22 abr 2020

La Mano Invisible

"en última instancia uno no tiene vivencias más que de sí mismo"
Nietzsche




La mano oculta

1
- Ask the rabbit - me dijo como siempre la voz. Una voz eléctrica y vibrante que me recordaba a las películas de ciencia ficción donde una computadora intentaba reproducir la voz humana. Algo en las modulaciones, en los acentos, en los silencios, estaba roto. La sensación que dejaba era grotesca. La voz hablo y yo empuje, empuje, empuje.
La primera fue hace mucho. Era lo suficientemente chico como para no saber mi propia edad. ¿tres años? ¿cinco? No lo sé. Lo que si se sin saber muy bien cómo, es que fue en un sueño. Cuando era chico soñaba con parques. Con hermosos jardines que de pronto se volvían selva o se volvían bosque. A veces se volvían patio. Otras veces, si el sueño era bueno, se volvían el patio de mi casa o algún parque o plaza conocido. Entonces me encontraba a mama o a papa o a la abuela o a otros chicos. Jugaba con ellos o pasaban otras cosas que supongo eran normales. En cambio, cuando se volvía bosque o selva o pantano sabia con seguridad que estaba en una pesadilla. Las sombras se volvían oscuras y amenazantes. Los árboles, imponentes y llenos de formas vagas que parecían acecharme. No era raro que de emergiera de la negrura cualquier tipo de alimaña y comenzase a perseguirme lanzando aullidos feroces. Recuerdo cierto sueño recurrente - no debía tener más de siete u ocho años - en el que era perseguido por una enorme avispa del tamaño de una persona adulta. Los ojos vacíos y fijos del insecto no me perdían de vista. Me perseguía muy de cerca, siempre a punto de rozarme, con la fidelidad propia de un autómata. Aterrorizado comprendía que aquel monstruo estaba jugando conmigo. Podía darme caza en cualquier momento, pero elegía alargar la persecución torturándome con su constante proximidad. En algún momento yo tropezaba o me quedaba sin fuerzas, y entonces – solo entonces - la avispa me atravesaba con su aguijón. Un aguijón metálico que tenía todo el aspecto de las viejas agujas de tejer. La puñalada siempre atravesaba el pulmón. Sentía entonces un dolor tremendo, enloquecedor, enorme. Un dolor que lo llenaba todo. El veneno era instantáneo. Primero me paralizaba. No podía gritar, no podía moverme. Poco a poco sentía como se hinchaban las extremidades. Poco a poco una joroba comenzaba a surgir en mi espalda como un horrendo bozo. El grotesco globo de carne se hinchaba y se hinchaba estallaba junto con el resto de mis órganos. El estallido era acompañado por un grito que me seguía hasta el mundo real.
Pero aquella vez el jardín se había transformado en otra cosa. Me encontré de pronto frente a un pórtico. Un extraño arco de forma semicircular, hecho de hierro o algo similar. Era de una factura exquisita; Un diseño complejo y sobrecargado arabescos y otros símbolos extraños que desconocía totalmente. Al cruzar el pórtico me halle de pronto en un oscuro pasillo. Pretendí, en vano, volver al jardín. Era inútil, el pórtico había desaparecido.
Me hallaba en un pasillo en penumbras, apenas iluminado por una vaga luz crepuscular que parecía venir de todos lados al mismo tiempo. Entorne los ojos y divise una puerta al final del pasillo. Di algunos pasos en su dirección. Inmediatamente supe que aquello no era tan solo una puerta. Aquella cosa, aquella entrada oscura, estaba viva. Se que no tiene sentido decir algo así, pero no encuentro otra forma de describir la vibración que emanaba de aquella puerta más que diciendo que estaba viva. Mientras más la observaba más comprendía que aquello me hablaba, que si me había llegado hasta allí era porque tenía algo para decirme, algo para darme. Hice el esfuerzo por entender el mensaje de aquellas vibraciones mudas pero llenas de apremio que la puerta me enviaba. Luche una lucha muda con aquella entidad durante un tiempo imposible de indeterminar, y entonces sentí - no fue exactamente sentir, pero no hay otra forma de decirlo - como si una mano atravesara una membrana muy delgada. Algo se había abierto, apenas por un instante, y ese algo había permitido un leve puente entre aquella oscuridad y yo. En ese instante de comunicación supe que aquella mano inorgánica salía de mí mismo. La mano se estiro y se estiro hasta tocar la puerta; Inmediatamente me recorrido un frio mortal. Quede enterrado bajo sucesivas oleadas de verdadero asco. Una corriente oscura y pegajosa al mismo tiempo que eléctrica. Entonces escuche la voz. Emitió un gorgoteo quebrado y punzante. Luego solo oscuridad.
Tuve que soñar muchas más veces con aquel pasillo, con el pórtico y con la voz para entender lo que decía. Y luego tuve que esperar a mis primeras clases de inglés para entender el significado de lo que creía oír
- Ask the rabbit.
 Naturalmente aquello no tenia sentido y, hasta el día de hoy - ya tengo dieciséis años- sigue sin tenerlo. Muchas veces pienso que la frase tiene que significar algo, pero otras pienso que por fuerza puede tener sentido y que, como si fuera alguna especie de broma Interdimensional, la voz dijo lo primero que se le vino a la mente o, peor aún, era yo el que había jugado al teléfono descompuesto y entendido Ask the Rabbit cuando en realidad lo que la voz quería algo completamente distinto. A lo mejor los mensajes de la voz no pueden traducirse a nuestro idioma y la expresión coloquial más cercana era esa extraña frase en inglés.
De todas formas, no comencé a preocuparme por estas cuestiones sino hasta mucho después. Pues, aunque no comprendía el sentido de la frase, comprendí casi al instante el sentido del encuentro y del mensaje. Aquella puerta me había dado algo. No tuve que esperar mucho para descubrir que.
Lo siguiente ocurrió unas semanas o quizás unos días después del primer sueño. Mis padres me habían llevado a pasar el fin de semana de pascuas a una quinta en las afueras de Buenos Aires. En Merlo, más precisamente. La quinta, perteneciente a mi tío materno, lindaba con varios terrenos arbolados que estaban deshabitados y en los que yo jugaba a mis anchas cada vez que podía. Me gustaba, sobre todo, dedicarme a la cacería de sapos y mariposas. Aquellos baldíos se convertirían en mi coto de caza. Fue justamente mientras admiraba un hermoso escuerzo azulado al que había acorralado contra un paredón cuando repentinamente recordé con fuerza el sueño y el pasillo y por supuesto el tétrico Ask the Rabbit de la voz. El mero recuerdo me sumergió nuevamente en aquella sensación de asco, aunque esta vez más dosificada. Sentía como si una mano me apretase levemente el estómago. Algo me presionaba, me tironeaba, me revolvía las tripas. Me concentre en mis propias nauseas mientras que, al mismo tiempo, no perdía de vista al escuerzo. De repente me pareció estar viendo a aquel sapo como a través de unos binoculares. Era como si mi visión se hubiera disociado. Fue por un segundo, porque inmediatamente pestañé y volví a ver todo con normalidad. Pero ya era demasiado tarde. El escuerzo se retorcía panza arriba. Recuerdo haberlo visto patalear unos instantes y luego quedar inerte. Sorprendido, me acerque y lo toque primero con un palo, luego con el dedo, para finalmente pasármelo con incredulidad de una mano a la otra. Su tacto era frio y rugoso. Un juguete de goma que estaba muerto. Sentí que la euforia me invadía. No era un sueño. Estaba despierto. Y había matado algo.
Ese verano mate muchas cosas: Sapos primero. Luego una rata. Un gato. Incontables insectos. Tuve que practicar hasta comprender el mecanismo de acción de aquello que luego de mucho pensarlo bautice como "la mano oculta".
Al principio dependía enteramente de la náusea, de aquel sentimiento de tener una garra apretándome las tripas. Una vez que me hundía en el podía enfocarme en lo que sea. Con el correr del tiempo logre, en los meses subsiguientes -todo lo de esa época temprana de mi vida se mezcla de forma tal que no puedo asegurar que fue antes o que después – aprender a provocar intencionalmente la náusea; Recién entonces se puede decir que domine completamente mi habilidad asesina.
El aprendizaje fue rápido e intuitivo. Supongo que todas las cosas de este tipo se aprenden así, de forma natural, como a caminar o a mentir. Obedeciendo un oscuro instinto que surge progresivamente desde lo más hondo y que luego va saliendo lentamente, desenrollándose de adentro hacia afuera, como una flor. Primero vacilante pero luego muy rápido en adquirir una seguridad que siempre sorprende al observador, suponiendo claro que lo hubiese. ¿dónde habrá aprendido tal cosa? Se pregunta el adulto que observa al niño, sin comprender que mucho de lo que aprende el niño no lo aprende de nadie más que de sí mismo.
De esta forma aprendí que una vez que sentía las náuseas la voz me susurraba su Ask the Rabbit y entonces yo sentía la necesidad – quizás debería decir el deseo - de descargar aquella nausea, aquel odio sobre cualquier cosa viva que tuviera a la vista. Una cosa importante era que tenía que tener ante mis ojos aquello que mataba. No podía, por ejemplo, pensar en tal o cual animal y matarlo a distancia. Esta limitación no me causo el pesar que en un primer momento imagine, sino todo lo contrario. Era apenas un contratiempo, compensado con creces por la efectividad que la mano oculta tenía en vivo y en directo: Una vez me enfocaba en ser vivo no había esperanza de que sobreviviera.
El otro factor esencial era el tiempo. ¿en cuánto morían mis víctimas? Con el sapo habían bastado unos segundos de “enfoque”. A medida que mataba insectos y animales me di cuenta de que era como si realmente recibieran una descarga eléctrica. El tiempo necesario variaba dependiendo del tipo de ser que quería matar. Mientras más grandes eran, más tiempo tenía que sostener mi enfoque. Los insectos y las plantas pequeñas se morían casi al instante, en el momento mismo en que escuchaba la voz. Los animales pequeños como ranas, sapos y caracoles necesitaban unos pocos segundos, entre tres y cinco. Si los enfocaba por un instante recibían un daño importante en el sistema nervioso, pero no morían. Quedaban cojos o convulsionados. Algunos - tuve que realizar los experimentos propios de todo chico curioso – conseguían con el tiempo recuperarse casi con totalidad, pero otros quedaban disminuidos en la visión o en el uso de las extremidades. Además de para matar e incapacitar, mi mano oculta no servía para otra nada. Había intentado muchas cosas: curar y resucitar fueron las dos primeras. Si me enfocaba en objetos inanimados no obtenía ningún resultado, lo cual me había decepcionado bastante, pues esperaba hacerme famoso haciendo estallar huevos, congelando agua o derritiendo hielos. Tuve que aceptar que el regalo era un poderoso pero mezquino.
Poco después de que cumpliera once años nos mudamos del barrio en donde había vivido toda mi vida a la capital federal. Fue para mí un cambio radical. Yo era más bien retraído: tranquilo, callado, con un poco de esa estupidez que nace del poco trato con la gente. No tiene que asombrar, de cualquier manera, que haya estado mirando más bien hacia adentro que para afuera. Afuera estaban las víctimas, muy bien. Pero adentro, muy adentro mío, estaba la mano. Y más allá de la mano, aquel sitio oscuro y abismal de donde esta había venido.

