tu cuerpo es una cima escarpada
de lunas y lunares coronada
Tus hombros siempre un desafio
tu cuello constante negacion
tu boca un salto al vacio
por estas zonas subo y resbalo
tropiezo.
me caigo y me levanto
juego: voy y vuelvo
descanso un rato
tu espalda es un arco
del que un dia hablo el griego Heraclito
Soporta tensiones y tambien
(por eso mismo) despierta pasiones
Genera incursiones
que buscan tantear vertebra por vertebra
que van subiendo, escalando, girando
palmo a palmo, palmo a palmo...
por tus latitudes voy reptando
ya olvidado
busco solo para ser hallado
Tus senos son...
directamente son un pecado
son el retorno personificado
de los demonios de antaño
de rituales del pasado
Son un falso tabu
Son tema de altercado
vicio confesado
son tu orgullo mal llevado
son producto del hado
tus ojos no se...
no me arriesgaria con palabras
no cometeria la torpeza
de buscar definiciones
de malentender con adjetivos
o caer en el viejo vicio,
fecundo, de la analogia
Solo se que ocupan un sitio incierto
entre tu boca y tus ondas oscuras
que son toda una jungla aparte
donde siempre se pierden las manos
(se enriedan las cosas
se pasan los años
se amoldan miradas
polulan peinados)
tu piel es el sol
es la gravedad
es un espacio oscuro e infinito
es una tarde de otoño
es una de esas noches de verano
en donde el tiempo es como el tango
y las cosas las de antaño.
Es las playas del pasado
es todo lo olvidado.
Tu risa es una burla
un pajaro ironico
y tengo que confesarte
tambien algo aprovechado
despotico, desengañado
conciente de sus encantos
a veces dirigido
deliciosamente interesado
que dice si y no
que acepta o rechaza
accede o exige
que bloquea o cede el paso.
tu cuerpo es una cima escarpada
de enigmas y lunas coronada
"La duda nace del no estar conforme. El ser que duda es el disconforme, y las dudas que valen la pena son las dudas surgidas de un pensar profundo, conciente e inconciente. Lo que quiere estar donde esta y esta conforme con ello, ese, ese no duda... ¡Ese no se permite dudar! ¡Ese más bien quiere creer! Así pues, los filósofos tienen que ser por fuerza personas disconformes y criticas. Esa incomodidad es lo que Exhorta al movimiento." (D.O.D, Prologo)
28 jul 2014
27 jul 2014
A 45 Grados
"La Humanidad entera esta consagrada al exterminio".
Mainlander.
"La Caridad del universo es falsa"
Spinetta.
El cartel, ya algo descolorido, estaba ubicado a media altura, en el espacio visual que se halla entre la linea imaginaria de la mano y la de la cabeza. Para mirarlo, el observador debe estar con la cabeza levemente inclinada hacia abajo, gacha, en una linea de vision.
Estaba muy bien pensado, muy bien calculado, habia que reconocerlo, pues la postura clasica del gusano de microcentro era precisamente la de andar siempre con la cabeza gacha, como buscando algo, como persiguiendo alguna quimera o escapandose de las sombras de la realidad cuadriculada y cronometrada que lo constituia esencialmente, hasta los tuetanos. Estaba muy bien pensado.
Todo abogado muerto de hambre, todo estudiante de administracion, todo petit burocrata, todo anonimo, todo piltrafe miserable y ambicioso, toda la gentuza, la merza automatizada del microcentro porteño caminaba, respiraba y soñaba en ese angulo: 45 Grados.
El hombre moderno, el ser humano - cosa, el tipo completamente objetivable, descomponible en partes como una pieza de relojeria. A 45 grados; Lo justo como para mirar, como un sapo o un caballo con anteojeras, siempre en linea recta. Lo justo para no tropezarse ni pisar al que esta adelante, pero no mucho mas. Jamas notarian lo peculiar de una piedra o de un balcon, jamas perderian el tiempo, jamas desaprovecharian una oferta, jamas se enamorarian.
Ni muy bajo ni muy alto, ni de frente, de cara al sol, mirando las copas de los arboles, ni tampoco mirandose los cordones de la zapatilla, sino en una perpectiva que enfocaba lo inmediatamente presente, utilitarismo puro, en detrimento de todo lo demas.
Luciana caminaba siempre con la cabeza a 120 grados, con el pelo suelto y todo el cuerpo como inclinado hacia adelante, como tironeado de algun lado, ingravido y con una expresion algo mongolica, como cogoteando, intentando sacar la cabeza por afuera de ese inmenso bolido de grises (mar de mierda), buscando superar el ahogo, buscando un punto de fuga.
¡Que perfeccion, que sincronizacion! - Pensaba Luciana, dando palmaditas.
Eso era puro Darwin o Lamarck (no sabia bien), pero era como si la ciudad entera le dictase a la gente el ritmo de las palpitaciones, el modo de caminar, de estornudar, de hacer el amor, de recordar, de comer tostadas, de saludar, de acomodarse la ropa. Era un enorme molde, una enorme reglamentacion inconciente, una mochila gigantesca que nadie habia pedido, y que el animal - humano devenida en maquina tenia que soportar desde el alba hasta el ocaso.
Y Luciana miraba despectivamente el cartel, mordiendo un poco el cigarrillo, esperando.
Esperar era un lujo, casi una ofensa a los relojes. ¿quien esperaba hoy dia? Todos y nadie. Esperar era para ella dejar pasar el tiempo, dejarlo correr, escurrirse con indiferencia y un poco de sorna. Eso: mirar todo eso y sentir que habia que reirse, reirse porque era inutil, la accion y la inaccion. Fumar y esperar. Si, todos esperaban ALGO, esperanzean mas de lo que esperan. Anhelan, desean, buscan y avidamente se desesperan, sienten el tiempo en contra y entonces fuman como quien emplea un remo contra la corriente del tiempo y de las rocas - muerte. Ella simplemente esperaba, con los brazos en jarra. Se mojaba en la lluvia, se dejaba estar en la cama, dejaba impavidamente enfriarse a la comida y consumirse a los cigarrillos. Era una indolente, una fracasa, una abulica, porque simplemente esperaba.
¿cuantos infelices verian ese cartel, sin verlo, en una hora? ¿y en un dia? ¿Cuantos infelices se tragarian esa mierda en una semana? ¿cuantas conciencias infectaria en un año?
A Celeste y su tragicomica rabia para con todas las imposiciones de lo otro, las serias y las banales.
Mainlander.
"La Caridad del universo es falsa"
Spinetta.
El cartel, ya algo descolorido, estaba ubicado a media altura, en el espacio visual que se halla entre la linea imaginaria de la mano y la de la cabeza. Para mirarlo, el observador debe estar con la cabeza levemente inclinada hacia abajo, gacha, en una linea de vision.
Estaba muy bien pensado, muy bien calculado, habia que reconocerlo, pues la postura clasica del gusano de microcentro era precisamente la de andar siempre con la cabeza gacha, como buscando algo, como persiguiendo alguna quimera o escapandose de las sombras de la realidad cuadriculada y cronometrada que lo constituia esencialmente, hasta los tuetanos. Estaba muy bien pensado.
Todo abogado muerto de hambre, todo estudiante de administracion, todo petit burocrata, todo anonimo, todo piltrafe miserable y ambicioso, toda la gentuza, la merza automatizada del microcentro porteño caminaba, respiraba y soñaba en ese angulo: 45 Grados.
El hombre moderno, el ser humano - cosa, el tipo completamente objetivable, descomponible en partes como una pieza de relojeria. A 45 grados; Lo justo como para mirar, como un sapo o un caballo con anteojeras, siempre en linea recta. Lo justo para no tropezarse ni pisar al que esta adelante, pero no mucho mas. Jamas notarian lo peculiar de una piedra o de un balcon, jamas perderian el tiempo, jamas desaprovecharian una oferta, jamas se enamorarian.
Ni muy bajo ni muy alto, ni de frente, de cara al sol, mirando las copas de los arboles, ni tampoco mirandose los cordones de la zapatilla, sino en una perpectiva que enfocaba lo inmediatamente presente, utilitarismo puro, en detrimento de todo lo demas.
Luciana caminaba siempre con la cabeza a 120 grados, con el pelo suelto y todo el cuerpo como inclinado hacia adelante, como tironeado de algun lado, ingravido y con una expresion algo mongolica, como cogoteando, intentando sacar la cabeza por afuera de ese inmenso bolido de grises (mar de mierda), buscando superar el ahogo, buscando un punto de fuga.
¡Que perfeccion, que sincronizacion! - Pensaba Luciana, dando palmaditas.
