable. Dame que la abro – le dije estirando el brazo. Mara me
paso la botella y luego el sacacorchos.
-
Espera que me voy a sacar esta ropa. Serví los vasos mientras
Mara
salio de la habitación y volvió a los dos minutos. Se había sacado la minifalda
y dejado las calzas, y había cambiado la sugerente musculosa escotada por una
camisola verde vieja y algo desecha, de mangas largas.
-
Que conjuntito ché – bromee.
-
Vos reite, pero no sabes lo cómoda que es – Dijo Mara a la vez que me sacaba de
la mano uno de los vasos. – Me imagino que vos allá dormís de camisa y zapatos.
-
Para nada. Yo duermo desnudo. – Mara vacío el vaso de un trago largo y se me
quedo viendo.
-
Pero yo no – Dijo – Yo uso cosas así para dormir desde que soy chica. Acá a la
noche siempre levanta viento y esta fresco. Desnuda amanecería resfriada, o al
menos cagada de frió.
-
Ah, regionalismos – dije yo. – Que manera de apurar el vaso la tuya eh. Veo que
tu trabajito te dio malos hábitos.
-
El trabajito, como vos decís, no me da nada mas que plata y dolor de pies. Los
hábitos se los agarra una sola, sin ayuda de nadie – Volvimos a llenar los
vasos.
-
Cambiaste mucho en este año – dije como al descuido.
-
¿Y que queres? No se puede vivir del aire, hay que mantener todo esto – Dijo
Mara, abriendo los brazos. - ¿vos no trabajas allá?
-
No, sigo estudiando por ahora. Además, no me gusta mucho la idea.
-
Que suerte la de algunos. – Dijo Mara, algo resentida. – No cambie, solo me di
cuenta de que tenia que hacer esto que hago, trabajar.
La
conversación se deslizaba por senderos ocasionales, y Mara era más divertida,
hablaba mucho mas que de costumbre. De repente tenia anécdotas, cosas para
referir, chistes con los cuales reírse. Yo hablaba poco o menos que siempre, me
sorprendía escucharla, a la vez que me amargaba la banalidad de la charla. Lo
que yo había leído, todos esos temas tan trágicos y elevados, tan interesantes,
no tenían cabida para ella, no habrían tenido un lugar por el cual acceder. Y
sin embargo, en esa noche, durante esa charla, descubrí que esa Mara real, de
carne y hueso, tan distinta de la imagen ideal que me había forjado, también me
gustaba. Mara prendió en algún momento la radio, una portátil vieja con
cassetera, por donde se escuchaba algo de música entre pitidos e interferencia.
-
Pero escuchame, ¿Cómo es que no hay nadie acá? – Pregunte. – No te puedo creer
que vivas sola.
-
Pero no, que pavo sos. Si sabes que vivo con mi vieja y mi tía. Hasta el año
pasado estaba mi hermana también, que ahora esta viviendo en Mendoza, pensé que
lo sabias eso.
-
¿y tu vieja y tu tía?
-
En Mar del Plata. Se fueron hace dos días, al casamiento de mi tío. Cada vez
que van aprovechan y se quedan unos días. Son insoportables igual, tenes que
estar agradecido que no estén. – Mara hizo entonces una pausa. Su cara reflejaba
algo como una espina en el pie. – Perdoname pero, ¿te molesta si apago la luz?
Tengo hecha pelota la vista, y esta lamparita de mierda me hace mas bien que
mal.
-
Por mi apagala. Total, para charlar y tomar vino no hace falta luz. Y por
cierto, estas fueron las últimas copas – Dije, mostrándole la botella vacía.
Mara se levanto y le dio un manoton a la perilla de la luz. Salio de la
habitación y volvió a entrar con otra botella, esta vez de vino blanco.
-
Me gusta mas el tinto – dijo, sentandose en la cama como un buda – pero que le
voy a hacer.
