Herman Melville
Las
vio justo a tiempo. Había doblado por Hernandez para cruzar el puente y
entonces diviso el vestido floreado de la mujer. Morena, bajita, menuda. Quizás
algo retacona ¿o era que estaba embarazada? Era imposible saberlo así, en un
vistazo rápido apenas dado a través de la ventanilla, pero le pareció ver en el
borroso rostro una expresión atormentada; O quizás fuera por las criaturas que llevaba
con ella - un nene de unos cinco años y una nena aún más chica, quizás de tres –
uno agarrado de cada mano, haciendo equilibrio del otro lado de la baranda. Lo
supo al instante: Estaban por saltar.
Obedeciendo
quien sabe a qué instinto reflejo, a esos gritos mudos que son puramente
corporales, no atino a otra cosa que a encender la sirena. Posiblemente porque sabía
que una sirena de ambulancia es algo que la gente atiende de inmediato, ya sea
para dejarla pasar o para cualquier otra cosa. Era una cuestión de costumbres,
de educación social. Era una de las cosas que había aprendido como conductor de
ambulancias: los reflejos condicionados.
Entonces
pudo ver como la señora, distraída por una milésima de segundo de su propósito
suicida, fijaba su atención en la ambulancia que se precipitaba sobre la vereda
y luego frenaba a pocos metros en la mitad del puente. Vagamente se dio cuenta
que estaba generando una escena, que sin dudas atraería la atención
interrumpiendo el tráfico. En ese momento lo le importaba, en ese momento no pensó.
Se tiro de la ambulancia casi en movimiento, con la esperanza de que cuando
volviese a mirar a la baranda, el vestido floreado de la mujer siguiera ahí,
ondeando como un símbolo de la esperanza humana. Y los chicos – pensó – por
favor que los chicos siguieran ahí.
Seguían.
Ya más de cerca, pudo estudiar rápidamente el rostro de la mujer. Era o parecía
joven y, al mismo tiempo, los rasgos tenían cierta similitud con la dureza de los
minerales. Esos rasgos – se dijo a si mismo – eran rasgos que podía reconocer
en su propio rostro. Y en tantos otros rostros – algunos vivos, otros muertos –
que había visto a lo largo de su vida. Eran las marcas propias de aquellos que
atraviesan en vida un sinfín de sufrimientos.
Quiso
convencerse de que la mujer realmente no quería morir. Había hecho un curso, cuando
todavía era estudiante, para ayudar a personas en situaciones extremas. Le habían
dicho que el primer paso para convencer a otro era convencerse a uno mismo. Busco
los ojos de la mujer para establecer un vínculo, una conexión. Logro encontrarlos,
pero de ellos no salía ninguna mirada. Aquella mujer, que si bien no quería
morir al menos era dudoso que quisiera seguir viviendo, lo miraba como si fuese
un objeto mas de la ciudad. Un farol, un pedazo de adoquín. Eran ojos que
miraban sin ver. Que ya no querían ver nada. En el rostro de los niños no encontró
nada que pudiera identificarse con el rostro de una criatura humana de corta
edad. Si el rostro de la mujer era duro, los rostros de sus hijos estaban vacíos.
No era que estuviesen marcados por la miseria: directamente estaban drenados
por esta. Ni siquiera parecían tener miedo. Eso o bien no entendían lo que pasaba,
lo que estaba a punto de suceder ¿o era que lo comprendían demasiado bien?
Se
golpeo mentalmente varias veces para alejar de si esas reflexiones inútiles.
Intentaba salvarlas, intentaba impedir la tragedia. ¿acaso no era su trabajo, su
profesión, el camino que había elegido? Pero, al mismo tiempo… ¿qué sentido
tenia, si era verdad lo que leía en el rostro de esos chicos, los intentos que
estaba realizando para convencer a la mujer de que no saltara? Mientras comenzaba
a elaborar un discurso para disuadir a la suicida, cierta parte suya sentía un
peso que crecía y crecía. No era solamente el peso de aquellas tres vidas que
intentaba sostener dentro de la existencia, sino también su vida propia, la
cual se veía fuertemente interpelada en el proceso.
Utilizando
todo lo que había aprendido en su vida, intento enarbolar lo mejor posible los
argumentos que se le iban ocurriendo para justificar el sufrimiento, para
ensalzar las ventajas de volver a levantarse al día siguiente, para convencer a
la mujer de que seguir viviendo era algo que valía la pena a toda costa.
Sorprendentemente,
la mujer parecía abierta a escucharlo. Todas las personas, incluso los suicidas
que van a ensayar un salto mortal en el borde del puente tienen la necesidad de
desahogarse, de pedir consejo, de contar su historia.
No,
no era el caso. No debía dejarse tentar por las explicaciones fáciles. Ella no había
ido hasta ahí a hacer teleteatro, no había ido buscando un psicoanalista: había
ido al puente porque se iba a matar junto con sus hijos… a menos que alguien lo
impidiese, y el destino o el azar habían querido que ese alguien fuera él.