Ask the rabbit, Ask the rabbit, Ask the rabbit. Ascterabbiascterabitascterabit: lo repetí furiosamente, como un mantra, mientras miraba fijamente a través de mis ojos de once años al perro del vecino. Odiaba a aquel perro por pura propiedad transitiva. El perro era de Jorge, el vecino de al lado. Jorge era el papa de Ismael. Ismael era el chico que me había hecho la vida un infierno desde que nos habíamos mudado. Había empezado acercándose rodeado de otros chicos. Primero se mostraron amigables y, poco a poco, me fui integrando a la pandilla. Rápidamente comprendí, sin embargo, que me habían dejado unirme solamente para convertirme en su chivo expiatorio. Mi temperamento chocaba fuertemente con el del resto de los chicos que, muy extrovertidos todos, iban desde alegres hasta directamente pendencieros. Cuando descubrieron la falta de violencia en mis respuestas a sus chistes - su violencia natural imponía los límites entre ellos - me hicieron rápidamente diana de las bromas más crueles, que pronto se transformaron directamente en humillaciones físicas: empujones, pellizcos, y después ya trompadas y verdaderas palizas que, por supuesto, siempre eran en chiste y entre amigos. Soportaba todo esto estoicamente, intentando convencerme de que era un precio justo por formar parte del grupo.
Recuerdo con claridad aquel verano anterior al quinto de primaria. Se acaba enero cuando Ismael me invito a su casa. Era de familia evangelista y Jorge, su padre, era particularmente devoto. Tenía siempre a boca de jarro alguna parábola pedante o algún consejo ridículo. Por supuesto que todo esto era una máscara y que, por lo general, detrás de la máscara había siempre un monstruo. Era una verdad a la que había llegado mirándome al espejo. Conocía bien al monstruo que escondía dentro. Era horrendo pero único. En Jorge, en cambio, había varios.
Me basto con poner los dos pies adentro de aquella casa y mirar la espectral figura de Marta, sus ojos grises llenos de miedo para entender que la violencia era uno de esos monstruos que Jorge escondía tras la máscara. El cambio que se operaba en el propio Ismael, que en la calle caminaba como si fuese poco menos que el dueño del barro, pero en su casa se encogía como los sapos que yo reventaba en Merlo – hubiera sido otra pista mas que suficiente.
Otro monstruo era el Alcohol. Aunque no lo aparentaba nunca, lo cierto es que con bastante frecuencia Jorge andaba borracho como una cuba. El tercer monstruo - lo descubrí demasiado tarde - era la crueldad.
Luego de merendar unas galletitas con jugo de naranja, Ismael me hizo pasar al patio trasero -un cuadrante baldío de pasto reseco que usaban más que nada para hacer asados los sábados y domingos. Una vez ahí propuso jugar a la lucha libre. Así empezaba casi siempre. Ismael había heredado los monstruos como si se tratasen de una enfermedad hereditaria. Le dije que no quería, pues entre Ismael y yo no podía haber lo que se dice una lucha. Aunque ambos éramos de la misma edad, lo mi complexión me hacia parecer uno o dos años más chico. Recuerdo haberme negado varias veces y entonces empezamos a forcejear.
Estaba aterrado. Podía parecer paradójico, pero odiaba la violencia física. Mi crueldad utilizando la mano oculta no me había vuelto un chico agresivo. Por el contrario, había ayudado a agudizar mi temperamento introspectivo.
Había aprendido en la escuela que en la naturaleza el animal grande y fuerte se come al pequeño y débil. Al cobarde. Al que come se le dice depredador y al comido, presa. Nosotros éramos animales y nos regíamos por la misma ley. La fuerza de Ismael lo habilitaba a hacer conmigo lo que se le diera la gana. Me había aplicado una llave al cuello y procedía a asfixiarme con una furia callada. Intente resistirme, pero lo único que conseguí fue que me arrojara al piso con una zancadilla sin soltar la presión de la llave. La caída fue horrible y sentí en la boca el sabor de la sangre y de la tierra. Sentía también una impotencia terrible. Fue en ese momento cuando vi que Jorge, quizás atraído por el ruido, se asomaba por la cortina que comunicaba el patio con la cocina. Tenía una lata de cerveza en la mano. Parecía sorprendido.
Desde el piso, demasiado avergonzado para decir algo, le lance una mirada desesperada que buscaba compasión. Buscaba ayuda, intervención, orden. Tenía la vana esperanza de que operaran los preceptos evangélicos de amor entre hermanos y de paz entre los hombres (y entre los chicos), pero cuando vi que Jorge sonreía supe que la esperanza era vana. Comencé a sentir un atisbo de nausea. Pero no de cualquier nausea, no de la náusea que venía del olor a pis de gato que se olía en el suelo, sino la otra náusea, la que mataba. De no haber sido tan cobarde seguramente los habría matado a ambos allí mismo. Pero de algún modo, no quería hacerlo. Una parte mía quería creer que Jorge tenía que ayudarme. Que tenía que retar a la bestia de su hijo mientras me ayudaba a ponerme de pie, porque después de todo los chicos tienen que ser amigos sin importar si uno es más fuerte, y sobre todo si ese otro es débil, tímido y recién llega al barrio. Claro que Jorge no hacía nada de esto, sino más bien, siempre sonriendo y como si todo aquello le resultara la mar de gracioso, se había sentado en el pequeño escalón mientras miraba como su hijo me retorcía en el piso.
- No jueguen de mano, chicos - nos dijo. La sorna con la que hablaba denunciaba que más bien ansiaba lo contrario. Que juguemos de manos y de puños, que nos rompamos la cara y hasta alguna pierna. En algún momento Ismael me soltó. Jorge había vuelto a entrar. Comencé, enfurecido y jurando nunca más volver a esa casa, a sacudirme el polvo de la ropa. Estaba a punto de irme cuando escuche un silbido. Era Ismael, que volvía a entrar al patio trayéndome una nueva sorpresa.