A
la mitad de la segunda botella, ya la veia a Mara como a travez de una cortina
de niebla. Recostado como estaba contra la pared, mi vista se centraba en un
punto fijo del parquet, el cual oscilaba peligrosamente. Yo estaba tomando
deliberadamente mas que ella, y para cuando llegamos a la tercera botella (creo
que era nuevamente tinto) ya estaba completamente borracho. Sentía un profundo
asco, fisiológico, contra el vino tinto, pero eso no me había impedido vaciar
un vaso tras otro. Estaba en una especie de espejismo, en una especie de sueño
que amenazaba, a cada instante, con volverse pesadilla. El vértigo me poseía
desde varios ángulos, y hacia rato no prestaba ninguna atención a la
conversación. Todo sonido era un mero ruido, simples unidades fonéticas, no
sabia lo que decía y sin embargo todo parecía desarrollarse como en una
película americana. Mara reía continuamente y la conversación parecía ser muy
animada. Yo respondía y escuchaba sin el menor interes, dedicándome a mirarle
el pelo y la boca, las tetas levemente ocultas por el amplio camisón, los
muslos, tensos dentro de la apretada calza. Con el vino subido a la cabeza,
sentía algo como una negra serpiente estrangulándome el cuello, lenta y
suavemente, y entonces supe que iba a vomitar. La nausea crecía como agua
subiendo de un pozo, y entonces, de un solo movimiento, me senté (mas bien me
deje caer) junto a Mara.
-
Tengo un poco de frio – dije estupidamente, y le pase un brazo por la cintura.
Con una mirada que desnudaba sorpresa, mara echo la cabeza hacia atrás y, desde
lo profundo de su pelo enmarañado, me escudriño los ojos.
-
No hace frío. Vos lo que tenes es sueño – dijo, y terminantemente agrego – Hora
de dormir.
-
Mara – Dije
-
Pero mira vos ché, que vergüenza, ya estas en curda – dijo, y pasándome un
brazo por encima de la cabeza hizo el intento de levantarme. Como yo aun la
tenia asida por la cintura, lo logro sin ningún esfuerzo.
-
Me voy a dormir – dije – pero en esta cama.
Mara
no dijo nada, no hizo nada. No me miraba.
-
Con vos – agregue. Sosteniéndola por la barbilla, gire su cabeza hasta tenerla
de frente, y entonces intente besarla. Mara bajo la cabeza, y con una sencilla
sacudida se soltó de mi brazo, que por lo demás no hacia fuerza alguna. Todo
había ocurrido estúpidamente, con una terrible sensación de comedia, de
irrealidad, como un juego. No había habido Goethe ni Edgar Poe, nada épico,
todo mecánicamente, como forzado. ¿era acaso mi culpa? ¿era de Mara? Sintiéndome
de pronto increíblemente estupido, me deslice contra la pared, dejándome caer
lentamente, y solté una risa extraña. Mara me sujeto entonces nuevamente por
los hombros, y me dijo algo que no comprendí, pero que significaba que ya era
tarde, y que ella tenia que trabajar al otro día, y por lo tanto debía irse a
dormir y yo a mi cuarto. No sonaba ni enojada ni indiferente, normal.
Nuevamente la sentí como una tía o una profesora amonestando a un chico
irresponsable. Sentí una oleada de gusto y olor a vino tinto, y con ella un una
fuerte acidez, principio de arcada. El cuadro entero se desenfoco, y entonces,
presa de mi estupidez o de una extraña furia, corrí hasta el baño. Apenas llegué
a sostenerme del inodoro cuando vomite.