Eso era puro Darwin o Lamarck (no sabia bien), pero era como si la ciudad entera le dictase a la gente el ritmo de las palpitaciones, el modo de caminar, de estornudar, de hacer el amor, de recordar, de comer tostadas, de saludar, de acomodarse la ropa. Era un enorme molde, una enorme reglamentacion inconciente, una mochila gigantesca que nadie habia pedido, y que el animal - humano devenida en maquina tenia que soportar desde el alba hasta el ocaso.
Y Luciana miraba despectivamente el cartel, mordiendo un poco el cigarrillo, esperando.
Esperar era un lujo, casi una ofensa a los relojes. ¿quien esperaba hoy dia? Todos y nadie. Esperar era para ella dejar pasar el tiempo, dejarlo correr, escurrirse con indiferencia y un poco de sorna. Eso: mirar todo eso y sentir que habia que reirse, reirse porque era inutil, la accion y la inaccion. Fumar y esperar. Si, todos esperaban ALGO, esperanzean mas de lo que esperan. Anhelan, desean, buscan y avidamente se desesperan, sienten el tiempo en contra y entonces fuman como quien emplea un remo contra la corriente del tiempo y de las rocas - muerte. Ella simplemente esperaba, con los brazos en jarra. Se mojaba en la lluvia, se dejaba estar en la cama, dejaba impavidamente enfriarse a la comida y consumirse a los cigarrillos. Era una indolente, una fracasa, una abulica, porque simplemente esperaba.
¿cuantos infelices verian ese cartel, sin verlo, en una hora? ¿y en un dia? ¿Cuantos infelices se tragarian esa mierda en una semana? ¿cuantas conciencias infectaria en un año?
A Celeste y su tragicomica rabia para con todas las imposiciones de lo otro, las serias y las banales.
22 jul 2014
Un suicida
No habia caso, todo era repeticion, y ya estaba harto. Los mismos problemas habian sido pensados una y mil veces, y hacia ya años que una creciente fatiga se iba apoderando de los dias y de las cosas. Habia que terminar con eso, con la farsa o con la vida (eran lo mismo), y colocar, una por una, las balas en la recamara de la Ballester Molina.
Habia un silencio de tarde, quebrada solo por algunos pajaros. La Ballester Molina gravitaba felizmente en su mano. Habia algo de felicidad (tal vez era nostalgia) o de sensacion de realidad en el peso del arma. Un rayo de sol entraba, oblicuo, por la ventana de la sala. Todo era tan blanco, tan laxo, tan tornasolado. Una mañana de domingo, una mas, una mañana como cualquier otra, el planeta que giraban, los pajaritos que cantaban, el tiempo que pasaba despaciosamente, como un gato desperezandose, con un reloj que marcaba el tiempo, y un espacio y un tiempo que ya eran, desde Kant, un problema serio. Todo tiempo era espera y (pero no) toda espera era espera (basta) inutil, ridicula repeticion o (habia) de las mismas calles y las mismas caras (que) que tambien se movian y hablaban para perder el tiempo (parar), porque tambien estaban, lo supieran o no, hartas de todo ese ajetreo, (con todo) de ese peloteo y ese dele que te dele mentirse y tire y afloje y espere y aguarde y ahora se puede cruzar (ya).
Sobresaltados, los vecinos de la planta baja oyeron la detonacion. Si hubieran estado mas atentos o un poco menos aturdidos, habrian oido el ruido sordo del pesado artefacto suicida que, forzando la mano ya inerte, se desprendia de esta como una rata, para dar contra el suelo.
En todo ese tiempo, no penso en nadie. Hubo tal vez algun recuerdo, el patio de la casa paterna en verano, la luna y las palanganas llenas de agua, una damajuana, fragmentos aleatorios de Moebius. Y luego oscuridad, oscuridad y oscuridad.
Desperto algun tiempo, dias o años, mas tarde, en una sala de hospital, con las sensacion de una maquina que volvia a encenderse luego de varias decadas. Dentro suyo,cosas como el tiempo y la memoria se sacudian el polvo. Todos, caras y medicos, hablaban de un milagro o de un caso unico, expresiones sin sentido alguno. Con algo de verguenza, pregunto timidamente por el milagro, pero al parecer nadie podia o queria aclararselo.
Y sin embargo, desde el primer momento tuvo la inexplicable sensacion de fastidio, de aburrido fracaso. Le tomo varios dias decir palabra, recordar quien era, cuales eran los nombres de esas caras que mudas y ansiosas le sonreian o lloraban desde el borde de la cama, que era practicamente el borde del mundo. La tarde de un jueves de mucho calor recordo que, en algun momento, habia leido a Sabato. No se sintio para nada feliz con este descubrimiento.
Poco a poco el tiempo acelero, implacable como siempre, su marcha y esa lentitud y sueño se transformo en la vida, en lo que era o habia sido su vida. Recordo quien era y quienes eran los otros, los demas. Recordo autores y paises, calles y rostros de mujeres que habia conocido o simplemente deseado. Comenzo a hacer relaciones, igual, doble, primo hermano de, al sur de Nantes o el mas grande de los guitarristas de Jazz Cool. El entramado del mundo se construia nuevamente, casi sin el asombro propio de la adolescencia, con algunas sopresas momentaneas, pero tambien con la oscura sospecha de que, logicamente, todo era algo ya sabido. Dos meses despues de salir del hospital, recordo el brillo del bronce (o era cobre) bruñido, la sensacion de una mano pesada y, finalmente, la Ballester Molina y el canto de los pajaritos un dia de domingo. Las explicaciones, como cabia esperar, fueron parciales y poco claras, sumarias.
Todos tenian miedo de que recupere el hastio, esa estupida mania que lo habia llevado a querer descerrajarse los sesos de un tiro aquel dia. Durante su convalescencia, habian desaparecido de las bibliotecas no pocos volumenes. Sutilemente le sugerian viajes, cambio de aire, un vuelco total en su vida, otro trabajo, salir mas a comer afuera, yoga y paulo coelho. Nadie menciono (no debia mencionar) nunca a Kafka, nadie las conferencias que casi habian sido una realidad en los salones de algun hotel, nadie a Emile Cioran.
Para felicidad de madres, amigos y hermanos, no recupero el hastio. Efectivamente viajo, conocio rutas y dialectos, en algun tiempo tuvo moto. Conocio otras personas y, como marca la estadistica, termino enamorandose de alguna de todas esas, presa de las vueltas del azar, completamente carente de simetrias, que algunos optimistas llaman destino. Un buen dia se establecio en un lugar fijo, y nuevamente hubo ventanas y vecinos (la casa anterior fue vendida o demolida o sencillamente olvidada), y tambien dias y repeticiones de dias, espacios con sillas, gavetas, llaves, nombres y apellidos en demasia, y todo esto era normal y placentero y hasta estaba bien. Su esposa decia que todo eso era la vida, y nadie podia estar mas de acuerdo con esa categorica afirmacion. Habiendo hijos y partidos de futbol, gripes y cuentas que pagar, ya casi no quedaba tiempo para acordarse de la Ballester Molina.
Desde ese dia (¿pero cual dia, el del hospital, o otro, muchisimo antes, uno tan lejos que era impensable, eh? ¿cual dia? ) habia algo que lo molestaba, que lo incomodaba en los lapsos donde no se podia actuar: Asensores, momentos de imnsomnio, largas estadias en los baños de bares, las colas de algun tramite, o en el tiempo que lleva dormirse luego de hacer el amor. Nunca pudo precisar que era, pues era mas bien como tener una piedrita en el zapato, pero en un zapato que no estaba en sus pies, sino en algun otro lado indefinible. Entonces era mas facil pensar en otra cosa, en Boca Campeon o en las nalgas de Marylin Monroe (siempre le habia gustado Marylin), era mejor entonces silbar o fumar marihuana o una cerveza bien fria, estirar las piernas y a otra cosa. No necesitaba soluciones mas energicas, como meterse en la religion o el burdel.
Cuando su primer hijo tuvo su primer hijo, penso que ya era tiempo de desligarse un poco del emprestito comercial al que se venia dedicando desde hace años y planear unas merecidas vacaciones. Hacia poco habia leido, por pura curiosidad, un libro de un tal Carpentier. No recordaba el nombre, pero de las aventuras del protagonista, siempre atravesando selvas y pantanos, le habia quedado un fuerte deseo de viajar(1).
El destino elegido fue una ciudad del norte, Bogota o Estraburgo. Tal vez producto del aire extranjero, comenzo a sentirse cansado con el correr de los dias. No pocas veces penso en regresar a casa, y solamente se detenia por las quejas de su mujer y las propias consideraciones monetarias sobre el costo (ya pago) del viaje. Por primera vez en mucho tiempo, sintio en el aire una amenaza, todo se le antojaba irreal, como el atisbo de alguna farsa o estafa que, por modorra o torpeza no llegaba a vislumbrar. En esos dias fumo mas que nunca.
