26 jul 2013

Del Oficinista

“Es verdad: nosotros amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar”
Friedrich Nietzsche.

Me acabo de dar cuenta, y casi no hay tiempo para escribirlo: Paso nueve 8 diarias en una oficina. Aterrador. Cuando lo pienso así, a secas, es sencillamente aterrador. No importan las circunstancias o las razones, todos esos hilos que sostienen a las cosas mas aburridas e inverosímiles en su lugar: A veces hay que mirar a las cosas con simpleza. 8 horas, una oficina y yo. Yo y ocho horas en un rectángulo trazado dentro de otro rectángulo trazado dentro de otro rectángulo. Aquí es casi todo rectangular o cuadrado. Mi escritorio es también un rectángulo; Un cubículo, mejor dicho. Hay Catorce cubículos en la oficina.
Una oficina es mucho menos pero también mucho mas de lo que a simple vista se puede observar. A simple vista (o dicho de otro modo, a la vista de los simples, de los felices simplones y livianos vagabundos que no pasan nueve horas diarias en la oficina) no es mucho más que un gran cubículo dividido en secciones que a su vez están subdivididas en cubículos. Claro esta que cuando uno pasa todo el día encerrado en un espacio tan pequeño entonces todo comienza a volverse pequeño, y si uno realiza encima tareas insignificantes junto a otros hombres también insignificantes (por que no crean que yo me excluyo) entonces todo adquiere la apariencia de un aburrido mecanismo de relojería. Hay algo que se desgasta, algo que se endurece… también algo que se asienta, que sedimenta en el alma.
Pasar nueve horas diarias en una oficina es, se lo mire como se lo mire, un crimen contra la humanidad. Contra la humanidad propia, primero, y contra la humanidad en general después. ¡Y pensar que nosotros los hombres vivimos vidas tan cortas y limitadas! Yo creo que ni siquiera un dios inmortal, si tiene un poco de dignidad, admitiría pasar más de dos días seguidos en una oficina. Y es que no hay lugar para la vida en tales recintos. No solo todo se empequeñece, sino que también se seca y termina por morir.
En las mas bienaventuradas de las oficinas reina el hastió. En las mas desdichadas impera la desesperación. Véanme a mi si no. Uno realmente cree que hace algo, que esta haciendo algo, que esta trabajando, desempeñando una función importante o satisfactoria, pero en realidad para nada es así. Uno no desempeña ninguna función: En las oficinas, el ser humano funciona. Adviertan la diferencia: Funciona, ni más ni menos. Bueno, a veces muchísimo menos. El trabajo es la abolición del genio, pongamos a Baudelaire ocho horas diarias en una oficina durante dos o tres años e irremediablemente lo convertiremos en un engendro despreciable que solo por analogía o por pura maldad podría ser llamado hombre, hombre en todo el sentido integro de la palabra.
Es la ley del habito, señores, es la ley del habito, y mas nos valdría pegarnos un tiro a pasar ocho horas diarias en una asquerosa jaula con alfombra y poca ventilación. Vean: en las oficinas no hay sol, no hay agua, no hay viento y, no se engañen, tampoco hay seres humanos. En las oficinas solo hay 3 cosas: Funciones, Tareas y algo que se suele llamar (por una horrible equivocación) Café. Si faltan alguna de estas tres entonces no es una oficina, es otra cosa.
Kafka, que sin duda es el mas terrible y oscuro de los escritores, concibió la correctamente a la desesperación en su sentido puro al colocar el absurdo en la burocracia misma. El hombre, convertido en funcionario, despersonalizado, reducido a sus aspectos funcionales y potenciado en estos hasta el punto de que estos aspectos borran todo rasgo de personalidad feliz y espontanea, es comparable a una aspiradora o a un par de pantuflas: No es, sirve. El sentido de la vida está regido por el imperativo hipotético. Si P, entonces Q. Claramente en la oficina el hombre es Q. P es siempre la función, y el hombre le esta (y decimos hombre solamente por respeto) siempre subordinado a esta función. Su existencia dentro de la oficina depende de la función, no que “el cumple”, sino que “el ES”. La expresión “recursos humanos” es la expresión antropológica más lograda del siglo XX.