- ¿te queres ir? - me pregunto. - Dale, pasa. En la voz de Ismael hijo habitaba el mismo ser malvado que en la de Jorge Padre. El nuevo regalo era Toro, el enorme Rottweiler que siempre escuchaba ladrar y ladrar desde mi casa. Di un paso para irme, pero Toro lanzo un gruñido amenazante mientras se lanzaba hacia mí, solamente detenido por el collar de la cadena que Ismael controlaba con ambas manos.
- Dale, cajón, andate si te queres ir. Pero tene cuidado porque a Toro no le gustan los maricones. - me decía Ismael mientras poco a poco iba aflojando la cadena, haciéndome retroceder hasta la pared del fondo. El patio era demasiado estrecho. No podía rodear al toro sin correr el riesgo de que me mordiera, y aquel animal terrible era todo mandíbulas. Con los ojos inyectados en sangre, Toro babeaba y ladraba como enloquecido. Fui retrocediendo hasta que me pegué completamente a la pared. Muchos años después encontraría escenas similares en películas que mostraban cárceles o campos de concentración. De un lado, oficiales de botas y gabardina sosteniendo un perro feroz – a veces un dóberman, otras un pitbull, si eran nazis un ovejero alemán - y, del otro, un prisionero que se pegaba a la pared como queriéndose fundir con ella, como queriendo ser el mismo pared para evitar los colmillos del animal pero sobre todo para escapar del horror que estaba antes y después de los colmillos.
Desesperado, le rogué que me dejara irme. Llore e implore hasta que, en algún momento, cuando se le acabaron las cargadas y los insultos, o quizás cuando Toro se cansó de mí y empezó a tironear para volver a la casa, Ismael me dejo irme. No recuerdo mucho mas de esa tarde. Volví a mi casa totalmente ausente, vacío, inmerso en un aire viciado y acido. El aire de un pozo. Esa noche volví a soñar con el pasillo.
La mañana siguiente trepe la pared lindera, aquella contra la que me había apretado miserablemente la tarde anterior. Asome apenas la cabeza y contuve la náusea, esperando que Toro estuviera en el patio. Si alguien me veía, sencillamente les diría que lo andaba buscando a Ismael. Lo cual, además, era cierto. Pero no había nadie. Ninguna persona, quiero decir. Toro sí que estaba.
Askterabbiaskterabitaskterabit. Al principio, el perro no entendió. Luego, creo que inmediatamente después de los segundos iniciales, sí. Nunca había matado un animal tan grande y, digamos, complejo. Comparados con un perro, un sapo, un caracol e incluso una rata eran estúpidos. El perro ya tiene lo que se dice inteligencia, o al menos algo parecido. Constate esto cuando, justo antes de desplomarse entre contorsiones, Toro me miro a los ojos. Rescate al instante lo que había en aquella mirada y lo guarde, como un tesoro, en lo profundo de mi alma. Miedo. Me gusto sentirlo, sentir por primera vez el miedo ajeno. ¿supo aquella bestezuela no tan estúpida que moría por mi mano? No lo creo. Pero supo que moría y que, de alguna manera, yo tenía algo que ver en eso. Me conformaba con eso. Dio algunos estertores mientras contraía los músculos. Rodo de lado y así quedo, agarrotado. Cuando dejo de retorcerse pensé que hubiera sido mejor si comprendía, con total uso de razón, que la causa de su muerte era mi venganza. Pero para este tipo de comprensiones hacía falta otro ser humano.
Si no pierdo tiempo contándoles como mate al propio Ismael es porque no lo mate en absoluto. Lo mate en relativo, digamos. Me alcanzo con romperle una pierna, aunque esto no es exactamente cierto. Fue unas semanas después de lo de Toro, mientras andábamos en bicicleta con el resto de la pandilla. Durante esos días yo seguía con ellos como si nada hubiera pasado. Hay que atribuirle esta resistencia a mi natural plasticidad para el sufrimiento. Las humillaciones continuaban, sí, pero ahora yo sabía que podía cobrármelas cuando me diera la gana. Haber matado a Toro me había cambiado de un modo sutil pero definitivo. Hasta ese entonces una parte mía no terminaba de creerse que tuviera la capacidad de matar. Pero matar un perro, un perro grande, además, me había hecho caer en cuenta cabal.  Un poder así, cuando se lo tiene, coloca a la larga a su dueño mas allá de las cosas de todos los días. Y ese día, mientras andábamos en bicicleta - la idea era llegar hasta el rio - decidí que era hora de cobrármelas de una vez. Espere una bajada pronunciada, en donde lo deje a Ismael adelantarse (le gustaba jactarse de ser el más rápido) y cuando lo tuve a la vista deje correr la mano hasta sentir que un rio de materia viscosa fluía desde mi hacia él, cuidando de que sea solo por unos segundos. Un segundo, dos segundos, tres segundos, basta. Con diez segundos me había alcanzado para matar a Toro. Apenas había transcurrido ese tercer segundo cuando el resto de los chicos vio a Ismael desplomarse de la bicicleta en plena bajada.
Lo que le siguió fue todo teatro. Un accidente, por supuesto. Una caída, una caída terrible. Una pierna rota que sanaría mal, dejando una cojera vitalicia de la cual yo disfrutaría cada vez que lo viera, si es que no se moría del todo más tarde. Convulsiones. Terrores nocturnos. Y miedo. Un miedo perpetuo. ¿miedo de mí? nunca lo supe, pues deje de verlo del todo apenas un mes después del accidente, cuando arranque quinto grado. Supongo que fue a partir de ese verano Ismael se dedicaría con ahínco al estudio de la biblia. Años después lo volvería a ver, con la vista baja y temeroso de dios - porque hay muchos dioses, algunos buenos y otros oscuros y susurrantes – cojeando de puerta en puerta predicando la buena nueva.

                                                                           