Cierto dia, cansado de los parques y las piscinas, caminaba solo por las siempre hermosas callejuelas que rodean las calles centricas de toda gran ciudad y que, nuevamente sin exepcion, son mas bellas e interesantes que las ya nombradas calles principales. Sentia que buscaba algo. Nunca se le ocurrio que. En determinado momento, un traseunte, aparentemente normal, lo tomo del brazo. Por fuerzas que supo lo exedian, se vio obligado a bajar la cabeza. No podia ver a su acompañante. Por el rabillo del ojo noto que usaba una gabardina oscura.
- ¿que te parece esta vida? - le susurro al oido el traseunte.
- Es simplemente una vida, no me quejo - respondio.
- ¿No has notado como todo esto, esta acera y estas nubes, se parecen? - susurro nuevamente el traseunte.
- ¿A que podrian parecerse? - Respondio. Habia algo extraño en todo eso, las cosas brillaban extrañamente.
- Por supuesto que a si mismas. Me han enviado aqui a decirte que todas estas cosas son bochornosamente identicas a si mismas - dijo el traseunte.
Entonces recordo el hastio, y fue como si corriese el agua por una sucia cañeria. Supo entonces de la horrible horrible horrible eternidad, y tuvo la sensacion de que hasta los mismisimos rayos del sol eran piedra inmovil. El ser a su lado tomo su originaria forma de pelo y fuego, y antes de sumirse nuevamente en las interminables repeticiones de su vida, vida que jamas acabaria, comprendio que no habia ocurrido milagro alguno y que la bala habia sido aburridamente certera.
- Existen infinitos infiernos para cada uno de los infinitos seres que viven por unica vez sobre la tierra - Dijo el traseunte, ahora revelado en Demonio - se nos ocurrio que este era el mas apropiado para vos. - Sintio que una rapida oleada de normalidad se apoderaba de su conciencia, el retorno a casa y el cumpleaños de su hijo menor tomaron terrible fuerza en su conciencia. Hizo un esfuerzo, pero solo pudo recordar el mandato que su mujer la habia dado por la mañana: Conseguir un regalo para Esteban. El traseunte, que efectivamente usaba una gabardina gris, y cuyos rasgos no tenian nada fuera de lo comun, lo solto del brazo.
- Dije esto mismo innumerables veces - dijo, y se perdio entre la gente.
1 - Nota. En el lapso inmensurable que existe entre la apertura de un libro y su cierre definitivo, en este caso el libro de Carpentier cuyo titulo no puedo recordar, el protagonista tuvo el siguiente sueño:
Habia soñado con Europa, con Francia o Italia, con puentes que atravesaban rios y daban a Catedrales. En uno de estos sueños lo acompañaba una muchaha joven, y penso que entonces el tambien debia de ser muy joven. No lograba reconocer a la muchacha, y sin embargo esta lo miraba con los ojos que solo saben dar la confianza. No la reconocia pero le gustaba. Tenia una sonrisa hermosa, y todo en ella le recordaba al color azul y al canto de los pajaros.
Si fue este sueño la causa de las ansias de viaje o, por el contrario, su efecto, es una cuestion que no esta del todo claro.
Habia un silencio de tarde, quebrada solo por algunos pajaros. La Ballester Molina gravitaba felizmente en su mano. Habia algo de felicidad (tal vez era nostalgia) o de sensacion de realidad en el peso del arma. Un rayo de sol entraba, oblicuo, por la ventana de la sala. Todo era tan blanco, tan laxo, tan tornasolado. Una mañana de domingo, una mas, una mañana como cualquier otra, el planeta que giraban, los pajaritos que cantaban, el tiempo que pasaba despaciosamente, como un gato desperezandose, con un reloj que marcaba el tiempo, y un espacio y un tiempo que ya eran, desde Kant, un problema serio. Todo tiempo era espera y (pero no) toda espera era espera (basta) inutil, ridicula repeticion o (habia) de las mismas calles y las mismas caras (que) que tambien se movian y hablaban para perder el tiempo (parar), porque tambien estaban, lo supieran o no, hartas de todo ese ajetreo, (con todo) de ese peloteo y ese dele que te dele mentirse y tire y afloje y espere y aguarde y ahora se puede cruzar (ya).
Sobresaltados, los vecinos de la planta baja oyeron la detonacion. Si hubieran estado mas atentos o un poco menos aturdidos, habrian oido el ruido sordo del pesado artefacto suicida que, forzando la mano ya inerte, se desprendia de esta como una rata, para dar contra el suelo.
En todo ese tiempo, no penso en nadie. Hubo tal vez algun recuerdo, el patio de la casa paterna en verano, la luna y las palanganas llenas de agua, una damajuana, fragmentos aleatorios de Moebius. Y luego oscuridad, oscuridad y oscuridad.
Desperto algun tiempo, dias o años, mas tarde, en una sala de hospital, con las sensacion de una maquina que volvia a encenderse luego de varias decadas. Dentro suyo,cosas como el tiempo y la memoria se sacudian el polvo. Todos, caras y medicos, hablaban de un milagro o de un caso unico, expresiones sin sentido alguno. Con algo de verguenza, pregunto timidamente por el milagro, pero al parecer nadie podia o queria aclararselo.
Y sin embargo, desde el primer momento tuvo la inexplicable sensacion de fastidio, de aburrido fracaso. Le tomo varios dias decir palabra, recordar quien era, cuales eran los nombres de esas caras que mudas y ansiosas le sonreian o lloraban desde el borde de la cama, que era practicamente el borde del mundo. La tarde de un jueves de mucho calor recordo que, en algun momento, habia leido a Sabato. No se sintio para nada feliz con este descubrimiento.
Poco a poco el tiempo acelero, implacable como siempre, su marcha y esa lentitud y sueño se transformo en la vida, en lo que era o habia sido su vida. Recordo quien era y quienes eran los otros, los demas. Recordo autores y paises, calles y rostros de mujeres que habia conocido o simplemente deseado. Comenzo a hacer relaciones, igual, doble, primo hermano de, al sur de Nantes o el mas grande de los guitarristas de Jazz Cool. El entramado del mundo se construia nuevamente, casi sin el asombro propio de la adolescencia, con algunas sopresas momentaneas, pero tambien con la oscura sospecha de que, logicamente, todo era algo ya sabido. Dos meses despues de salir del hospital, recordo el brillo del bronce (o era cobre) bruñido, la sensacion de una mano pesada y, finalmente, la Ballester Molina y el canto de los pajaritos un dia de domingo. Las explicaciones, como cabia esperar, fueron parciales y poco claras, sumarias.
Todos tenian miedo de que recupere el hastio, esa estupida mania que lo habia llevado a querer descerrajarse los sesos de un tiro aquel dia. Durante su convalescencia, habian desaparecido de las bibliotecas no pocos volumenes. Sutilemente le sugerian viajes, cambio de aire, un vuelco total en su vida, otro trabajo, salir mas a comer afuera, yoga y paulo coelho. Nadie menciono (no debia mencionar) nunca a Kafka, nadie las conferencias que casi habian sido una realidad en los salones de algun hotel, nadie a Emile Cioran.
Para felicidad de madres, amigos y hermanos, no recupero el hastio. Efectivamente viajo, conocio rutas y dialectos, en algun tiempo tuvo moto. Conocio otras personas y, como marca la estadistica, termino enamorandose de alguna de todas esas, presa de las vueltas del azar, completamente carente de simetrias, que algunos optimistas llaman destino. Un buen dia se establecio en un lugar fijo, y nuevamente hubo ventanas y vecinos (la casa anterior fue vendida o demolida o sencillamente olvidada), y tambien dias y repeticiones de dias, espacios con sillas, gavetas, llaves, nombres y apellidos en demasia, y todo esto era normal y placentero y hasta estaba bien. Su esposa decia que todo eso era la vida, y nadie podia estar mas de acuerdo con esa categorica afirmacion. Habiendo hijos y partidos de futbol, gripes y cuentas que pagar, ya casi no quedaba tiempo para acordarse de la Ballester Molina.
