LAS
BASES HEDONISTAS DE LA ETICA
“¿Estamos
obligados a ser fieles a nuestros errores, aún sabiendo que con esta fidelidad
Dañamos
nuestro yo superior? No, no hay tal ley, no hay tal obligación; debemos ser
Traidores,
abandonar siempre nuestro ideal”[1]
El objetivo, o más bien la tarea, en esta
vida, es ser feliz. Hedonismo, si se quiere. O, mas bien, para ser realistas,
cosa de porcentajes. De ahí la creencia en que para la llegar a la felicidad
son necesarios sacrificios. Pero, ¿qué quiere decir llegar a la felicidad?
¿Quiere decir, acaso, que podemos llegar a ella de una vez y para siempre, para
no volver a salir? Por supuesto que no. La felicidad no es, entonces,
propiamente un objetivo. Los objetivos se alcanzan o se logran, y una vez
alcanzados, quedan superados precisamente porque adquirimos sobre ellos una
propiedad inviolable. Ganar una guerra o un campeonato, esos son objetivos.
Requieren sacrificios, pero una vez logrados, somos campeones de ese campeonato
o victoriosos de esa guerra, para siempre. Aleo
Jacta Est, porque nadie puede cambiar un hecho, ni siquiera el mismo dios,
como defendían algunos teólogos medievales.
La felicidad, en cambio, es un hacer. Así
lo entendía Aristóteles, aquel filosofo pagano eminentemente ético. La
felicidad entendida no como un objetivo, sino como acción, como una acción
inseparable de la vida y del movimiento. Nunca se llega a ser feliz de una vez
y para siempre, sino que se es feliz solo cuando se actúa y, más precisamente,
solo cuando se actúa de cierto modo.
¿Qué papel juegan aquí, entonces, esos
sacrificios de los que hablábamos al comienzo? Los sacrificios son sin duda
acciones. La vida misma puede definirse como un ininterrumpido obrar, como un
incesante devenir de acciones que se suceden una detrás de la otra de modo
imparable. Hacer, pensar y actuar son todos modos de acción, de movimiento.
Por sacrificio se entiende o soportar un
dolor presente para procurarse un placer futuro, o renunciar a un placer
presente para conseguir un placer futuro aun mayor. Una tercera variante sería
la de soportar un dolor o privarse de un placer, ambas para evitar un dolor
futuro mayor, pero estas son solamente los reversos pesimistas o extremos del
sacrificio, y aquí se trata mas bien de los sacrificios en aras de la
felicidad, comprendiendo que si bien la felicidad consta de evadir los dolores,
consta esencialmente de obtener objetivos placenteros.
Lo importante es que, sea en el caso que
sea, el sacrificio es siempre la renuncia al placer. Un sacrificio, pensado
como acción, es sin duda definible como una acción no placentera. Un sacrificio
es una acción no placentera orientada teleológicamente (es decir, en miras a un
fin futuro). El fin del sacrificio nunca está en el sacrificio mismo, sino en
los resultados que pensamos nos dará en el tiempo. ¿De dónde adquiere entonces
su validez y su sentido el sacrificio? De ninguna parte más que de su
efectividad. Los sacrificios inefectivos son sacrificios inútiles, pues
producen solo dolor o displacer.
Si dejásemos de lado el planteamiento teleológico
de la felicidad, el sacrificio seria solamente una acción displacentera o
dolorosa, y seria precisamente la acción a evitar. ¿No seria en ese caso, si
pensamos la vida como la suma de la totalidad de momentos vividos, lo cual es idéntico
a decir la suma de la totalidad de acciones realizadas, mas lógico creer que la
felicidad se logra realizando la menor cantidad de sacrificios posibles? Esta
postura es la de hedonismo simple, carente de todo idealismo.
Creer que la felicidad consta de cumplimiento
de objetivos, para los cuales pueden ser necesarios sacrificios, es la postura
del hedonismo idealista.
La cuestión es la siguiente: ¿es realmente
efectivo el hedonismo idealista? o, dicho de otro modo, ¿podemos ser felices en
una vida plagada de sacrificios, en una vida sacrificada? Si aceptamos la tesis
que dice que la felicidad es una acción, entonces el hedonismo simple choca con
el idealista. La pregunta, expresada con más profundidad, podría resumirse en:
¿es el objetivo un contrapeso suficiente para todo el displacer y el dolor del
sacrificio? ¿Está justificado?