                                                                               2
Las clases me alejaron del pasillo oscuro por algún tiempo. Casi llegue a olvidarme totalmente del askterabit hasta que paso lo de Micaela. Supongo que, si no hubiera sido por eso, me hubiera olvidado por completo del asunto. Incluso tal vez hubiera perdido la capacidad sobrenatural de matar. Como muchas pesadillas, esta volvía si se pensaba en ella. Había quedado relativamente en paz luego de encargarme de Ismael, y cuando arrancaron las clases las emprendí con el mismo espíritu positivo que había usado para intentar formar parte de la pandilla. Por suerte, en la escuela me fue mucho mejor. Me integre rápidamente a un grupo de chicos tranquilos, como yo. Mi experiencia con la pandilla me había transformado favorablemente, quitándome buena parte de mi timidez anterior, y si bien todavía distaba mucho de ser un chico alegre y atrevido - como lo eran por ejemplo Nicolas y Federico - podía ahora formar parte de un grupo tranquilo sin convertirme en el chivo expiatorio de nadie.
Lo que más me gustaba de aquella clase de quinto - segunda era que, justamente, no había chivos expiatorios. Todo el mundo parecía llevarse relativamente bien, lo cual generaba un ambiente tranquilo y luminoso. Por supuesto, había rencillas. Pequeñas disputas y rencores como los hay en todos los grupos humanos, pero, pese a ellas, no había bestias como Toro o Ismael.
Federico y Nicolas eran, como ya dije, los que más sobresalían. La primera vez que los vi pensé que eran hermanos o tal vez primos. Ambos eran rubios y muy altos para su edad. Ambos eran excelentes para los deportes, y Federico era también de los que mejores notas tenía en las clase. Mas tarde, cuando yo mismo comencé a interesarme por Micaela, descubrí que naturalmente eran los más populares entre las chicas. Como para cerrar esa apariencia Geminiana que daban, se sentaban juntos.
El resto de los chicos estaban un escalón por debajo, pero constituían el cuerpo físico por el cual el grupo era el grupo. Como ya dije, no había marginados. Era la primera vez, al menos de las que yo tenía memoria, que me sentía a gusto en algún sitio. Esos primeros meses de quinto los recuerdo como los más normales y lucidos de mi vida.
Era como si una parte de mi se hubiese olvidado de mis sapos asesinados, de mis experimentos mutilando pájaros y de Toro con sus pupilas negras dilatadas por el miedo, ahogándose en su propia saliva. Era como si todo aquello hubiera ocurrido no hacia unas semanas, unos meses o unos años, sino en una vida completamente diferente de la cual esta fuera una venturosa reencarnación. Después de todo, ¿era posible que yo, que jugaba a la pelota en el equipo de Federico o que iba a jugar al Sega a lo de Gerardo, fuese la misma persona capaz de matar plantas y animales? ¿se podía jugar a la mancha y hacer la tarea de lengua al mismo tiempo que se soñaba con lo innombrable detrás de la puerta? Claro que se podía. Solo que en aquel momento yo prefería no creerlo.
A veces me lo recrimino: que debí sospechar lo que iba a pasar, lo que de cualquier forma hubiera pasado, tarde o temprano, años o meses más tarde. El que mata una vez mata siempre. Tarde o temprano la náusea sube y entonces es imposible no escuchar el maligno susurro de la voz, su cantico mecánico que repite furiosamente una y otra vez. Las ganas de matar martillean hasta que ya no pueden resistirse.
No me fije en Micaela hasta poco menos de mitad de año, justo antes de las vacaciones de invierno. Esto tuvo que ver con que las chicas, como suele pasar en esa edad, formaban un bloque aparte de los chicos. Si bien todos compartíamos aula - era una escuela mixta normal - las chicas y los chicos nos movíamos en universos separados, como alfiles de colores distintos que atraviesan en tablero de ajedrez sin por eso estorbarse nunca o tocarse siquiera. Y como los alfiles, si se tocaban es porque alguien rompía una regla. Dos alfiles negros es trampa. Un chico y una chica sentados juntos, caminando juntos o haciendo juntos lo que sea era por supuesto motivo de chismes. Por supuesto que los había. Sobre todo, acerca de los más agraciados para cada bando.
Micaela no formaba parte estas “más agraciadas”. Era como yo, una periférica. Ni siquiera podía decirse que era una chica linda. Al menos no en el sentido habitual, ese que mostraban la tele o en las revistas. No era ni grácil ni era atlética ni tenía hermosos rizos o grandes ojos que reflejaran la luz como espejos. Pero tampoco era fea. Si hubiera sido manifiestamente fea no me podría haber llegado a gustar.
Es curioso que siempre recuerdo si cara lo primero que se me viene a la mente es su nariz, como si desde el puente de su nariz emanase el resto del rostro como una casa se construye sobre sus vigas. Tenía una nariz demasiado ancha para el resto de su cara. Sus mejillas se plegaban con fuerza contra las aletas de la nariz, como reclamándoles un espacio usurpado. Hurgando en la biblioteca descubrí que esas dos líneas, que en Micaela estaban fuertemente pronunciadas cuando estaba normal y prácticamente a estallar cuando sonreía, se llaman surcos naso-genianos. Estos surcos eran sin duda el rasgo facial más fuerte de Micaela. Por suerte, estos surcos desaparecían al llegar a la comisura de los labios, dando la sensación de que la barbilla aparecía demasiado rápido, como si terminada la boca su cara tuviera prisa por cerrarse lo más rápido posible. El resultado final era una cara angulosa que era triste cuando torcía las comisuras de los labios y hermosa cuando sonreía; Pese a esta expresividad o a lo mejor justo por eso la recuerdo siempre seria, con una seriedad que daba la expresión - quizás por la ya mencionada nariz y mejillas que parecían siempre contener la risa - de sonrisa constante. A lo mejor era este aire divertido lo que la hacía ser bien recibida por todos. Por fuera de esto el resto de la cara no era muy interesante: Tenia una frente demasiado amplia, un pelo castaño olvidable, unos ojos marrones perpetuamente enmarcados en unos anteojos que no se sacaba ni para educación física. Mirada desde ciertos ángulos daba la innegable expresión de ser más vieja de lo que era. Esto, que en otras chicas tan jóvenes es positivo (¿qué chica de 14 años no quiere parecer de 17?) era en Micaela decididamente negativo, pues en su caso la transformación tenía un resultado espantosamente radical: una cara propiamente de señora. Como si alguna de mis tías hubiera tomado algún brebaje extraño que la hubiera rejuvenecido parcialmente. Me divertía la idea de que a lo mejor Micaela era realmente una vieja que había encontrado la forma de volverse colegiala. Después de todo mi idea de la realidad como conjunto de las cosas posibles era mas amplio de lo normal.
Nunca llegue a tener una relación especial con ella. Y así y todo a esa edad bastaban dos o tres sonrisas cruzadas para empezar a sentir cosas. Micaela tenia, al menos, una sonrisa tan linda como la de cualquiera. Al no formar parte del círculo de las más sociales, era todavía más difícil acercarme a ella sin levantar sospechas. No tenía, por supuesto, ganas de volverme el centro de atención. No sabía que opinaba ella de estar la periferia, pero a mí me gustaba. Observar sin ser observado es justamente mi terreno predilecto.
Así y todo, fui entablando relación con varias de mis compañeras. Comencé hablándoles de manera mecánica. Como quien charla con un vecino o con el dependiente del almacén. A lo sumo me atrevía a hacer algún chiste soso y cuidaba mucho de siempre reírme de los suyos. Algunas chicas eran amistosas, y otras ya tenían, como un precoz mecanismo de defensa, la mordacidad a flor de piel. No me molesto demasiado humillarme un poco. No eran ellas quienes me interesaban.
A medida que conocía a las demás comencé a aprender un poco acerca del carácter de Micaela: era mala en deportes, buena en dibujo. Se inclinaba más por la matemática que por la historia. No tenía ni lindos útiles ni compraba cada año una mochila nueva y, al parecer, su familia provenía de algún tipo de etnia o comunidad más pequeña.
Fue solo cuando comencé a hablar con ella y, todavía más adelante, ya casi llegando al final, cuando me hice su amigo y casi-confidente que supe algunas cosas más: que era muy habladora cuando entraba en confianza, que era inteligente de lo que parecía, que era tan o más caustica que las mas populares de la clase. Y que era, como somos todos, una persona completamente diferente a lo que se podía intuir por su máscara facial. Decidí dejar de pensar que me intrigaba para aceptar que me gustaba. Para la última semana antes del receso invernal había conseguido acercarme bastante, e incluso había quedado en pasar por su casa algún día.
De la visita a su casa recuerdo mucho y variado, pero no vale la pena referirlo más que diciendo que fue su casa y su familia me parecieron comunes y corrientes. Unos días después de mi visita recibí un mensaje suyo preguntándome si podía ahora ella venir a visitarme.
No quería invitarla a mi casa. Ni a ella ni a nadie. Mi familia era, lamentablemente, una especie de versión laica de la familia de Ismael: violenta, salvaje, hipócrita. No es casualidad que casi no haya mencionado a mis padres en este extenso relato mas allá de lo necesario. Cuando vivíamos en el pueblo podía darme el lujo de andar por las calles con total seguridad, lo cual era la excusa perfecta para ausentarme del verdadero infierno que era mi casa. Ese escape se acabó cuando nos mudamos. Ahora la casa era chica y yo me sentía enjaulado con fieras peligrosas.
Ya en el pueblo, mi padre tenía la molesta costumbre de invitar día por medio a sus compadres a tomar. Viviendo en la ciudad, no cambio esta costumbre más que en el detalle de que en vez de sus compadres – borrachos toscos pero comprometidos con algo: trabajo, familia o lo que sea - invitaba a cualquier borracho de mala muerte, a cualquier vago de la esquina o del bar de turno. No exagero si digo que mi casa era todo un cotolengo. Mas de una vez me había asaltado la tentación de usar la mano contra aquella escoria, pero comprendía que hubiera sido lo mismo que matar hormigas una a una y con el dedo: una tarea de nunca acabar.
Postergué la invitación a Micaela tanto como pude. Pensé postergarla indefinidamente, pero por alguna razón no pude hacerlo. No pude o no quise, ya no lo sé. La cuestión es que termine invitándola para un viernes a la tarde. La noche del jueves volví a soñar con el pasillo oscuro, con que venían desde atrás de la puerta negra.
Micaela llego a mi casa a eso de las tres de la tarde. La idea era comparar las anotaciones de un libro que habíamos empezado a leer apenas habían arrancado las vacaciones: el diario de Ana Frank, aquella chica judía que tuvo que pasar dos años encerrada en un escondite para finalmente ser descubierta con toda su familia y enviada a morir en un campo de concentración. Era el primer libro que leía con algo de entusiasmo. Ana termino muriendo en manos de los nazis, pero si hubiéramos sido yo y mi familia ni siquiera habríamos llegado vivos a Auschwitz; porque sin duda nos habríamos matado entre nosotros en los meses de encierro. Las anotaciones que había hecho Micaela iban más sobre las relaciones de Ana con sus vecinos y con el hijo de estos. A eso de las seis de la tarde Sali de mi cuarto - la idea era resguardarnos ahí todo el tiempo posible - para ir a improvisar una merienda. Fue ahí, mientras estaba en la cocina, cuando comencé a sentir el primer atisbo de la náusea.
Supe que algo no estaba bien. Supe lo que era: en cualquier momento llegaría mi padre acompañado de su escolta habitual de borrachines. Si se ponían a armar quilombo, como solían hacer, podía pasar cualquier cosa. Los vecinos ya habían llamado varias veces a la policía. Todo me decía que tenía que sacar a Micaela de la casa lo más pronto posible. Pero cuando volví a la pieza, llevando dos vasos de Cindor fría y un paquete de polvorones, la encontré mirando la televisión. Se había cansado de leer había encontrado una película que le interesaba.
-       En mi casa no me dejan verla – me con la sonrisa de quien esta a punto de salirse con la suya.
¿qué podía hacer? Ella había querido venir, y luego había estado muy simpática conmigo toda la tarde ¿tenía que pedirle que se fuera? ¿echarla? ¿inventar alguna excusa, mentirle para que se vaya? De ninguna manera. Por fin estábamos solos, llevándonos cada vez mejor. Sentía que cualquier retroceso le imprimiría a nuestra relación una dirección negativa. Me quede de pie, alternando entre la película y Micaela mordisqueando un polvorón. Finalmente, me senté a su lado.
La verdad era que - ¿para qué negarlo a estas alturas? - muy en mi interior, deseaba que se produjera el desastre. Estaba harto, harto de no poder estar tranquilo ni en mi propia casa. Había vivido pensando que aquella forma miserable de existencia era lo normal, pero desde Toro y, sobe todo, desde que había empezado el curso, había cambiado. Ahora venia que no solo tenía el derecho, como todos, a poder sentirme a gusto, sino que también tenía la fuerza para lograrlo. Había dejado de ser el animal pequeño. Ahora yo era la avispa monstruosa, el depredador de la mano oculta. ¿Qué gélida y macabra sonrisa debe haber mostrado mi rostro – no mi mascara, la cara falsa que conversaba con micaela, sino mi verdadero rostro – en aquel glorioso instante de reconocimiento? A eso de las seis y media, cuando la película estaba a punto de terminar, los oí llegar.
Me levanté y le dije a Micaela, en tono de chiste, que tenía que ir al baño. Cuando estaba por salir, me di vuelta y le pregunté si quería quedarse a dormir. Lo dije sin pensarlo. Un disparo a ciegas, realizado en la más profunda oscuridad. Espere y su expresión no cambio en absoluto. Me contesto que tenía que preguntarle a los padres, y luego comenzó a rebuscar en sus bolsillos.
- Podes llamar de acá si queres - le dije mientras salía. Llegué al living y comprobé lo que ya sabía. Tres tipos que nunca había visto se despatarraban en las sillas mientras mi padre abría la heladera.
- No queda cerveza - dijo arrastrando las palabras.