Desde ese dia (¿pero cual dia, el del hospital, o otro, muchisimo antes, uno tan lejos que era impensable, eh? ¿cual dia? ) habia algo que lo molestaba, que lo incomodaba en los lapsos donde no se podia actuar: Asensores, momentos de imnsomnio, largas estadias en los baños de bares, las colas de algun tramite, o en el tiempo que lleva dormirse luego de hacer el amor. Nunca pudo precisar que era, pues era mas bien como tener una piedrita en el zapato, pero en un zapato que no estaba en sus pies, sino en algun otro lado indefinible. Entonces era mas facil pensar en otra cosa, en Boca Campeon o en las nalgas de Marylin Monroe (siempre le habia gustado Marylin), era mejor entonces silbar o fumar marihuana o una cerveza bien fria, estirar las piernas y a otra cosa. No necesitaba soluciones mas energicas, como meterse en la religion o el burdel.
Cuando su primer hijo tuvo su primer hijo, penso que ya era tiempo de desligarse un poco del emprestito comercial al que se venia dedicando desde hace años y planear unas merecidas vacaciones. Hacia poco habia leido, por pura curiosidad, un libro de un tal Carpentier. No recordaba el nombre, pero de las aventuras del protagonista, siempre atravesando selvas y pantanos, le habia quedado un fuerte deseo de viajar(1).
El destino elegido fue una ciudad del norte, Bogota o Estraburgo. Tal vez producto del aire extranjero, comenzo a sentirse cansado con el correr de los dias. No pocas veces penso en regresar a casa, y solamente se detenia por las quejas de su mujer y las propias consideraciones monetarias sobre el costo (ya pago) del viaje. Por primera vez en mucho tiempo, sintio en el aire una amenaza, todo se le antojaba irreal, como el atisbo de alguna farsa o estafa que, por modorra o torpeza no llegaba a vislumbrar. En esos dias fumo mas que nunca.
Cierto dia, cansado de los parques y las piscinas, caminaba solo por las siempre hermosas callejuelas que rodean las calles centricas de toda gran ciudad y que, nuevamente sin exepcion, son mas bellas e interesantes que las ya nombradas calles principales. Sentia que buscaba algo. Nunca se le ocurrio que. En determinado momento, un traseunte, aparentemente normal, lo tomo del brazo. Por fuerzas que supo lo exedian, se vio obligado a bajar la cabeza. No podia ver a su acompañante. Por el rabillo del ojo noto que usaba una gabardina oscura.
- ¿que te parece esta vida? - le susurro al oido el traseunte.
- Es simplemente una vida, no me quejo - respondio.
- ¿No has notado como todo esto, esta acera y estas nubes, se parecen? - susurro nuevamente el traseunte.
- ¿A que podrian parecerse? - Respondio. Habia algo extraño en todo eso, las cosas brillaban extrañamente.
- Por supuesto que a si mismas. Me han enviado aqui a decirte que todas estas cosas son bochornosamente identicas a si mismas - dijo el traseunte.
Entonces recordo el hastio, y fue como si corriese el agua por una sucia cañeria. Supo entonces de la horrible horrible horrible eternidad, y tuvo la sensacion de que hasta los mismisimos rayos del sol eran piedra inmovil. El ser a su lado tomo su originaria forma de pelo y fuego, y antes de sumirse nuevamente en las interminables repeticiones de su vida, vida que jamas acabaria, comprendio que no habia ocurrido milagro alguno y que la bala habia sido aburridamente certera.
- Existen infinitos infiernos para cada uno de los infinitos seres que viven por unica vez sobre la tierra - Dijo el traseunte, ahora revelado en Demonio - se nos ocurrio que este era el mas apropiado para vos. - Sintio que una rapida oleada de normalidad se apoderaba de su conciencia, el retorno a casa y el cumpleaños de su hijo menor tomaron terrible fuerza en su conciencia. Hizo un esfuerzo, pero solo pudo recordar el mandato que su mujer la habia dado por la mañana: Conseguir un regalo para Esteban. El traseunte, que efectivamente usaba una gabardina gris, y cuyos rasgos no tenian nada fuera de lo comun, lo solto del brazo.
- Dije esto mismo innumerables veces - dijo, y se perdio entre la gente.
1 - Nota. En el lapso inmensurable que existe entre la apertura de un libro y su cierre definitivo, en este caso el libro de Carpentier cuyo titulo no puedo recordar, el protagonista tuvo el siguiente sueño:
Habia soñado con Europa, con Francia o Italia, con puentes que atravesaban rios y daban a Catedrales. En uno de estos sueños lo acompañaba una muchaha joven, y penso que entonces el tambien debia de ser muy joven. No lograba reconocer a la muchacha, y sin embargo esta lo miraba con los ojos que solo saben dar la confianza. No la reconocia pero le gustaba. Tenia una sonrisa hermosa, y todo en ella le recordaba al color azul y al canto de los pajaros.
Si fue este sueño la causa de las ansias de viaje o, por el contrario, su efecto, es una cuestion que no esta del todo claro.
19 jul 2014
Un curioso caso de Entropia
Habría que escribir un cuento sobre una persona que se llame, digamos, juan Mendez. Juan Mendez es un ciudadano promedio, un alguien que tiene la sana tendencia hacia ser un alguien, es decir, uno que es mas otros que uno, uno que es muy cercano a todos, alguien que es casi nadie.
Juan es como Joseph K. Es J. Tiene una vida normal, trabaja, sufre, tiene amores y llegadas tardes, digamos que le gusta el cine y los sillones, y que odia a los perros pero los gatos le son indiferentes siempre y cuando no pierdan pelo.
No obstante Juan tiene, dentro de su mediocridad, tambien una caracteristica maravillosa que, para no desentonar de su mediania, es tambien bastante mediocre: un Juan que no es Juan Peron o Juan Matus, sino simplemente juan con minuscula, no podria volar o conquistar la Galia, no. Lo suyo es mucho mas simple y, tal vez por eso mismo, mas asombroso y macabro, pues lo mecanismos de lo infinitamente pequeño suelen deslumbrarnos aun mas que los infinitamente grandes, en la mayoria de los casos porque los segundos no podemos nunca percibirlos en su totalidad.
A Juan le succede esto: cuando toca el boton de un colectivo, este no suena. Jamas. "¿Comenzo a sucederle asi nomas, de un dia para el otro, o acaso es una facultad innata?", "¿Hay alguna causa para esto, puede ser que sea hereditario, algo biologico, la maldicion de una bruja, fruto de un experimento militar ruso?" Son preguntas baladies, inutiles, puesto que no cambian el hecho de que esto le esta sucediendo a Juan Mendez ahora mismo, quien sabe desde hace cuanto.
Viajar en colectivo es una actividad bien definida: tiene comienzo, desarrollo (el viaje mismo) y final. El final es siempre, salvo accidentes o confusiones, algo volitivo y teleologico. El colectivo es un medio, el viaje es un medio, y la accion de bajarse en Plaza Italia y no en Cabildo y Juramento obedece siempre a una voluntad que persigue un fin. Todo fin y tambien todo medio dependen de lo que podriamos llamar la mecanica del mundo, su sintaxis logica. Tambien podriamos decirle Causalidad, si. El mundo es como el sistema bancario: si uno no tiene fe, no se pueden dar dos pasos seguidos o tender la ropa. Sin una fe casi ciega en la causalidad no se podria hacer nada.
Como Juan es totalmente mundano y ordinario, cree en la causalidad con la mas ferrea de las fuerzas, que es la de creer en algo sin siquiera saber que se esta creyendo, y mucho menos que es eso en lo que se cree. Debe ser por eso la angustia que siente en la boca del estomago cuando ve venir el sesenta por bolivia o el sesentisiete por libertad. ¿Como es posible que el colectivo frene, como es natural, ante la señal convenida por su mano en alto, acelere y desacelere de acuerdo al peso en el pedal, abra la puerta delantera ante el boton correspondiente, la maquina marque el importe segun su orden, los asientos soporten su peso, pero que el timbre jamas suene cuando el lo toca? Esta falta, aunque minima y ridicula, la ve Juan como algo completamente terrible y patetico, como algo peor que la esterilidad o la impotencia. Lo ve, en fin, como algo vergonzoso. En efecto, cada vez que el dedo ansioso y casi resignado de juan presionaba el circulito negro en la cajita naranja, y no oia el zumbido electrico, sentia algo como miedo o asco o sencillamente una tristeza rabiosa, y se veia a si mismo como un Edipo o un Odiseo, como un hombre maldito por los dioses o como objeto de burla de un destino cruel. La diferencia era que Odiseo o Edipo fueron soberbios, orgullosos y demasiado inteligentes. Vieron o fueron mas alla de lo permitido, probaron lo prohibido, y lo demas fue un castigo. Cruzaron la linea y pagaron el precio, pero nadie les quitaba lo bailado, la fama, el reinado de Tebas, las implorantes sirenas que cantaban (o que guardaban silencio, segun otros), las seducciones de Circe. En cambio Juan Mendez no habia bailado casi nada, no habia cruzado ninguna linea ni visto ningun prodigio, y sin embargo los dioses o las moiras o la racionalidad habian decidido abandonarlo en un punto tan esencial del transporte urbano: tocar el timbre para bajarse en donde se tenia que bajar. Una anomalia tan pequeña es tal vez insignificante en el universo de las moscas o de un indio diaguita del 1500, pero para un habitante de la urbe porteña, mecanizado por las necesidades y el sueldo basico siempre subiendo, el no poder viajar en colectivo era casi una tragedia de proporciones biblicas, algo Kafkiano.