La solución es, según mi opinión, cosa de
porcentaje. Grandes sacrificios solamente quedan justificados por grandes
objetivos. De ahí que los objetivos pequeño burgueses o los de la más básica
subsistencia no acepten, si se busca la felicidad, grandes sacrificios. Si
fuese así, el estado de supervivencia o el de pobreza podrían tomarse por
felicidad.
La respuesta a esta pregunta, que coincide
con el concepto mismo de realización, se responde en el estado de ánimo del
inquisidor.
Los sacrificios y las renuncias tienen
sentido solamente en una vida humana, ordenada según fines e ideales, es decir,
dentro de un esquema teleológico - ético.
En el resto de la naturaleza, deseo y
placer son el norte que inmediatamente guían las acciones de los seres. El
hedonismo simple antecede entonces al hedonismo idealista. La vida, librada a sí
misma, no está sujeta a ningún sistema moral y, por ende, no está de ningún
modo orientada a fines. Los sacrificios son entonces todos artificiales, no
fundados en la naturaleza humana, sino en la sumisión a ciertas ideas como
principios morales.
¿Cuál es el criterio que valide el uso de
tal o cual principio moral? No puede ser otro que este: Que nos acerque, lo más
posible, a la felicidad, no entendida esta como la sumisión al mismo principio
(pues esto es absurdo) sino según los cánones del hedonismo simple, a saber:
como un actuar placentero en primer lugar, y como un actuar no doloroso en el
segundo.
La ética idealista debe tener, si quiere
conducirnos a una verdadera felicidad, una base hedonista simple. Este
hedonismo debe ser la base solida que nos permita cambiar de ideales con la
frecuencia que haga falta para conservar nuestra felicidad.
Mas, ¿Qué es esta felicidad puramente
hedonista, sino un suplir constantemente nuestras necesidades subjetivas? Una
obvia dificultad de todo objetivo a largo plazo es el compromiso al que uno se
somete al proponérselo. Dicho compromiso supone una responsabilidad por y ante uno
mismo, en primer lugar, y ante los demás en segundo. No obstante, ¿de dónde, de
que fuerza podría surgir y mantenerse el cumplimiento de este compromiso, si no
es de nuestro deseo de placer? La
coherencia y la felicidad pueden coexistir solamente cuando nuestros ideales o
principios éticos, en base a los cuales elaboramos nuestros objetivos, emanan
natural y honestamente de nuestros deseos.
Con esto no quiere decirse que debamos
renunciar a los ideales para abandonarnos a los deseos meramente fisiológicos.
Ante cualquier acusación de Epicureísmo mal comprendido, responderemos con las
respuestas que el mismo Epicuro tenia para quien comparase a su sequito con los cerdos. Lo que se le reprocha a la ética idealista,
fundamentada sea en la noción de deber, sea en la de buen sentido, sea en bases
biológicas deterministas, es que los principios éticos no pueden de ninguna
manera ser fijos, y mucho menos a priori.
Estos éticas idealistas tienen su
fundamento en la creencia de que en la vida interior o universo de hechos
internos, existe un núcleo o substancia, conocido como yo o mente , que tiene
una facultad activa llamada voluntad, y una forma que lo define de un modo
subsistente. Esta forma es, según la postura específica de cada idealismo, o
bien a priori, o bien determinada biológicamente, o bien propia de cada sujeto
en particular, pero subsistente en ésta. Según esta postura, los principios
éticos emanan de la forma de este núcleo o yo, y la ética o lo moral suele
definirse como la facultad activa aplicada correctamente, es decir según la
forma del yo.
Nosotros estamos en oposición a la
concepción de un “Yo” fijo y determinado. Las únicas determinaciones o “formas” del yo que aceptamos son las
biológicamente necesarias, pues negar que hechos como las necesidades de
alimentarse y preservarse no deriven en principios éticos de carácter
universal, es atentar a un tiempo contra la experiencia y contra el sentido común.
Los principios que emanan de estas
necesidades son, por decirlo de algún modo, el sine qua non (condición necesaria, más no suficiente) de la
felicidad, así como el non plus ultra
de la pretendida universalidad en la forma del yo.