- Podemos volver al bar – dijo uno de los borrachos.
- No. Nos quedamos acá, si dije que invitaba yo. Voy a comprar – les dijo mi padre, con un tono que era de enojo a la vez que de disculpas. Estaba en el medio de esta frase cuando llegue a la cocina. Apenas vi a mi padre la náusea volvió a dispararse. La sentía subir, elevarse como la marea. Hervia, cada vez mas incontrolable, pugnando por salir, por encontrar escape. Si se ponían a tomar, podían estar toda la noche haciendo ruido. No podía permitirlo, no justo esa noche.
- Estoy con una amiga - le dije mirándolo a los ojos. Me había parado delante de la puerta de salida, cerrándole el paso.
- Te felicito - me dijo con sorna. - Ahora córrete, ¿no oíste que voy al kiosko?
- ¿no podés irte de vuelta al bar? - le pregunte sin bajar la mirada. Mi interior era un arma cargada, pero nadie lo sabía. Entonces experimente una sensación curiosa que solo puedo describir como “estar fuera de mi”. Vi de frente la cara colorada y desfigurada de mi padre, vi que su mano se alzaba y se apoyaba pesadamente en mi hombro y, al mismo tiempo, veía desde afuera como un hombre tironeaba a un chico del hombro para moverlo de la puerta. Vi la sorpresa en sus ojos cuando no consiguió moverme. Yo era débil y esmirriado por fuera, pero por dentro la cosa era diferente. Su mirada perdida comenzó a centrarse en mí, como si recién ahora entendiera el hecho de que le estaba haciendo frente.
- ¿quién te crees que sos, pendejo? – me grito - No te bajo los dientes porque estoy con amigos, ahora correte y dejame pasar.
Una voz, que supongo era la mía, le contesto que solo lo iban a pasar si era para irse. Todos, se tenían que ir todos, le dije. Le dije que ya había gente invitada, que no había lugar para borrachos de mierda. Ya no. Mis declaraciones suscitaron carcajadas generales en mis invitados. Mi padre, en cambio, estaba lívido como la cera. Lentamente vi como abría la boca. Presencie su estallido como si fuera en cámara lenta. Escuchaba sus gritos, sus insultos, sentía sus empujones, sus desafíos a que lo sacara, a que si era tan machito los echara. Quería verlo, decía, quería ver como un pendejo maricon los echaba a los cuatro a patadas en el culo, quería… Y de repente, se calló. Mientras, yo permanecía en silencio, ausente. Soñaba con un pasillo, con una puerta oscura. Con algo que pugnaba por salir. Durante todos esos años había buscado escapar. Me había pedido ayuda, me había mostrado lo que podía hacer por mi si lo ayudaba. Una especie de pacto. Podía darme confianza, podía hacer que Micaela se quede, podía matarlos a todos. Me deje caer en aquel insondable pozo de oscuridad y me abrace con todas mis fuerzas a lo que fuera que hubiese allí. La compuerta se abrió y sentí como un viento fétido, tan fétido que me descompongo solo de recordarlo, salía a gran presión.
Por algunos segundos aquella cocina fue el infierno. Alguien había abierto de repente la puerta de un horno gigantesco. Ninguno de ellos llego a decir nada. Los tres borrachines quedaron como estaban, sentados en las sillas, congelados para siempre en una expresión de horror inesperado.
Mi padre, que apenas unos segundos antes vociferaba que iba a darme una buena lección, cayo sentado de bruces. No se si acuso el golpe, no se si llego a entender algo. Lo que si recuerdo es que no hablo. No llego a decir nada. Ni el ni los otros. Uno de los vagos se llevo las manos al cuello. Mi padre se retorció un poco mas que el resto. Pude haberme detenido cuando estaban muertos, pero no lo hice. Continue con el askterabit hasta que sus cuerpos comenzaron a deformarse, a pudrirse progresivamente, a volverse masas de carne. Era como si se cocinasen en un gigantesco microondas, como si fuesen victimas de un desastre nuclear. Tras varios minutos - ¿Seguiría Micaela mirando la película? – los cuerpos ya se asemejaban a cuatro masas de excremento del tamaño una caja de zapatos. ¿acaso continuarían reduciéndose, degradándose, erosionándose? Tenía la esperanza de que mi odio los redujera completamente a nada.