Por
las respuestas sollozantes de la mujer, entendió que era muy pobre. No tenía
manera de sostenerse, decía. Sus hijos, flacos como palos de escoba -mirándolos
bien vio que estaban casi en los huesos - se le morían de hambre. Dia tras día,
hora tras hora, se morían de hambre. Tenían un rancho. Un par de sillas. Habían
vendido todo lo demás. La crisis, la desgracia, deudas y enfermedades. Escucho
sin alterarse la caterva de desgracias que constituían la vida de la mujer. Sabía
que podía solidarizarse, pero no compadecerse. Tenia que mantener el foco
positivo, ofrecer soluciones, no magnificar la tragedia, pero tampoco
subestimarla. Daban igual los detalles: estaban en un pozo. Ella había
intentado, le decía. Lo había intentado todo. Había golpeado tantas, tantas, tantas
puertas. Había acudido a los amigos, al gobierno; había mendigado, había
robado. Todos los caminos que había tomado la habían devuelto a la situación
que ahora buscaba resolver de una manera brutal y definitiva.
-
¡Prefiero morirme yo antes que verlos morirse de hambre! - gritaba la mujer. Y
si se iban a morir de todas formas, lo mejor era que no sufrieran. Esto también
lo grito la mujer, pero él ya lo había entendido acaso desde el primer momento.
¿cómo logro entonces mantenerlos en la cornisa hasta que llegara la verdadera
ayuda? No lo recordaba bien, pero de todas formas debió lograrlo de algún modo
porque la policía y los bomberos habían llegado en algún momento y habían
rescatado a la mujer y a sus hijos. Y entonces, seguramente - pero ¿qué significado
tenía la expresión “seguramente” en esos días? - iban a separar a los nenes de la
madre, que sin duda podía ser catalogada de peligrosa. Irían a parar con una
asistente social que terminaría despachándolos como un paquete a un orfanato estatal,
y de ahí… pero basta. En el mejor de los casos volverían con la madre. En el
peor pasarían años sufriendo las condiciones de los orfanatos ecuatorianos.
Sentado
en el asiento de la ambulancia, mantenía la puerta abierta para sentir la corriente
de aire. Hasta cierto punto, noto que le faltaba el aliento. ¿temblaba? Muy
levemente. El peso en la boca del estomago había desaparecido en parte. Era
asombroso que aun pudiera verse afectado de tal manera por estas situaciones.
El, un enfermero veterano que ya había visto correr tanta agua por debajo del
puente. Se lleno una mano al pecho y la otra sobre los ojos, mientras respiraba
profundamente. La policía iba y venia de un lado a otro, luchando como hormigas
para restaurar lo mas rápido posible la circulación vial en el puente.
Todo
el episodio, desde que había prendido la sirena hasta que algún oficial le
ordenaba volver a la ambulancia, se le aparecía vedado por una niebla densa,
como si se tratase de algo ocurrido en un sueño lejano. ¿así que eso era el
shock? ¿eso era estar conmocionado? Mientras tomaba, ya en su casa, una taza de
café caliente se dijo a si mismo que seguramente había operado, el también, por
alguna clase de reflejo condicionado, guiado por alguna especie de sentido del
deber en donde casi no había mediado la reflexión. Porque la reflexión, si la
hubiese tenido – la tenia ahora, en ese momento – le habría sugerido que, a lo
mejor, la lógica de la mujer era correcta y que lo mejor tanto para ella como
para sus hijos era saltar del puente y terminar todo aquello de una manera rápida,
sencilla y humana. Perdido en el fondo negro de la taza de café, recordó súbitamente
unas palabras que decía su padre: "¿de qué sirve alimentar a las
palomas?".
¿De
qué sirve, digo yo, alimentar a las palomas? Solía decir su padre utilizando un
tono entre cínico y desesperado. Según recordaba, la frase hacía referencia a
la inutilidad dar limosna a los innumerables mendigos que inundaban Quito ya en
tiempos de su padre y que, tras todos esos años, no habían hecho mas que multiplicarse.
-
¿para qué, que objeto tiene? - murmuro en voz baja, al momento que su mujer le
retiraba la taza de café y preguntándole si había dicho algo. Los ojos de su
mujer, los suyos propios, ¿estaban tan lejanos a los ojos de piedra de la mujer
del puente? ¿cuán diferente seria su propia cara, su propia boca, sus propios
ojos de aquí a unos años? Esto no lo pensó o más bien no quiso pensarlo. Esa
noche se durmió abrazado a su mujer con el mismo apego al que un náufrago se
abraza al madero que lo mantiene a flote.
Las
había visto justo a tiempo. Termino por contarle todo a su mujer; Luego le
conto a sus compañeros, le conto a sus amigos un tiempo después mientras
tomaban, una tras otra, jarras de cerveza los fines de semana. Las había visto
justo a tiempo, o tal vez demasiado tarde.