Aceptar
que existe una forma ya determinada del yo, es ceder peligrosamente la
autonomía. Pues de aquí estamos muy cercanos a aceptar que hay principios
moralmente universales, con validez
objetiva. Este hecho, que los idealistas suelen aceptar en mayor o menor
medida, suele contrastar con el hecho de la diversidad de principios éticos aun
vigentes, y con las consecuencias que esa variedad produce. Los idealistas, en
vez de derivar la infelicidad y los hechos inmorales de la acatación de
principios caducos o sin validez subjetiva, derivan estos hechos de un
incorrecto uso de la voluntad o de la no acatación a principios con validez
objetiva.
El yo no es para nada algo cristalizado,
algo estratificado, algo estático de lo que pueda decirse que tiene una forma ,
sino que es un cumulo de deseos que cambia constantemente, es más bien un
conjunto dinámico en perpetuo cambio, del cual no podemos estar del todo
ciertos[2].
Es necesario postular la autonomía
psicológica si no queremos caer en un absolutismo ético y en una concepción
“oficial” de la felicidad, definida por ideales que se supone objetivos.
La sumisión a principios éticos debe emanar
de nuestro estado actual,
comprendiendo este como la suma de deseos y necesidades psicológicas. Este
estado, que bien podemos llamar situación,
para enfatizar su carácter dinámico[3], está
causado (aunque de modo contingente) por un estado anterior, a la vez que
determina (también contingentemente, es decir, que puede hacerlo con cierta
libertad creadora) el estado que lo sucederá.
Esta es la verdadera base psicológica, que podríamos llamar de carácter Heracliteo,
que existe efectivamente por debajo e inherentemente a ese yo uno y eleáticamente Semper eadem. Los principios éticos y
los objetivos que, a partir de aquellos, nos dictamos, deben estar vitalmente
sujetos al cambio de esta base psicológica o, dicho de otro modo, estamos
obligados, si de ser felices se trata, a cambiar nuestros principios (y
entonces nuestros objetivos y sobre todo nuestras acciones) tantas veces como
sea necesario, con tal de que estos se adecuen lo más posible a nuestra
situación.
Según lo anterior, entendemos por Vital
todo principio que cumpla esta adecuación a la situación. Tomamos prestado el
concepto “decadente”[4] para
expresar todo principio que no se adecue a la situación, siendo más decadente
cuan más alejado esta de nuestra situación actual, tanto en el tiempo como en
distancia. Del mismo modo, son morales o vitales los objetivos que surjan de
principios vitales, y morales todas las acciones que se realicen por hedonismo
simple o teleológicamente según principios vitales. Inmorales, decadentes y
putrefactos son los objetivos que emanen de principios decadentes, e inmorales
todas las acciones que se realicen en sumisión a una autoridad o a un principio
heterogéneo a la voluntad, así como también aquellas orientadas
teleológicamente a principios decadentes.
Por autonomía (en el sentido moral)
entendemos la capacidad plástica y valerosa de re – estructurar y cambiar
constantemente nuestros principios de acuerdo a nuestra situación o estado
actual. Autonomía es la constante
revitalización de nuestros principios morales. La decadencia es lo opuesto a la autonomía, es decir, regirse por
principios que, al no emanar de nuestra disposición interna, no puede decirse realmente nuestra ni
obediente a nuestros intereses reales o a nuestra real felicidad. La decadencia
o estado de esclavitud nos hace permeables a regirnos por principios
“ortodoxos” a la vez que caducos para con nuestras necesidades vitales y, por
lo tanto, inútiles. Por lo anterior, se puede decir sin miedo a errar que
libertad es sinónimo de autonomía. La única libertad posible es la que emana de
nuestra necesidad y nuestro deseo de placer, que entendido correctamente es
nuestro deseo de felicidad, tanto a un nivel meramente hedonista (el cual
compartimos con todos los animales) como a un nivel mas profundo y complejo,
que puede ser catalogada de “espiritual”. No obstante, es la
dimensión meramente hedonista la más universal y la menos sujeta a cambios,
mientras que la espiritual-psicológica es la más cambiante; De las variaciones
de estados patológicos y psicológicos se compone la serie de estados actuales
(o serie situacional). Valor es la
fuerza propia de la libertad , mediante el cual refundamos constantemente
nuestras nociones morales clásicas (justo-injusto, bueno-malo, útil –
inconveniente) según nuestro estado
actual. Puede entenderse libertad y autonomía como el valor de seguir nuestra
obligación vitalista, es decir, nuestra obligación para con nosotros mismos.