16 abr 2020

Cien mil razones para patear un tacho

Mi vida es un monton de mierda, pense. Apilada, puesta con descuido una cosa sobre la otra. Meta y meta y meta hasta que en algun momennto se llena la bolsa. Se llena hasta el tope, tanto que ya no es posible cerrarla. Pero claro, la mierda sigue llegando: a tiempo como cartero aleman. Llega todos los dias y a primera hora de la mañana y por supuesto hay que seguir metiendola en la bolsa. Y si no entra, empujar para que entre. Muchas veces incluso metiendo medio brazo adentro de la porqueria. Golpeandola como si fuera un saco de box.
Debo de haber pensado todas estas cosas o algunas muy parecidas. Por eso cuando vi aquel tacho en el callejón no pude hacer otra cosa que patearlo. Primero grite. Fue un grito de guerra, algo propio de los animales. El grito, en caso se ser necesario, inmoviliza a la presa. Asi cazan las ballenas. Luego tome carrera o, mejor dicho, corri hacia el tacho para luego, ahora si, finalmente, descargar la ira de mi conclusión (que mi vida, como ese tacho, esta llena de porqueria hasta el tope) propinandole a aquel cacharro una soberbia patada. Una patada digna de Julio Cesar o de Carlomagno. Joder, ni siquiera Carlomagno podria patear tachos como los pateo yo. 
Por supuesto - y esto le diria a la policia en el supuesto caso de que esos idiotas me llevaran detenido - tambien podria ser que patee el tacho porque estaba borracho. Muy borracho. O porque no comía nada mas que mendrugos de porqueria - pan viejo, alguna sobra de los restaurantes de la avenida, o porque anoche volvi a dormir en los escalones de cemento del banco Credicop. Los escalones de cemento son frios como el hielo a la noche y calientes como una sarten a las doce del mediodia. El cemento es el enemigo natural de todo ser vivo. No me sorprende que los hijos de puta que dirigen el barco tengan un amor casi religioso por el cemento: cemento aqui, pavimento alla. ¿veo una plaza? LLamad a los camiones de cemento y volcadle encima toneladas de grava, de cal, de cemento y de brea. Asi piensan esos mierdas. No toleran las cosas que crecen. El cemento seria una razon mas que suficiente para patear el tacho con todas mis fuerzas. Y despues, por supuesto, esta el vuelo. ¿que saben ustedes del gozo y de la alegria de vivir si no conocen la verginosa sensacion de ver el pesado tacho de chapa, que hasta hace un segundo estaba asfixiado por cinco o diez kilos de inmundicia, volar por el aire primero hacia arriba pero tambien y al mismo tiempo hacia adelante, impulsado como magicamente por la fuerza de nuestro golpe, de un golpe dado con toda la energia de nuestros musculos, y en cuya ejecucion pusimos la totalidad de nuestra fuerza fisica y espiritual. Incluso parece que nuestro grito y hasta el brillo maniaco de nuestros ojos le da al tacho un envion extra. Y entonces, mientras el tacho vuela como Faeton en el carro de Apolo ( la tapa, si la tiene, describe su propia pendiente) uno se siente practicamente como un deportista olimpico. Como un lanzador de jabalinas o un corredor o un competidor de salto en largo. Recuerda uno entonces todos los tachos que ha pateado en su vida. Siente ya , y sobre todo si no lleva el calzado adecuado, el punzante dolor en los dedos si la patada fue de puntin. Se imagina los posibles resultados. Especula con la altura y la longitud maxima que alcanzara el tacho. Recuerda todo que aprendio, si es que alguna vez aprendio algo, sobre los movimientos parabolicos. 

- Claro que si, oficial, estoy conciente de que es delito dañar la propiedad publica pero, ¡joder! ¡tendria que haber visto usted que bellisima patada y que soberbia curva describio el tacho! ¿puede imaginarse usted el movimiento entropico de una pila de porqueria esparciendose y ramificandose en el aire? Imagine usted, oficial, si puede, lo que ocurriria si alguien sacase una foto en el momento preciso en el que el tacho esta en su Cenit. Porque es justamente en el Cenit, es decir, en el momento en que el objeto alcanza su maxima punto positivo antes de que la gravedad lo arrastre de vuelta hacia las verguenzas del mundo terrenal, el momento preciso en el que, sospecho yo que gracias a un capricho de alguna divinidad con un gran sentido estetico, la porqueria contenida dentro de la bolsa se alza en el aire como un vomito o como una flor que nace de repente. Visualice si lo desea, amigo de uniforme, tan amante como es usted de las leyes, lo que ocurriria si alguien pudiese pintar ese momento preciso. Si lo capturase, ¿que cree que veria? Probablemente, algo majestuoso: Un dragon vomitando fuego, Bucefalo parado sobre sus patas traseras, Venus naciendo del mar.

¿cuanto tiempo, cuantos años de nuestra vida pasamos metiendo basura en el tacho? Respuesta: algunos pasan exactamente toda su vida haciendo esto. Son muy ingeniosos y por supuesto estan llenos de voluntad. Uno no sabe si son brillantes o estupidos, pero lo cierto es que estan llenos de recursos para no dejar que su bolsa se llene. Por supuesto, todas las bolsas tienen limites fisicos mas alla de los cuales se rajan si se les mete mas presión. El truco esta en no admitir nunca este limite. Cuando lo superan y su bolsa se raja, estos tipos hacen caso omiso y siguen arrojando basura, de forma tal que esta termina cayendose al piso y formando verdaderas pilas que poco a poco llenan su casa. Toda su casa, todo su mundo es un tacho de basura. Son verdaderos cosmopolitas de la porqueria.

Quizas este siendo demasiado duro con ellos. De cierta forma, no los culpo. Es decir, ¿que otra cosa podrian hacer? Los tachos son finitos y escazos y esta gran cantidad de porqueria que produce su voracidad desborda siempre la capacidad de aquellos. Es por eso que existen los tachos publicos o, como le gusta decir a la policia, "de propiedad publica". Sencillamente es la solucion de algunos particulares para colocar su basura en los tachos de los demas. De manera que en este mundo de cemento no hay lugar para ascetas: si, a lo Ghandi, no llenas tu tacho, entonces tu tacho va a ser el tiradero de la mierda de alguien mas, tenlo por seguro. 