Y
luego ocurrió que pasaron los días y estallaron en el mundo nuevas hecatombes que,
valga decirlo, eran siempre nuevas formas de los viejos males. Epidemias,
estallidos sociales, crisis económicas. El nuevo vino en el viejo odre
latinoamericano. La maquinaria invisible que opera el dios maligno que esta
total y completamente empeñado en jodernos la existencia.
Una
noche se encontró tarde, casi de madrugada, cerca del puente donde salvo a la mujer.
No le sorprendió no encontrar su billetera en el bolsillo del pantalón cuando, acusado
por el viento frio viento de la mañana, metió la mano hasta el fondo de sus
bolsillos buscando algo de calor en su propio cuerpo. ¿acaso la había perdido?
Intento recordar, pero estaba demasiado borracho ordenar sus ideas. Al final,
la respuesta le vino sola: No. No la había perdido. La había dejado, adrede,
sobre la mesa del bar cuando se retiraba. Se lo había gastado todo, todo lo que
le quedaba por lo que, ¿Qué utilidad tenía la billetera? Insistió en invitar
hasta la última jarra como si no quise se quedarse con aquella suma inmunda que
le quedaba. ¿para qué? Todo o nada, y si ese todo es una miseria que se parece más
bien a la nada, entonces mejor la nada misma, que es más digna. ¿acaso lo era
esa la lógica de la mujer del puente, a la que había salvado y ahora se
preguntaba precisamente para qué? En efecto, ¿para qué? ¿Dónde estaba la mujer?
¿Dónde estaban sus hijos? ¿Dónde estaban todas las palomas que había salvado en
esos años? ¿No era cierto, después de todo, que era inútil alimentarlas? Había
crecido, pese a las acidas sentencias de su padre, pensando que si lo era. En
la escuela, en la universidad, le habían enseñado a pensar que sí. Y sin
embargo al principio, muy en su interior, había tenido dudas. Se sorprendió por
haberlo olvidado. Se sorprendió todavía mas por haberlo recordado después de
tanto tiempo. En algún momento de su vida había sido un defensor de la lógica
de la mujer suicida.
Noto
que caminaba zigzagueando, trazando eses a lo largo del puente. Se detuvo al
llegar a la mitad. Lo que sea que hubiese tomado se la había subido a la cabeza
muy rápidamente. ¿Qué había tomado, a fin de cuentas? No estaba seguro. Los días
anteriores se le confundían ¿Estaba demasiado ebrio para olvidar lo que había hecho?
Estaba. ¿Estaba lo suficientemente ebrio como para olvidar lo que tenía que
hacer? No, por supuesto que no. Tenía que volver a su casa. Tenia que pagar las
cuentas. Tenia que volver a la ambulancia. Tenia que volver para alimentar a
las palomas. Ojalá – pensó – estuviera lo suficientemente borracho como para
olvidarme de todo. Varias ideas se le vinieron a la mente al mismo tiempo. De
todas estas, una tenia la causticidad del ácido nítrico. Destaco entre las demás
como un clavo ardiente. Supo que la idea no era nueva. Que venia germinando
dentro suyo desde hace tiempo quizás desde el momento mismo del rescate. Quizás
desde el momento mismo en que había divisado el vestido floreado de la mujer
ondeando en la cornisa.
La
noche había sido fría y oscura, pero ya el sol asomaba ya tímidamente tras el
horizonte, como queriendo simbolizar la promesa de un futuro más brillante, más
cálido, mejor. En algún momento, se había detenido. Había pasado primero una
pierna, luego la otra. Se había sentado sobre la baranda, de cara al rio. ¿Esperaba
la salida del sol? La flexión de las rodillas lo mantenía levemente inclinado hacia
adelante, hacia el rio. Solo la presión de los dedos, la fuerza de los brazos
evitaba la caída, el fatal deslizamiento. Tenia frio y sueño. Tenia que
esforzarse para no cerrar los ojos. ¿y si abría los dedos? Por un momento sintió
la fuerte tentación de soltarse, de dejarse ir. Y seguramente hubiera cedido si
no hubiera escuchado el estruendoso claxon de una bocina y, casi inmediatamente
después, la voz enérgica y preocupada de alguien que le daba la voz de alto.
2 comentarios:
Si, buena alegoría del capitalismo. También de la deshumanización y de la red de eslabones que mantienen la inersia. Creo que es una buena expresión la de "reflejos condicionados" para reemplazar la esperanza y la fe que nada que ver, no tienen verdadera cabida cuando se toca fondo.
No es una alegoria, es un relato que podria ocurrir en el mundo actual. Lo de reflejos condicionados tiene que ver con que muchas veces reaccionamos como Pavlovianamente sin pensar a fondo las situaciones y sus trasfondos. "Hay que salvarle la vida a cualquier persona, en cualquier situacion", parece ser la maxima que opera aqui. Todo el cuento es la transicion desde ese accionar a la reflexion posterior, aplicada luego a la propia vida. Basicamente pasa de "¿vale la pena salvar toda vida? a ¿vale la pena salvar la mia entonces? y tambien esta implicita o no tan implicita la idea de que vivir en el mundo es siempre un constante salvarnos la vida.
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