En esta oficina en la que paso ocho horas (mas una para comer, dos para viajar, ocho para dormir y dos para preparar las condiciones que me permitan volver al día siguiente, con lo cual sumo una veintiún horas de las veinticuatro horas de cada día de mi vida), estoy al mismo nivel que el teléfono, que los sellos, que la impresora o que la silla en la que estoy sentado: Todas estas cosas existen para algo, para ser usadas por alguien más, y también yo. Esto, que solo puede ser llamado “vida” luego de varios vasos de vodka o de toda una noche de revolcarme furiosamente en la cama con una mujer, suele ser el modo de vida que vivimos la gran parte de las personas que habitamos estos pesadillescos calabozos denominados ciudades. Uno no lo sabe con certeza pero lo sabe: Esto puede ser muchas cosas, pero no es la vida. Y nosotros, que día tras día nos reducimos al habito impuesto por las instituciones impersonales, somos cualquier cosa. Si, somos indefectiblemente cualquier cosa, todo menos hombres.  Y es que el hombre moderno es hombre solo de nombre, solo de palabra. Esta tan mediocre, tan cansado, tan empequeñecido que ya no puede autodenominarse el animal más independiente y libre de la creación. Es mas que obvio: miren a cualquier perro de la calle o a cualquier gato en un tejado, a cualquier bicho que ande por el aire o por las paredes, y este es años luz más libre, mas autónomo y seguramente tambien mas feliz que el pobre tipo que se pasa la vida viajando en colectivos y pagando cuentas. “Vida de oficina” es una contradicción entre los términos, un absurdo o al menos una expresión que debe encerrar seguramente un sentido místico, un significado ulterior, de alquimista.
¡Y, dios mío, las valoraciones que uno aprende en estos antros!. No es suficiente vernos reducidos a la impotencia de tener que pasar el día en compañía de abrochadoras y computadoras, vestidos como muñecos de torta, con zapatos y camisas horribles, hundidos en el más negro de los hastíos, no, sino que además se nos enseña a creer en un hombre que es más o menos hombre según la utilidad. Aprendemos a valorar a los demás no según lo que estos son, sino según estos nos sirven para esto o aquello. Créanme lo que les digo: cuando uno aprende a pies juntillos esta valoración, entonces esta frito. El que valora asi, por supuesto, ya no es un hombre. Es, como dije, cualquier cosa: un microbio, una baldosa, un maniquí que come y vive, un autómata. La gente comienza a volverse autómata por habito, y luego continua por autómata por inercia, porque ya no conoce algo mejor, no conoce otra cosa, no tiene nada para decir ni nada para aprender.
Además, la oficina es nihilista. ¿Nadie se da cuenta? Pasamos gran parte de nuestra vida deseando salir de la oficina para vivir. La existencia tiene asi entonces dos caras: La oficina y la iglesia. Es increíble como estos dos recintos se complementan, al punto de que de algún modo toda oficina tiene siempre su religión propia y cada iglesia tiene siempre sus correspondientes oficinas. Una religión, un culto a la burocracia es sin duda el absurdo máximo y también el máximo terror. Claro esta que cuando digo iglesia hablo de cualquier tipo de iglesia, como puede ser el burdel o la televisión. Como bien dijo el señor Núñez, el oficinista no pertenece a la especie. Es un aborto, una condición curiosa y neurótica, un caso digno de estudio, un pobre infeliz que habría que mandar al manicomio, a la montaña o al impenetrable chaqueño y, en fin, a cualquier lugar adonde al ser humano se le exija valerse por lo que es y no por su utilidad a oscuros señores.
Si uno lo piensa practica y fríamente, se da cuenta que tiene mas valor morirse, que es preferible volarse la tapa de los sesos o saltar de un cuarto piso, ir a la guerra o morir borracho y drogado en la putrefacta cama de la peor de las putas antes que vivir esta existencia cíclica de sueldos y tareas huecas. Esto es la desvida, la experimentación de la nada en forma de un mundo de objetos de plástico y de horarios fijos. Es un camino sin dudas hacia la neurosis. Creo que si las maquinas tuviesen voz, no sufrirían la mitad de los episodios de neurosis reprimida que un simple cadete de tribunales debe sufrir en su absurda carrera.

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