Claro, hablarle de estas cosas a los automatas que me apresan noche tras noche  me acarrea siempre una paliza. No digo que no la merezca, porque se que la merezco sobradamente. Pero por razones completamente opuestas a las que ellos creen. Si merezco todo tipo de castigos en esta vida es precisamente por no haber pateado el tacho muchisimo mas seguido. De cualquier manera, no les tengo miedo alguno. Ellos no pueden encerrarme para siempre y, aunque lo hicieran, hay mierda hasta rebosar apilada absolutamente en todos lados. La basura se acumula en tachos incluso y, sobre todo, en las prisiones. Por lo cual, no tengo nada que temer. Y ellos, creo yo, lo saben muy bien. Por eso no van nunca mas alla de la reprimenda, de la tirada de orejas o de la paliza brutal pero ideologicamente inocua. En cambio, yo conozco su miedo. Comprendo, ah, quizas demasiado bien, el miedo que los inquieta. La razon por la cual se sienten no solo obligados a poner un vigilante en cada esquina y una camara cada medio metro, sino a sentirse enfermos si no lo hacen, es porque no les importa cuanta mierda puedan generar siempre y cuando tengan absoluto control sobre ella. No temen  los desperdicions tanto como el desorden. No los asustan los desechos, los asusta el caos. Y esto por al menos dos razones: la primera, que los desechos son la prueba viviente de que hubo consumo. Para que haya desechos, tiene que haber un cuerpo principal del cual se desprendan, y tiene que haber alguien que elija consumir una "mejor parte" y al mismo tiempo descarte una "parte peor" que inmediatamente despues de descartada pasa a convertirse en el susodicho desecho, comunmente llamada basura , que yo prefiero terminos mas mistificadores como basura, bazofia, mierda o porqueria. La segunda razon es que la basura es basura siempre y cuando se la trate como tal. O sea, siempre y cuando este ordenada con el fin de ser almacenada para reciclaje o procesamiento. Cualquier accion o pensamiento que intente romper esta clasificacion o interrumpa sus procesos les genera un desagrado casi religioso: gente que come de la basura, gente que rebusca en ella, gente que duerme sobre ella o edifica sus casas sobre ella o, gente que como yo patea los tachos persiguiendo cierta escena esteticamente sugestiva. No importa si la base de fondo es ideologica o puramente pragmatica. Todos nosotros, los que vivimos en las calles y estamos mas cercanos a ser basura que mucha de la basura real, nos rebelamos de alguna forma contra la linea divisoria y contra la concepcion dominante de que toda basura es despreciable y debe ser inmediatamente separada de lo otro: de lo util, de lo bello, de lo importante, de todo aquello que sirve y que por eso es catalogada dentro del conjunto de "algo", es decir, de  "no-basura". 

En nuestra rebeldia encontramos nuestra utilidad. El caos que intencionalmente generamos nos salva de la total invalidez que, sin dudas, nos condenaria a la destruccion en sus basurales. Basurales con amplios muros de contencion, con vigilancia y con mostruosas maquinarias de muerte que nada tienen que envidiarle a los campos de concentracion. Y esto lo digo sin metafora alguna, pues los basurales son literalmente campos de concentracion. Concentran basura, y poco importa si es basura organica o inorganica, o si esa basura organica esta viva o esta muerta.

No permitire, mientras pueda, que este orden siga funcionando. Cada tacho es como un ataud, es un amasijo de posibilidades friamente compactada. Es una condena. Mi patada y la parabola que provoca es la liberacion de todo lo inhumanamente compactado, la fuerza, dentro de las negras bolsas. Comprendase entonces que hay muchas buenas razones para patear un tacho.



12 abr 2020

Reflejos condicionados

""Hay ciertas extrañas ocasiones en este raro asunto entremezclado llamado vida, en que uno toma el entero universo por una enorme broma pesada, aunque no llega a discernirle la gracia sino vagamente, y tiene algo mas que sospechas de que la broma no es a expensas sino de uno mismo."
Herman Melville


Las vio justo a tiempo. Había doblado por Hernandez para cruzar el puente y entonces diviso el vestido floreado de la mujer. Morena, bajita, menuda. Quizás algo retacona ¿o era que estaba embarazada? Era imposible saberlo así, en un vistazo rápido apenas dado a través de la ventanilla, pero le pareció ver en el borroso rostro una expresión atormentada; O quizás fuera por las criaturas que llevaba con ella - un nene de unos cinco años y una nena aún más chica, quizás de tres – uno agarrado de cada mano, haciendo equilibrio del otro lado de la baranda. Lo supo al instante: Estaban por saltar.
Obedeciendo quien sabe a qué instinto reflejo, a esos gritos mudos que son puramente corporales, no atino a otra cosa que a encender la sirena. Posiblemente porque sabía que una sirena de ambulancia es algo que la gente atiende de inmediato, ya sea para dejarla pasar o para cualquier otra cosa. Era una cuestión de costumbres, de educación social. Era una de las cosas que había aprendido como conductor de ambulancias: los reflejos condicionados.
Entonces pudo ver como la señora, distraída por una milésima de segundo de su propósito suicida, fijaba su atención en la ambulancia que se precipitaba sobre la vereda y luego frenaba a pocos metros en la mitad del puente. Vagamente se dio cuenta que estaba generando una escena, que sin dudas atraería la atención interrumpiendo el tráfico. En ese momento lo le importaba, en ese momento no pensó. Se tiro de la ambulancia casi en movimiento, con la esperanza de que cuando volviese a mirar a la baranda, el vestido floreado de la mujer siguiera ahí, ondeando como un símbolo de la esperanza humana. Y los chicos – pensó – por favor que los chicos siguieran ahí.
Seguían. Ya más de cerca, pudo estudiar rápidamente el rostro de la mujer. Era o parecía joven y, al mismo tiempo, los rasgos tenían cierta similitud con la dureza de los minerales. Esos rasgos – se dijo a si mismo – eran rasgos que podía reconocer en su propio rostro. Y en tantos otros rostros – algunos vivos, otros muertos – que había visto a lo largo de su vida. Eran las marcas propias de aquellos que atraviesan en vida un sinfín de sufrimientos.
Quiso convencerse de que la mujer realmente no quería morir. Había hecho un curso, cuando todavía era estudiante, para ayudar a personas en situaciones extremas. Le habían dicho que el primer paso para convencer a otro era convencerse a uno mismo. Busco los ojos de la mujer para establecer un vínculo, una conexión. Logro encontrarlos, pero de ellos no salía ninguna mirada. Aquella mujer, que si bien no quería morir al menos era dudoso que quisiera seguir viviendo, lo miraba como si fuese un objeto mas de la ciudad. Un farol, un pedazo de adoquín. Eran ojos que miraban sin ver. Que ya no querían ver nada. En el rostro de los niños no encontró nada que pudiera identificarse con el rostro de una criatura humana de corta edad. Si el rostro de la mujer era duro, los rostros de sus hijos estaban vacíos. No era que estuviesen marcados por la miseria: directamente estaban drenados por esta. Ni siquiera parecían tener miedo. Eso o bien no entendían lo que pasaba, lo que estaba a punto de suceder ¿o era que lo comprendían demasiado bien?
Se golpeo mentalmente varias veces para alejar de si esas reflexiones inútiles. Intentaba salvarlas, intentaba impedir la tragedia. ¿acaso no era su trabajo, su profesión, el camino que había elegido? Pero, al mismo tiempo… ¿qué sentido tenia, si era verdad lo que leía en el rostro de esos chicos, los intentos que estaba realizando para convencer a la mujer de que no saltara? Mientras comenzaba a elaborar un discurso para disuadir a la suicida, cierta parte suya sentía un peso que crecía y crecía. No era solamente el peso de aquellas tres vidas que intentaba sostener dentro de la existencia, sino también su vida propia, la cual se veía fuertemente interpelada en el proceso.
Utilizando todo lo que había aprendido en su vida, intento enarbolar lo mejor posible los argumentos que se le iban ocurriendo para justificar el sufrimiento, para ensalzar las ventajas de volver a levantarse al día siguiente, para convencer a la mujer de que seguir viviendo era algo que valía la pena a toda costa.
Sorprendentemente, la mujer parecía abierta a escucharlo. Todas las personas, incluso los suicidas que van a ensayar un salto mortal en el borde del puente tienen la necesidad de desahogarse, de pedir consejo, de contar su historia.
No, no era el caso. No debía dejarse tentar por las explicaciones fáciles. Ella no había ido hasta ahí a hacer teleteatro, no había ido buscando un psicoanalista: había ido al puente porque se iba a matar junto con sus hijos… a menos que alguien lo impidiese, y el destino o el azar habían querido que ese alguien fuera él.
Por las respuestas sollozantes de la mujer, entendió que era muy pobre. No tenía manera de sostenerse, decía. Sus hijos, flacos como palos de escoba -mirándolos bien vio que estaban casi en los huesos - se le morían de hambre. Dia tras día, hora tras hora, se morían de hambre. Tenían un rancho. Un par de sillas. Habían vendido todo lo demás. La crisis, la desgracia, deudas y enfermedades. Escucho sin alterarse la caterva de desgracias que constituían la vida de la mujer. Sabía que podía solidarizarse, pero no compadecerse. Tenia que mantener el foco positivo, ofrecer soluciones, no magnificar la tragedia, pero tampoco subestimarla. Daban igual los detalles: estaban en un pozo. Ella había intentado, le decía. Lo había intentado todo. Había golpeado tantas, tantas, tantas puertas. Había acudido a los amigos, al gobierno; había mendigado, había robado. Todos los caminos que había tomado la habían devuelto a la situación que ahora buscaba resolver de una manera brutal y definitiva.
- ¡Prefiero morirme yo antes que verlos morirse de hambre! - gritaba la mujer. Y si se iban a morir de todas formas, lo mejor era que no sufrieran. Esto también lo grito la mujer, pero él ya lo había entendido acaso desde el primer momento. ¿cómo logro entonces mantenerlos en la cornisa hasta que llegara la verdadera ayuda? No lo recordaba bien, pero de todas formas debió lograrlo de algún modo porque la policía y los bomberos habían llegado en algún momento y habían rescatado a la mujer y a sus hijos. Y entonces, seguramente - pero ¿qué significado tenía la expresión “seguramente” en esos días? - iban a separar a los nenes de la madre, que sin duda podía ser catalogada de peligrosa. Irían a parar con una asistente social que terminaría despachándolos como un paquete a un orfanato estatal, y de ahí… pero basta. En el mejor de los casos volverían con la madre. En el peor pasarían años sufriendo las condiciones de los orfanatos ecuatorianos.
Sentado en el asiento de la ambulancia, mantenía la puerta abierta para sentir la corriente de aire. Hasta cierto punto, noto que le faltaba el aliento. ¿temblaba? Muy levemente. El peso en la boca del estomago había desaparecido en parte. Era asombroso que aun pudiera verse afectado de tal manera por estas situaciones. El, un enfermero veterano que ya había visto correr tanta agua por debajo del puente. Se lleno una mano al pecho y la otra sobre los ojos, mientras respiraba profundamente. La policía iba y venia de un lado a otro, luchando como hormigas para restaurar lo mas rápido posible la circulación vial en el puente.
Todo el episodio, desde que había prendido la sirena hasta que algún oficial le ordenaba volver a la ambulancia, se le aparecía vedado por una niebla densa, como si se tratase de algo ocurrido en un sueño lejano. ¿así que eso era el shock? ¿eso era estar conmocionado? Mientras tomaba, ya en su casa, una taza de café caliente se dijo a si mismo que seguramente había operado, el también, por alguna clase de reflejo condicionado, guiado por alguna especie de sentido del deber en donde casi no había mediado la reflexión. Porque la reflexión, si la hubiese tenido – la tenia ahora, en ese momento – le habría sugerido que, a lo mejor, la lógica de la mujer era correcta y que lo mejor tanto para ella como para sus hijos era saltar del puente y terminar todo aquello de una manera rápida, sencilla y humana. Perdido en el fondo negro de la taza de café, recordó súbitamente unas palabras que decía su padre: "¿de qué sirve alimentar a las palomas?".
¿De qué sirve, digo yo, alimentar a las palomas? Solía decir su padre utilizando un tono entre cínico y desesperado. Según recordaba, la frase hacía referencia a la inutilidad dar limosna a los innumerables mendigos que inundaban Quito ya en tiempos de su padre y que, tras todos esos años, no habían hecho mas que multiplicarse.
- ¿para qué, que objeto tiene? - murmuro en voz baja, al momento que su mujer le retiraba la taza de café y preguntándole si había dicho algo. Los ojos de su mujer, los suyos propios, ¿estaban tan lejanos a los ojos de piedra de la mujer del puente? ¿cuán diferente seria su propia cara, su propia boca, sus propios ojos de aquí a unos años? Esto no lo pensó o más bien no quiso pensarlo. Esa noche se durmió abrazado a su mujer con el mismo apego al que un náufrago se abraza al madero que lo mantiene a flote.