Como no podia viajar en colectivo, juan tenia que trabajar cerca de su casa, en Boedo. Esto lo perjudicaba, pues los mejores estudios contables (juan era bachiller en economia) estaban en el microcentro. De igual modo la facultad publica de Economia. No podia vivir tomando remises, y la bicicleta tenia sus limitaciones kilometricas y climaticas. Todo lo que podia mejorar su vida estaba a dos colectivos de distancia, lo cual lo tornaba poco menos que absurdo.
Y es que, vease, que si bien era posible, con un poco de suerte y buen humor, realizar un viaje en colectivo preciso, era imposible combinar dos en un mismo dia. A esto se oponian razones de tipo psicologico y tambien social. Cada vez que juan subia a un colectivo, lo cual era al principio harto frecuente y ahora cada vez mas raro, su cerebro comenzaba a pensar estrategicamente, en estado de guerra: Donde sentarse, cuanta gente habia, cuan conversable era el chofer, cuanta gente podia bajarse en su misma parada. Ese dato sobre todo era esencial, pues era su unica salvacion posible. No importaba cuantas veces juan tocara el timbre. Lo tocase en un staccatos de apretar y desapretar, o lo apretase furiosamente con ambas manos, el resultado era el mismo. Una opcion era sencillamente gritar "¡parada!" cuando tuviese que bajarse, pero esto ma bien sonaba a una queja grosera y poco civil, sobre todo de parte de un idiota que no habia tocado el timbre. Ya habia tenido problemas con varios colectiveros, y dado que sabia perfectamente que el problema estaba en su ridiculo problema, no se atrevia a sostener una discusion de indole tan hipocrita. Otra opcion era la de sentarse adelante (solo posible en colectivos vacios) y decirle al chofer "parada...." llegando a la parada. Esto solo era posible con choferes comprensivos y colectivos vacios o en buena frecuencia. Coches llenos, dias de mucho transito o recorrido accidentado volvian impasibles tales atenciones. Por desgracia estos tres factores ocurrian casi con una regularidad natural. La unica opcion era la de tener la suerte de que alguien mas tocase el timbre en la parada en la que el debia bajar, cosa que ocurria en paradas vox populi como plaza italia o plaza miserere, pero que dificilmente ocurriera en la parada de melo y panamericana o en la de cabildo y virrey del pino, y entonces habia que resignarse y bajarse en las paradas vox populi, y luego caminar o tomar un subte si es que habia.
Habia otros dias en que, repentinamente envalentonado, juan se elegia a proposito una parada inverosimil, donde sabia que nadie iba a bajarse, y confiado caminaba hasta el caño al lado de la puerta para, luego de respirar y "juntar fuerza" (la chabacaneria es tan comun) tocar religiosamente el timbre, porque ese dia sentia que iba a cambiar, que iba a sonar el grosero zumbido metalico y que, como una epifania, la puerta se iba a abrir en la parada correcta para que el (y solo el) bajase a una vereda desierta. Habia soñado con esto varias veces, y era entonces el comienzo de una vida nueva y plena, un volver a sentirse libre y atado a las leyes de la causalidad, un por fin acabarse ese terror de pensar que en el futuro esa abominacion podia extenderse al boton de play del DVD, a los timbres de las casas, a la apertura de las puertas automaticas o a los botones del asensor. Pero el timbre no sonaba (nunca sonaba) y entonces era mas que nunca la verguenza y el miedo, la incredulidad y la risa despectiva e interna, un reirse comedidamente de si mismo y de su suerte, de su ser tan de clase media y de su cobardia en general, y entonces disimular un error y volver a su asiento, o quedarse parado cerca de la puerta hasta que alguien decidiera (piadosamente) bajar. Varias veces esta persona piadosa no habia aparecido en absoluto, y juan habia viajado durante horas. Una vez, incluso, se habia dormido y habia quedado como unico pasajero. Tuvo que viajar hasta la terminal. En tales casos lo invadia, cuando al fin lograba bajar, una honda desesperanza y un amago de profunda depresion. Era toda una suerte el que, como la gran mayoria de los miserables oficinistas mal pagos del conurbano, no tuviese la sensibilidad ni el tiempo para sumirse en esta oscura depresion. Las urgencia de la vida inmediata lo sacaban rapidamente de esos estados, como un despertados nos saca inensiblemente de la cama. Pero igualmente le quedaba un gusto en la boca, una nerviosidad en las manos o en los pies, algo que era como una resaca de la desesperacion.
Era por eso, ademas de las razones comunes con el porteño tipo, que Juan odia viajar en colectivo, por eso que vive tan frugalmente, ahorrando cada peso que podria destinar a libros o mujeres en su alcancia o en su cuenta bancaria, para poder al fin comprar un auto (pero un 0KM, porque las cosas es mejor hacerlas como dios manda y ademas porque juan es, como ya dijimos, muy comun, y esto significa ser naif, orgulloso y falto de sentido practico) y acabar por fin con la pesadilla de los timbres y las paradas.
Juan es como Joseph K. Es J. Tiene una vida normal, trabaja, sufre, tiene amores y llegadas tardes, digamos que le gusta el cine y los sillones, y que odia a los perros pero los gatos le son indiferentes siempre y cuando no pierdan pelo.
No obstante Juan tiene, dentro de su mediocridad, tambien una caracteristica maravillosa que, para no desentonar de su mediania, es tambien bastante mediocre: un Juan que no es Juan Peron o Juan Matus, sino simplemente juan con minuscula, no podria volar o conquistar la Galia, no. Lo suyo es mucho mas simple y, tal vez por eso mismo, mas asombroso y macabro, pues lo mecanismos de lo infinitamente pequeño suelen deslumbrarnos aun mas que los infinitamente grandes, en la mayoria de los casos porque los segundos no podemos nunca percibirlos en su totalidad.
A Juan le succede esto: cuando toca el boton de un colectivo, este no suena. Jamas. "¿Comenzo a sucederle asi nomas, de un dia para el otro, o acaso es una facultad innata?", "¿Hay alguna causa para esto, puede ser que sea hereditario, algo biologico, la maldicion de una bruja, fruto de un experimento militar ruso?" Son preguntas baladies, inutiles, puesto que no cambian el hecho de que esto le esta sucediendo a Juan Mendez ahora mismo, quien sabe desde hace cuanto.
Viajar en colectivo es una actividad bien definida: tiene comienzo, desarrollo (el viaje mismo) y final. El final es siempre, salvo accidentes o confusiones, algo volitivo y teleologico. El colectivo es un medio, el viaje es un medio, y la accion de bajarse en Plaza Italia y no en Cabildo y Juramento obedece siempre a una voluntad que persigue un fin. Todo fin y tambien todo medio dependen de lo que podriamos llamar la mecanica del mundo, su sintaxis logica. Tambien podriamos decirle Causalidad, si. El mundo es como el sistema bancario: si uno no tiene fe, no se pueden dar dos pasos seguidos o tender la ropa. Sin una fe casi ciega en la causalidad no se podria hacer nada.