Había
tenido el buen tino de cerrar el cerrojo de la puerta (que milagrosamente tenia
traba desde dentro), con lo cual estaba seguro que Mara no me vería retorciéndome
y expulsando, como una enorme manguera a chorro, todo el vino que había tomado,
junto con algunos jugos gástricos y la hamburguesa de esa tarde. Cuando me sentí
mejor, vi que el baño se hallaba convertido en un malestrom de vino y pedazos
de carne a medio descomponer. De cualquier modo, era maravilloso sentir todo
ese aire en el estomago, esa sensación de liviandad. Al cabo de un rato, la oí golpeando
levemente la puerta. Quería saber si yo estaba bien, y me repetía que la dejase
entrar para ver como estaba. Yo me sabia obstinado en mi estado normal, pero
ahora conocía que ebrio era deliberadamente un estupido. Sentía cierto rencor
contra Mara. Rencor por su anterior desden, rencor por su facilidad para la
vida, rencor por su inusitada belleza, rencor por mi estupidez para
malinterpretar todo, por la distancia que yo había sabido, nos distanciaba y
nos distanciaría siempre
-
Puta, perra de campo – Murmure para mi. Le dije a los gritos que todavía era
muy temprano, que era una aburrida y una amargada, y que yo no iba a irme a
dormir de ningún modo. No tenia ganas de irme, de volver a la casa de mis tíos,
de regresar nuevamente a ese ciclo de cosas absurdas y sin sentido. Mi
resistencia, mi rebeldía consistía en no salir de ese baño. Dormiría allí,
perra, dormiría allí si fuese necesario. Desde el otro lado de la puerta, Mara decía
algo, decía cosas. El sentido de sus palabras era incomprensible, furioso,
desarticulado. Finalmente, creí comprender (pero aquí yo ya estaba echado
contra la pared, con el antebrazo aun apoyado en el inodoro, deslizándome hacia
la inconciencia) por el tono de su voz que se iría a dormir de todos modos, y
que esperaba (seguramente) que yo dejara de ser un estupido insoportable y
saliese del baño durante la noche. Nuevamente la preceptora, la madre
indulgente. Antes de dormirme en mi propio vomito, recuerdo que la sentí
odiarla.
Tuve
un extraño y tétrico sueño. Transcurría en la quinta de mis tíos, en el estado
en que estaba en mis primeros recuerdos la infancia. No había cielo, sino que a
una gran altura se alzaba una enorme bóveda gris, llena de láminas de cerámica
blanca. Todo estaba iluminado como por una luz de neon violácea, que parecía de
surgir de ningún sitio y de todos al mismo tiempo. La Quinta era desmesuradamente
grande, yo presumía que infinita. No se veían
sus límites más que en un horizonte lejano. En la cercanía se erigían todo tipo
de plantes y árboles de aspecto hierático. Tenían el aspecto de antiguos
tótems, y se me ocurrió que eso eran precisamente: Deidades crueles y antiquísimas
que reclamaban sacrificios. Mara estaba también en el sueño. Y no una, sino
todas las Maras que había conocido a lo largo de mi vida, todas las diferentes
versiones que yo había registrado cada verano: desde la párvula de diez años
hasta la Mara de
la noche anterior, sensual y despreocupada. Era imposible hablar con ellas, era
imposible alcanzarlas. Todas corrían por entre los árboles y las piedras, corrían,
saltaban y se reían. Ninguna respondía a mis llamados. Parecían no tener
lenguaje. Algunas tenían la ropa que les correspondía a mi recuerdo, otras
ropas extrañas o ridículas, otras (la ultima Mara, por ejemplo) estaban desnudas.
Yo no podía moverme o, lo que es peor, me movía con extrema lentitud y
dificultad. Mi cuerpo se sentía pesado, como si estuviese constantemente
acalambrado o encadenado por cadenas invisibles. Me era imposible correr o
saltar, y solo podía caminar pesadamente, agitándome sin razón. Esto contrastaba
con la hermosa movilidad y agilidad de las Maras, que corrían, brincaban, se
tomaban de las manos o se columpiaban entre los árboles. En un momento, todas
parecieron rodearme. Sonrientes y hermosas, se veía en sus ojos el brillo de la
locura. De repente había algo maligno en todas ellas, de repente eran como
hilos de una estructura: Estaban confabuladas. Como sirenas o como enormes
arañas, sus movimientos estaban sincronizados en un maligno ballet espiralado que
me iba cercando, cada vez mas cerca, mas cerca. Maras de todas las edades, con
el pelo suelto o atado, se acercaban con una lentitud felina, con movimientos
que tenían algo de reptar, algo de estar agazapado. Tuve la certeza de que iba
a ser despedazado por una parva de cuervos o un enjambre de furiosas pirañas, y
sentí autentico terror. El círculo ya casi se cerraba sobre mí, y casi podía
rozar a una de las Maras, cuando el movimiento de contracción se invirtió sin
ninguna razón. Ahora la espiral era expansiva, y todas las Maras se alejaban
deliberadamente de mí, corriendo y saltando. Gritaban desaforadamente en un
coro salvaje y desquiciado. Sentí entonces un horrible y ululante chirrido eléctrico,
y tuve una serie de imágenes y cuadros y oí algo como una voz desarticulada y
deforme (pero era no obstante una voz de mujer), y escuche luego estampidos o
algo que era como tierra rompiéndose. Recuerdo luego estar en la cima de una
loma, en el comienzo de una colina, desde donde podía ver la quinta de mis tíos.