Las había visto justo a tiempo. Termino por contarle todo a su mujer; Luego le conto a sus compañeros, le conto a sus amigos un tiempo después mientras tomaban, una tras otra, jarras de cerveza los fines de semana. Las había visto justo a tiempo, o tal vez demasiado tarde.
Y luego ocurrió que pasaron los días y estallaron en el mundo nuevas hecatombes que, valga decirlo, eran siempre nuevas formas de los viejos males. Epidemias, estallidos sociales, crisis económicas. El nuevo vino en el viejo odre latinoamericano. La maquinaria invisible que opera el dios maligno que esta total y completamente empeñado en jodernos la existencia.
Una noche se encontró tarde, casi de madrugada, cerca del puente donde salvo a la mujer. No le sorprendió no encontrar su billetera en el bolsillo del pantalón cuando, acusado por el viento frio viento de la mañana, metió la mano hasta el fondo de sus bolsillos buscando algo de calor en su propio cuerpo. ¿acaso la había perdido? Intento recordar, pero estaba demasiado borracho ordenar sus ideas. Al final, la respuesta le vino sola: No. No la había perdido. La había dejado, adrede, sobre la mesa del bar cuando se retiraba. Se lo había gastado todo, todo lo que le quedaba por lo que, ¿Qué utilidad tenía la billetera? Insistió en invitar hasta la última jarra como si no quise se quedarse con aquella suma inmunda que le quedaba. ¿para qué? Todo o nada, y si ese todo es una miseria que se parece más bien a la nada, entonces mejor la nada misma, que es más digna. ¿acaso lo era esa la lógica de la mujer del puente, a la que había salvado y ahora se preguntaba precisamente para qué? En efecto, ¿para qué? ¿Dónde estaba la mujer? ¿Dónde estaban sus hijos? ¿Dónde estaban todas las palomas que había salvado en esos años? ¿No era cierto, después de todo, que era inútil alimentarlas? Había crecido, pese a las acidas sentencias de su padre, pensando que si lo era. En la escuela, en la universidad, le habían enseñado a pensar que sí. Y sin embargo al principio, muy en su interior, había tenido dudas. Se sorprendió por haberlo olvidado. Se sorprendió todavía mas por haberlo recordado después de tanto tiempo. En algún momento de su vida había sido un defensor de la lógica de la mujer suicida.
Noto que caminaba zigzagueando, trazando eses a lo largo del puente. Se detuvo al llegar a la mitad. Lo que sea que hubiese tomado se la había subido a la cabeza muy rápidamente. ¿Qué había tomado, a fin de cuentas? No estaba seguro. Los días anteriores se le confundían ¿Estaba demasiado ebrio para olvidar lo que había hecho? Estaba. ¿Estaba lo suficientemente ebrio como para olvidar lo que tenía que hacer? No, por supuesto que no. Tenía que volver a su casa. Tenia que pagar las cuentas. Tenia que volver a la ambulancia. Tenia que volver para alimentar a las palomas. Ojalá – pensó – estuviera lo suficientemente borracho como para olvidarme de todo. Varias ideas se le vinieron a la mente al mismo tiempo. De todas estas, una tenia la causticidad del ácido nítrico. Destaco entre las demás como un clavo ardiente. Supo que la idea no era nueva. Que venia germinando dentro suyo desde hace tiempo quizás desde el momento mismo del rescate. Quizás desde el momento mismo en que había divisado el vestido floreado de la mujer ondeando en la cornisa.
La noche había sido fría y oscura, pero ya el sol asomaba ya tímidamente tras el horizonte, como queriendo simbolizar la promesa de un futuro más brillante, más cálido, mejor. En algún momento, se había detenido. Había pasado primero una pierna, luego la otra. Se había sentado sobre la baranda, de cara al rio. ¿Esperaba la salida del sol? La flexión de las rodillas lo mantenía levemente inclinado hacia adelante, hacia el rio. Solo la presión de los dedos, la fuerza de los brazos evitaba la caída, el fatal deslizamiento. Tenia frio y sueño. Tenia que esforzarse para no cerrar los ojos. ¿y si abría los dedos? Por un momento sintió la fuerte tentación de soltarse, de dejarse ir. Y seguramente hubiera cedido si no hubiera escuchado el estruendoso claxon de una bocina y, casi inmediatamente después, la voz enérgica y preocupada de alguien que le daba la voz de alto.