Como Juan es totalmente mundano y ordinario, cree en la causalidad con la mas ferrea de las fuerzas, que es la de creer en algo sin siquiera saber que se esta creyendo, y mucho menos que es eso en lo que se cree. Debe ser por eso la angustia que siente en la boca del estomago cuando ve venir el sesenta por bolivia o el sesentisiete por libertad. ¿Como es posible que el colectivo frene, como es natural, ante la señal convenida por su mano en alto, acelere y desacelere de acuerdo al peso en el pedal, abra la puerta delantera ante el boton correspondiente, la maquina marque el importe segun su orden, los asientos soporten su peso, pero que el timbre jamas suene cuando el lo toca? Esta falta, aunque minima y ridicula, la ve Juan como algo completamente terrible y patetico, como algo peor que la esterilidad o la impotencia. Lo ve, en fin, como algo vergonzoso. En efecto, cada vez que el dedo ansioso y casi resignado de juan presionaba el circulito negro en la cajita naranja, y no oia el zumbido electrico, sentia algo como miedo o asco o sencillamente una tristeza rabiosa, y se veia a si mismo como un Edipo o un Odiseo, como un hombre maldito por los dioses o como objeto de burla de un destino cruel. La diferencia era que Odiseo o Edipo fueron soberbios, orgullosos y demasiado inteligentes. Vieron o fueron mas alla de lo permitido, probaron lo prohibido, y lo demas fue un castigo. Cruzaron la linea y pagaron el precio, pero nadie les quitaba lo bailado, la fama, el reinado de Tebas, las implorantes sirenas que cantaban (o que guardaban silencio, segun otros), las seducciones de Circe. En cambio Juan Mendez no habia bailado casi nada, no habia cruzado ninguna linea ni visto ningun prodigio, y sin embargo los dioses o las moiras o la racionalidad habian decidido abandonarlo en un punto tan esencial del transporte urbano: tocar el timbre para bajarse en donde se tenia que bajar. Una anomalia tan pequeña es tal vez insignificante en el universo de las moscas o de un indio diaguita del 1500, pero para un habitante de la urbe porteña, mecanizado por las necesidades y el sueldo basico siempre subiendo, el no poder viajar en colectivo era casi una tragedia de proporciones biblicas, algo Kafkiano.
Como no podia viajar en colectivo, juan tenia que trabajar cerca de su casa, en Boedo. Esto lo perjudicaba, pues los mejores estudios contables (juan era bachiller en economia) estaban en el microcentro. De igual modo la facultad publica de Economia. No podia vivir tomando remises, y la bicicleta tenia sus limitaciones kilometricas y climaticas. Todo lo que podia mejorar su vida estaba a dos colectivos de distancia, lo cual lo tornaba poco menos que absurdo.
Y es que, vease, que si bien era posible, con un poco de suerte y buen humor, realizar un viaje en colectivo preciso, era imposible combinar dos en un mismo dia. A esto se oponian razones de tipo psicologico y tambien social. Cada vez que juan subia a un colectivo, lo cual era al principio harto frecuente y ahora cada vez mas raro, su cerebro comenzaba a pensar estrategicamente, en estado de guerra: Donde sentarse, cuanta gente habia, cuan conversable era el chofer, cuanta gente podia bajarse en su misma parada. Ese dato sobre todo era esencial, pues era su unica salvacion posible. No importaba cuantas veces juan tocara el timbre. Lo tocase en un staccatos de apretar y desapretar, o lo apretase furiosamente con ambas manos, el resultado era el mismo. Una opcion era sencillamente gritar "¡parada!" cuando tuviese que bajarse, pero esto ma bien sonaba a una queja grosera y poco civil, sobre todo de parte de un idiota que no habia tocado el timbre. Ya habia tenido problemas con varios colectiveros, y dado que sabia perfectamente que el problema estaba en su ridiculo problema, no se atrevia a sostener una discusion de indole tan hipocrita. Otra opcion era la de sentarse adelante (solo posible en colectivos vacios) y decirle al chofer "parada...." llegando a la parada. Esto solo era posible con choferes comprensivos y colectivos vacios o en buena frecuencia. Coches llenos, dias de mucho transito o recorrido accidentado volvian impasibles tales atenciones. Por desgracia estos tres factores ocurrian casi con una regularidad natural. La unica opcion era la de tener la suerte de que alguien mas tocase el timbre en la parada en la que el debia bajar, cosa que ocurria en paradas vox populi como plaza italia o plaza miserere, pero que dificilmente ocurriera en la parada de melo y panamericana o en la de cabildo y virrey del pino, y entonces habia que resignarse y bajarse en las paradas vox populi, y luego caminar o tomar un subte si es que habia.
Habia otros dias en que, repentinamente envalentonado, juan se elegia a proposito una parada inverosimil, donde sabia que nadie iba a bajarse, y confiado caminaba hasta el caño al lado de la puerta para, luego de respirar y "juntar fuerza" (la chabacaneria es tan comun) tocar religiosamente el timbre, porque ese dia sentia que iba a cambiar, que iba a sonar el grosero zumbido metalico y que, como una epifania, la puerta se iba a abrir en la parada correcta para que el (y solo el) bajase a una vereda desierta. Habia soñado con esto varias veces, y era entonces el comienzo de una vida nueva y plena, un volver a sentirse libre y atado a las leyes de la causalidad, un por fin acabarse ese terror de pensar que en el futuro esa abominacion podia extenderse al boton de play del DVD, a los timbres de las casas, a la apertura de las puertas automaticas o a los botones del asensor. Pero el timbre no sonaba (nunca sonaba) y entonces era mas que nunca la verguenza y el miedo, la incredulidad y la risa despectiva e interna, un reirse comedidamente de si mismo y de su suerte, de su ser tan de clase media y de su cobardia en general, y entonces disimular un error y volver a su asiento, o quedarse parado cerca de la puerta hasta que alguien decidiera (piadosamente) bajar. Varias veces esta persona piadosa no habia aparecido en absoluto, y juan habia viajado durante horas. Una vez, incluso, se habia dormido y habia quedado como unico pasajero. Tuvo que viajar hasta la terminal. En tales casos lo invadia, cuando al fin lograba bajar, una honda desesperanza y un amago de profunda depresion. Era toda una suerte el que, como la gran mayoria de los miserables oficinistas mal pagos del conurbano, no tuviese la sensibilidad ni el tiempo para sumirse en esta oscura depresion. Las urgencia de la vida inmediata lo sacaban rapidamente de esos estados, como un despertados nos saca inensiblemente de la cama. Pero igualmente le quedaba un gusto en la boca, una nerviosidad en las manos o en los pies, algo que era como una resaca de la desesperacion.
Era por eso, ademas de las razones comunes con el porteño tipo, que Juan odia viajar en colectivo, por eso que vive tan frugalmente, ahorrando cada peso que podria destinar a libros o mujeres en su alcancia o en su cuenta bancaria, para poder al fin comprar un auto (pero un 0KM, porque las cosas es mejor hacerlas como dios manda y ademas porque juan es, como ya dijimos, muy comun, y esto significa ser naif, orgulloso y falto de sentido practico) y acabar por fin con la pesadilla de los timbres y las paradas.
16 jul 2014
La Mano Invisible
I
Subí como pude en Caballito. El Sarmiento venia incontenible de gente, tan sobrepoblado que me daba no menos lástima que odio. Es lo de siempre, entrar con un empujón, viajar empujado, bajar de un empujonazo. La magia de la constricción y el enigma del sentido olfativo, quetrenquetren.
Los viernes la cosa avanzaba con tranquila lentitud, demorándose diez minutos entre estación y estación. Cerca de Ramos Mejía, una señora horridamente gorda (debía ocupar medio asiento de mas, sin contar además el indignante porcentaje de aire que utilizaba para respirar) se levanto, no sin un considerable esfuerzo, de su asiento. Recuerdo que fue gracioso verla incorporarse, algo como ver un edificio antiguo derrumbarse poco a poco, pero completamente al revés.
Aproveche la ocasión para ocupar con mi modesto volumen corporal el enorme hueco que dejaba la señora, y así me encontré, como quien quiere la cosa, felizmente sentado. Es genial poder sentir la envidia ajena, saberse odiado por el resto del vagón de a pie, mirar con estudiada indiferencia las piernas cansadas y los zapatos apretados, al estúpido que sube con una bicicleta cerca de la puerta, a los enormes cuellos de botella de materia humana, apretados entre si en las poses mas ridículas, como jeroglíficos egipcios.
Revolviendo mi culo en el asiento, me predisponía sin quererlo a ingeniosas observaciones, como es natural que realice toda persona que siente un contraste1. ¿No era ese vagón una instructiva metáfora sobre la libertad? Todos estaban sufriendo ese pequeño infierno por decisión propia, y esa era una frase que podía describir no solo al existencialismo, sino al mundo entero: “En la competencia , la ambición individual sirve al bien común”. El humor ingles era pésimo, ahora y en los tiempos de Adam Smith. Toda una raza de piratas y aprovechados. Al final, la libertad promediaba siempre en el mas grotesco de los anarquismos, en la mas descoordinada pintura de las libertades individuales pisándose, clavándose los codos en las costillas, metiendo una pierna ganar apoyo, escupiendo en el piso, gritando y mintiendo, tirándose de cabeza o fingiendo desmayos, todo por un mísero asiento. ¿Cómo arreglaría Nash esa situación?
Fue entonces, mientras estaba entre Nash y la admiración de las pantorrillas de una rubia de traje sport que sentí como si un pie (y es que en ese instante, al comienzo, instintivamente…), pues no podía ser otra cosa que un pie, me rozara levemente el talón.