Todo el pasto del terreno estaba quemado, como si hubiese ocurrido un incendio.
Había un repugnante olor agrio, como a coliflores o a sopa de repollo. Bajando
por la colina, hacia donde yo estaba, se acercaba un hombre. Al tenerlo mas
cerca, pude ver que era solo un muchacho de unos dieciséis años. Iba vestido a
la antigua, con un traje extraño pero de algún modo clásico. Curiosamente, lo veía
monocromáticamente, es decir, como si mirase una foto antigua. No había en el
un solo color. Mientras se acercaba, tuve la certeza de que sus ojos eran del
mas calcinante azul, y había en el algo que me recordaba a un fuego sin
oxigeno, a brasas recalcitradas. Cuando lo tuve en frente, lo reconocí: Era
Arthur Rimbaud.
-
OH, no esperaba a nadie – dije estúpidamente. Arthur no pronuncio palabra. Su
mirada era terrible. Por alguna razón, pensé que en cualquier momento esbozaría
una sonrisa, pero por el contrario permanecía serio, y su mirada era terrible.
Simplemente seguía ahí, de pie, observándome como desde una altura
inconmensurable, despreciativamente. Tenia algo de animal, sin dudas era
desafiante.
-
En todo caso – dije – creo que espero a alguien más. Al señor Poe, por ejemplo.
Comprendo que no me entienda, Arthur, pero es que no se Frances – Entonces
Rimbaud sonrío, pero no, porque mas bien había esbozado una mueca, una mueca
que se asemejaba a una sonrisa como un buitre a una paloma. Levanto entonces
una botella de ajenjo, y brindando con una entidad invisible, le dio un trago
largo, de varios segundos. Yo iba a decir algo mas, pero Rimbaud me interrumpió,
furioso.
-
Assez!, voici la punition, En Marche! –
trono con voz de relámpago. Supe entonces que tenía que ponerme a caminar. Supe
entonces que el excelso poeta había venido a mostrarme el camino, el final o la
solución.
-
Arthur – dije mientras caminaba - ¿ha estado usted con alguna de las Maras?
-
ne – respondio – le orgie et la camaraderie des femmes m’ ataient interdices.
Maitenant, plus de mots -.
Seguimos caminando por un buen trecho. Yo quería decir algo, preguntar algo,
pero a la vez tenia miedo de hacerlo ante ese terrible ser, sin dudas enviado
de alguna potencia. Caminamos hasta lo que debió ser la quinta de mis tíos,
pero que ahora no era mas que un conjunto de ranchos de madera, semipodridos.
-
C’est le tombeau – Dijo Rimbaud – je m en vais aux vers. –
Entonces todo comenzo, despaciosamente, chispeando primero, a incendiarse. La
madera ardia primero trabajosamente, luego con furia. Me di vuelta y observe la
colina, y los bosques: Todo ardía. A lo lejos, por todos lados, se escuchaban
los chillidos de las Maras. Observando los alrededores con pasmosa
indiferencia, Rimbaud fumaba opio en una extraña pipa de hueso. Supe lo que quería
decir su mirada: Yo también debía mirar. Observando los alrededores, vi a
varias de las Maras, corriendo y saltando, escapando del fuego que todo lo
devoraba. Algunas habían sido ya alcanzadas, y ardían inmóviles en el suelo,
negras como el carbón.