Obligación o “deber” puede entenderse,
espejadamente, en su sentido decadente, como la impotencia para valorar el
mundo según nuestro estado, que tiene como resultado una adhesión a principios
inmorales y una producción de acciones igualmente inmorales y decadentes. La
mayoría de los “sacrificios”, en cuanto persigan objetivos caducos y vitalmente
decadentes (cuando no muertos), deben entenderse en estos términos decadentes de la noción de obligación o
deber. Por otro lado, cuando los objetivos son vitales, no corresponde usar la
palabra sacrificio, pues esta es comúnmente entendida como sacrificio de uno
mismo. Las acciones vitalistas pueden distinguirse por el siguiente criterio:
una acción vitalista pone siempre al sujeto actuante, en cuanto ser humano,
siempre como fin. Nunca coloca a este como un medio para obtener otro fin o un
objetivo. Poco importa si este objetivo es auto – impuesto o impuesto por una
voluntad ajena.
Una ética honesta, que renuncie a
pretensiones de objetividad científica, solamente puede desarrollarse como una
introspección psicológica que, pese a quizás pecar de anárquica (o mas bien, de
autárquica en cada individuo) esta sin embargo mas cerca de lograr el viejo
objetivo eudaimonologico que, según se postula desde tiempos de Aristóteles, es
el fin de la ética toda como ciencia practica. Es necesario renunciar a una felicidad
universal según principios universales de validez objetiva, para lograr lo
único que, como individuos espiritualmente separados, únicos e irrepetibles,
está a nuestro alcance: una felicidad individual según la situación propia de
cada cual.
[1] Friedrich Nietzsche, “Humano, demasiado Humano”, parág. 628
[2] a lo sumo, podría hablarse de un yo lógico, referencial, sobre el
cual estructurar el lenguaje, pero esta noción no tendría referencia a objeto
alguno en la realidad, y su utilidad debería demarcarse dentro de los límites
del lenguaje y la comunicación.
[3] Respecto de la razón y forma de la serie en la cual podrían
entenderse los cambios del yo, comprendiendo a este como una mera sucesión de
situaciones psicológicas, mucho se puede hallar en la psicológica desde la
revolución psicoanalítica y los posteriores aportes de la psicología analítica.
No obstante, la psicológica toda nunca podrá ofrecer algo más que esquemas para
una hermenéutica de este devenir de situaciones. Todo intento por determinar, de
forma universal y necesaria, la forma de la serie, seria idéntico al intento
idealista por determinar a priori la forma del juicio. Una postura vitalista
como la nuestra se opone precisamente a este tipo de cierre, que con la excusa de la objetividad científica
termina concluyendo en absolutismos morales de desastrosas consecuencias para
los individuos particulares, únicos seres existentes y sin necesidad alguna de
tal objetividad, pues “la naturaleza nos lleva a representarnos la realidad de
la misma manera que nos hace respirar” (Hume, Tratado sobre la
Naturaleza humana, T141, SB 185, D 315)
[4] Usamos este vocablo entendido en el sentido Nietzscheano, sobre
todo en Anticristo y Genealogía de la moral
1 comentario:
Una publicación impecable!
Lo que queda fuera del planteo es la constante interacción entre los individuos. Si bien la autonomía de re plantear las prioridades personales es individual, vivimos en sociedad y no imaginamos fácilmente una existencia totalmente ermitaña.
El conflicto del sacrificio surge ante la interacción. Podemos tomar como una inversión la acción en pos de un beneficio futuro dentro de la interacción, digamos el trueque para no meter la economía de por medio. Nos organizamos y nos distribuímos tareas, y ahí entra en juego la competencia de cada individuo en hacer determinadas tareas y la demanda, maldita economía... Entonces en la sociedad la autonomía incluye también la capacidad de no necesitar ceder. Y me veo que la problemática apunta al poder individual.
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