Pero no, esa no es, ni por asomo, una buena manera de describirlo. Estoy queriendo dar impresiones equivocadas para luego detallar la escalofriante sensación real, como si primero hubiese sentido un pie descalzo que me roza el tobillo, y luego lo otro, lo horrible, cuando la verdad es que fue exactamente al revés: primero el horror, la certeza corporal e instantánea, y
luego el “pero no”, la negación, la ciega búsqueda de razones… ¿Qué era primero, Nietzsche, el sueño del cañonazo o el cañonazo, el eco o las campanas?
Me estoy yendo por las ramas, que es básicamente el principio que quería explicar. Pero, en fin, tengo que contar las cosas como realmente fueron.
Yo estaba viajando sentado en ese tren lleno de gente, en un dia de invierno, y el tren había pasado ramos mejía, y yo iba sentado y pensando, como puede ir sentado y pensando cualquier hijo de vecino, y realmente me hubiese gustado que fuese cualquier hijo de vecino (y no yo) el que de repente, sin ningún tipo de aviso, sin ninguna premonición en forma de vaso volcado o gato negro, sintiese claramente, dedo por dedo, como una mano me tomaba por el tobillo, sin fuerza, como si fuese la mano de un muerto o de alguien que, dormido o desmayado en el piso, tantease en busca de cigarrillos o del velador.
Por supuesto, mi primera reacción fue mover el pie hacia delante. Tuve el reflejo y di vuelta la cabeza, entre indignado e incrédulo, esperando ver detrás mío alguno amigo o algún bromista que había que trompear, pero únicamente vi a un señor durmiendo, realmente durmiendo, pues era obvio que no figuraba dormir. Nadie había notado nada. El compañero del señor dormido me miro curioso, y yo di vuelta la cabeza. ¿Qué había ocurrido? Era físicamente imposible que un cuerpo acostado, tirado en el piso del tren, me tomara el tobillo. Mi asiento y el de atrás eran contiguos, no había ni veinte centímetros de espacio. ¿Entonces? La única posibilidad era que yo que yo había sentido (claramente) como una mano fuese en realidad otra cosa, porque la mente tiene esas cosas y cuantas veces habrá pasado que lo que creímos el timbre era la pava silbadora o el reloj de cocina, y viceversa, de modo que disimuladamente me agache a atarme el zapato y obviamente en el piso no había mas que mugre.
Alguno podría creer que esta comprobación empírica dejaría tranquila la conciencia de cualquier mortal , incluso el mas propenso a las sobrenaturalidades, pero lo cierto es que yo iba tieso en el asiento, pues si bien mis ojos no mentían al decirme que nada había en el suelo, tampoco mi tacto me había mentido cuando sintió claramente, dedo por dedo, una mano blanca y fría (¿pero por que blanca y fría, y por que una mano?) cerrándose sobre mi tobillo. Y ahora la sentía de vuelta, o creía sentirla, la esperaba de algún modo, y efectivamente volví a sentir, muy suave, casi como al descuido, por unos instantes, la mano cerrándose sobre mi tobillo derecho.
Ustedes podrán creer que estoy loco, pero un loco, señores cuerdos, un loco hubiera mirado. En cambio yo, gracias a toda la cordura que aun me quedaba, mantenía mi mirada indiferente en la ventanilla, en el ocaso en las plazas de la estación de Ituzaingo. En efecto, ¿Qué hubiese visto si miraba mis pies? ¿Realmente una mano, o nada en absoluto? Ustedes pueden entender que cuando se siente, aunque sea por un instante, una mano en el tobillo, en medio de un tren atesado de personas, donde, por más ganas de renunciar a la postura de a pie, nadie va a ir a tirarse al piso adonde su cuerpo no cabe, ver esa mano que lo agarra o no ver absolutamente nada es igual de aberrante y, además, uno se expone a la peor de las opciones, que no es ni la mano ni nada, sino el ver algo mas, otra cosa, una sombra por ejemplo, o algo como una goma parda con pequeños dientes, o un piojo del tamaño de un gato, imagínense el embate a la cordura que tal
visión causaría. Mirar, se viese lo que se viese, era el horror mismo, y buscar el horror por el horror es, como ya sabrán, cosa de locos.
De modo que no me atreví a mirar, y sintiéndome presa de algo que era como un escalofrío y una descarga eléctrica a un tiempo, estire las piernas y coloque los pies lo más adelante que pude. Al mover los pies, la sensación de la mano desapareció. Tenía los ojos cerrados. ¿en qué momento los había cerrado? Era difícil saberlo. Ese día baje en Morón, iba a ver a alguien para tratar un asunto que no recuerdo. El resto del día, y de los días posteriores, los recuerdo con muchísima vaguedad, como casi el resto de mis días. Increíblemente, algo en mi le resto importancia al hecho extraño que acababa de vivir, y haciendo gala de la mejor de las virtudes (el olvido) continué mi vida normalmente.
II
La siguiente vez fue en un colectivo, un sesenta si no mal recuerdo, rumbo a constitución. La situación fue casi idéntica, salvo que yo venía sentado desde hacía un buen rato, y que venía escuchando música con el celular. Recién ahora me doy cuenta, pero desde el episodio del tren yo había ido renunciando, gradual pero inexorablemente, a la que era una de mis costumbres favoritas: pensar mientras viajaba. Desde hacía varias semanas me sentía inexplicablemente más cansado, y so este pretexto dormía o dormitaba en la mayoría de mis viajes.
El colectivo de la línea sesenta es un vehículo infernal, y realiza diariamente la epopeyica ruta que va desde constitución a los confines del partido de Tigre. La frecuencia de estos colectivos es, salvo en las zonas céntricas, de las mas inestables que conozco en Buenos Aires. Debido a esto, la gente suele acumularse en las paradas como las palomas sobre los cables de tensión, y suben a borbotones.
Como promediaba la primavera, el sol golpeaba despiadadamente las paredes de falsa madera y fibra de vidrio, creando una atmosfera que, junto a la inconfundible peste del motor a gasoil, era realmente mefistofélica. Si a esto le sumamos el calor humano y toda su gama de olores rancios, y el eterno vaivén de un coche con la suspensión arruinada, no era de extrañarse que yo estuviese prácticamente en trance, dormitando indistintamente y despertándome una vez por minuto. Quizas fue por eso que no sentí la mano inmediatamente, sino de forma gradual, como una certeza que se va formando de pequeños guiños, de tacitos asentimientos. Recuerdo que sentí miedo, un miedo vago y como ignorante de si mismo, como sentir algo pero sin saber que ese algo es el tan conocido miedo, el pequeño sudor frio y la paralisis. Y entonces si, como de la nada y sin avisar, la mano cerrándose, lentamente y dedo por dedo sobre mi tobillo.
Esta vez reaccione fríamente. Si era una mano, que fuese, pero: ¿Cuánto tiempo me aferraría el tobillo? No fueron mas de tres segundos. Al dejar de sentir la presión, me agache como quien busca algo, y por supuesto no había en el suelo absolutamente nada. Al enderezarme, me lleve las manos detrás de la nuca y me desperece largamente. Recuerdo que pensé esto: Tal vez sea mejor comenzar a viajar con los pies recogidos.
III
El tacto es un sentido particular, único; Es completamente instintivo. Ente el acto de tocar y la sensación del tacto, no hay nada. No media la razón ni el prejuicio, no cabe, salvo alguna enfermedad cutánea o el truco de alguna droga, sofisma alguno. Uno toca un pedazo de hielo y siente inmediatamente la frescura. Si deja la mano un tiempo, siente inmediatamente la quemazón. Uno acerca la mano a la llama y el calor es instantáneo, innegable, interpretable exactamente como lo que es. Si uno coloca la mano directamente sobre la llama, recibe la verdad universal del dolor. ¿Hay acaso, señores míos, algún sentido tan verídico como el tacto? Sus sensaciones llegan sin mediación, su conocimiento directamente, es como una inyección, no se puede negar. Y tiene, además, esa cosa de inmediatez, de impacto. No es para nada como el olfato, que se anticipa a la razón como subrepticiamente, de modo escondido: Cuando detectamos un olor, este está en el aire antes de olerlo. Si no fuese así, nadie se asfixiaría con monóxido de Carbono. El Olfato es un sentido del “demasiado tarde”, y el oído también. Perciben en perspectiva, mostrando la realidad del segundo después. La vista también tiene un poco de eso, pero también es un poco la percepción del futuro y de lo que viene, es predicción engañosa, el “amor a primera vista” con el mundo.