El
fuego había consumido todo, se había cerrado en un círculo de altas paredes
llameantes. En breve nos alcanzaría. Al mirar a Rimbaud, vi que lo que había
sido un hombre era ahora, dentro del traje, una calavera con su esqueleto
entero e intacto, reluciente. El cráneo giro en mi dirección, y desde las
cuencas huecas, donde algún día estuvieron sus ojos, sentí que me miraba.
-
Voici le temps des assasins -
dijo el cráneo de Rimbaud, y entonces el fuego nos abrazo.
Desperté
dando un salto y golpeándome la cintura con la pileta del baño, dolorosamente
de mármol. Estaba bañado en sudor y tenia unas enormes ganas de vomitar. Me
incline sobre el inodoro nuevamente y con furia hice arcadas. Lamentablemente,
no tenia en el estomago nada mas para vomitar. Recordé entonces, como en
cuadros o piezas que se van ensamblando, el ruinoso desenlace de la noche
anterior. No tenía mas sentido seguir encerrado en el baño, así que me dispuse
a salir. Me dolía la cabeza, quería excusarme de algún modo con Mara y largarme
de allí. Fui hasta su pieza y la encontre vacia. Tambien lo estaban los cuartos
y la cocina. En resumen: Se habia ido y yo estaba solo. Las imágenes del sueño
comenzaron a volver a mi conciencia. Confundido y pensando, volvi como sonámbulo al cuarto de Mara. Entonces repare en la nota. Era una hoja de
cuaderno, estaba sobre su cama. Decia:
“Limpia
el baño cuando salgas. El olor se siente de acá. Sos un nene, un chiquilín,
mira que encerrarte así. No se que te creíste anoche, pero yo no soy como las
de Buenos Aires. Cuando salgas deja abierto, no importa. “
Así que si, había sido un estúpido. Pero, ¿no
me había invitado ella ahí, a esa casa, sola? ¿no había cambiado el mate por el
vino? No, no había sido entonces tan estúpido. Y ahora – pensé, a la vez que
comenzaba a sentirme inexplicablemente furioso – ahora estaba todo arruinado,
todo arruinado, arruinado arruinado arruinado, todo. Había quedado en ridículo,
Rimbaud, en ridículo y todo perdido, victima de una broma cósmica. ¿Era justo,
acaso? ¿Era justo que Mara se hubiese ido? ¿Qué anduviera nuevamente libre y
corriendo, siempre indiferente, siempre ajena, siempre liebre? ¿Era imposible
que hubiera jugado conmigo, que se halla divertido a costa mía? Solo entonces
me pareció notar toda una serie de expresiones irónicas en sus palabras, en sus
gestos, como un indicio de risa burlona en todo lo que había sucedido. Mire el
hermoso piso de madera, un parquet hermoso pero antiguo. Ahora que ella no
estaba, ese piso era sin dudas lo más lindo de su habitación. Entonces Rimbaud,
desde el fondo, volvió a mi mente como una llama, como un fogonazo.
-
vient le temps d'assassins – repetí para mis adentros. Tuve un instante de
lucidez, y entonces comprendí lo que haría, lo que debia
hacer. Fui hacia la cocina. Mara había sacado el vino de la cocina. Después de
una corta búsqueda, tuve listo el inventario: Dos botellas de vino blanco
debajo del fregadero, una damajuana de algo indefinible en el mueble. Lleve
primero las dos botellas al cuarto, y las derrame enteras sobre el piso. La
damajuana fue a estrellarse directamente contra la pared que sostenía el
cabezal de la cama. Volví a la cocina y me serví un vaso de agua. Hacia una
linda mañana de sol, sin mucho viento. Por unos instantes, la nausea cedió
agradablemente. Me levante y camine por el pasillo, llegando hasta el filo de
la puerta. Prendí entonces el encendedor, y lo arroje, sonriente, al centro del
cuarto. Entonces Salí caminando. Siguiendo las instrucciones de Mara, deje
abierto al salir. No hacia falta vigilar el incendio. Felizmente, el parquet
ardía con furia.