El gusto es sin dudas una especie de tacto, no entiendo a los que dividen en dos sentidos algo que es fundamentalmente lo mismo: una mano no siente lo mismo que siente un pie, ni un pie lo mismo que unas nalgas o unas tetas, y claro que un ojo no tactea igual que una boca, búsquense las combinaciones que se busquen, cada parte del cuerpo tiene su propia sensibilidad. La de mis tobillos, por ejemplo, tienen una particular sensibilidad para las manos.
Era claro que viajar con las piernas recogidas, como un feto, o cruzado de piernas como un buda, no era una solución prácticamente aplicable, pues en los transportes públicos uno se sienta como corresponde o no se sienta. La solución era otra: Viajar parado. Esto funciono durante un tiempo (porque, no se si se los dije, pero los episodios con manos invisibles habían pasado de ser rarezas a convertirse en esporádicos, para terminar siendo infaltables en todo viaje en el que me sentara), sin embargo, sucedió un día que, estando parado en un subte vía congreso de Tucumán, sentí nuevamente los dedos cerrándose sobre la botamanga del pantalón, eso que era como un peso leve, una inconfundible presión dirigida de las falanges. Creo que fue ese y no otro el momento en el que supe que la mano no me abandonaría por simples formalismos.
IV
Desde ese día, siento la mano en el tobillo en cualquier lugar y en cualquier momento, siempre como un pequeño frio, siempre sin aviso. Es cierto que tiene preferencia por los momentos en que me haya quieto y cómodo, pero lo mismo la he sentido en plena caminata (como un agarro o u tirón de la media a la pasada), en la ducha (es para llevarse un susto sentir algo frio y como de de
goma arábiga en el tobillo desnudo y mojado). Una vez incluso tuvo la desfachatez de aferrarse a mi talón cuando estaba desvistiéndome en un inmundo lupanar de Constitución. Completamente indiscreta, eso no se puede negar.
Incluso llegado este punto, en donde me veo a narrarles mi historia a ustedes, completamente ignorantes, para probar (es ridículo) mi cordura, cual si fuera un trastornado personaje de Poe, debo confesar que hay cosas que aun no comprendo. Una de ellas es la inexplicable preferencia por mis tobillos, sobre todo por el derecho. ¿Es posible que ese algo, sea lo que sea, digámosle espíritu de la mano, este obsesionado con mi tobillo? Este no tiene nada de particular: Es curtido, algo hinchado debo decir, levemente rojizo los días de mucho frio. Nada más. ¿Por qué esa forma de ensañarse con el entonces? Como ya dije: no lo comprendo. Y luego, ¿Por qué esa preferencia por los momentos de calma? Nunca o casi nunca he sentido la mano cuando duermo, cuando como o cuando estoy trabajando, cosa que sucedía cada vez menos?
Intentemos, antes de que se vayan con sus batas blancas o lo que sea, a dar el veredicto a algún burócrata, intentemos digo, analizar esto en cuanto fenómeno. No tienen que creer que realmente una mano… pero asuman al menos la sensación de una mano en el tobillo, como algo cosificado, como fenómeno, como sentir una ráfaga de aire… si… una ráfaga de aire o el soplo del dios Bóreas, ¿Qué importa la interpretación si el fenómeno existe? Analicemos esto: Uno puede pensar que yo estoy loco. Opción aburrida y casi una renuncia al análisis. Opción dos: uno puede pensar que es una mano, que de alguna forma inexplicable es una mano, y entonces las cosas se complican a la hora de buscar razones… porque una mano y solo una mano… si es difícil ponerse en el lugar de otro ser humano, imposible ponerse dentro de las motivaciones de un perro o un loro, imagínense una mano. La tercera opción es pensar que no es una mano en absoluto o que, como mucho, es algo que opera esa mano o por ella se manifiesta… manifiesta.. Mani – festación, que mas bien seria aquí manofestacion, si me perdonan el chiste estúpido.
Per o supongamos que no es solo una mano inerte y que es algo mas. ¿Qué quiere? Yo, como individuo pragmático, no creo en los enigmas: todo tiene solución, todo efecto causa, todo acto motivación y responsable. Me aferro férreamente a la realidad, y no voy a alegar locura para salvarme de la explicación. ¿Qué quiere la mano, que se propone, que necesita, que la motiva? Voy a excluir tanto el mal por el mal como el bien absoluto, pues yo entiendo motivación como algo bien discreto, acotado, medido: un algo para otro algo, puntual. Entonces, ¿Qué se propone? ¿Qué no viaje, que este siempre de pie, que no pueda estar quieto, que predique su existencia, que me vuelva loco? Mas, ¿Qué ganaría ella (o ello) con esto? Como ven, mi manera de pensar es harto racional, llanamente utilitarista, humana por excelencia. Tal vez sea por lo chato de mis especulaciones que esta pregunta sigue aun sin resolverse, girando desconsoladamente en mi cerebro, ocupando los minutos y las horas, ganándole espacio a las demás preocupaciones, hasta que por supuesto vuelvo a sentir la mano, la mano que lentamente me toma por el tobillo, para llenarme de un miedo leve y como de escalofrío, y así sacarme obstinadamente de mis reflexiones acerca de ella.
1 Platón filosofaba porque tenía tiempo libre. También Sócrates. Los pensadores clásicos son siempre los que viajan sentados por la vida, y por eso se dan el lujo de observar a los que van incómodamente de a pie. Por supuesto que también están los pensadores que van parados, que son sin duda los mas peligrosos para estados e instituciones eclesiásticas. Los pensadores de a pie buscan una de estas dos cosas, ambas radicales: o que todo el mundo pueda sentarse, o que todo el mundo viaje parado. Socialistas los unos, Anarquistas los otros.
Subí como pude en Caballito. El Sarmiento venia incontenible de gente, tan sobrepoblado que me daba no menos lástima que odio. Es lo de siempre, entrar con un empujón, viajar empujado, bajar de un empujonazo. La magia de la constricción y el enigma del sentido olfativo, quetrenquetren.
Los viernes la cosa avanzaba con tranquila lentitud, demorándose diez minutos entre estación y estación. Cerca de Ramos Mejía, una señora horridamente gorda (debía ocupar medio asiento de mas, sin contar además el indignante porcentaje de aire que utilizaba para respirar) se levanto, no sin un considerable esfuerzo, de su asiento. Recuerdo que fue gracioso verla incorporarse, algo como ver un edificio antiguo derrumbarse poco a poco, pero completamente al revés.
Aproveche la ocasión para ocupar con mi modesto volumen corporal el enorme hueco que dejaba la señora, y así me encontré, como quien quiere la cosa, felizmente sentado. Es genial poder sentir la envidia ajena, saberse odiado por el resto del vagón de a pie, mirar con estudiada indiferencia las piernas cansadas y los zapatos apretados, al estúpido que sube con una bicicleta cerca de la puerta, a los enormes cuellos de botella de materia humana, apretados entre si en las poses mas ridículas, como jeroglíficos egipcios.
Revolviendo mi culo en el asiento, me predisponía sin quererlo a ingeniosas observaciones, como es natural que realice toda persona que siente un contraste1. ¿No era ese vagón una instructiva metáfora sobre la libertad? Todos estaban sufriendo ese pequeño infierno por decisión propia, y esa era una frase que podía describir no solo al existencialismo, sino al mundo entero: “En la competencia , la ambición individual sirve al bien común”. El humor ingles era pésimo, ahora y en los tiempos de Adam Smith. Toda una raza de piratas y aprovechados. Al final, la libertad promediaba siempre en el mas grotesco de los anarquismos, en la mas descoordinada pintura de las libertades individuales pisándose, clavándose los codos en las costillas, metiendo una pierna ganar apoyo, escupiendo en el piso, gritando y mintiendo, tirándose de cabeza o fingiendo desmayos, todo por un mísero asiento. ¿Cómo arreglaría Nash esa situación?
Fue entonces, mientras estaba entre Nash y la admiración de las pantorrillas de una rubia de traje sport que sentí como si un pie (y es que en ese instante, al comienzo, instintivamente…), pues no podía ser otra cosa que un pie, me rozara levemente el talón.
Pero no, esa no es, ni por asomo, una buena manera de describirlo. Estoy queriendo dar impresiones equivocadas para luego detallar la escalofriante sensación real, como si primero hubiese sentido un pie descalzo que me roza el tobillo, y luego lo otro, lo horrible, cuando la verdad es que fue exactamente al revés: primero el horror, la certeza corporal e instantánea, y
luego el “pero no”, la negación, la ciega búsqueda de razones… ¿Qué era primero, Nietzsche, el sueño del cañonazo o el cañonazo, el eco o las campanas?
Me estoy yendo por las ramas, que es básicamente el principio que quería explicar. Pero, en fin, tengo que contar las cosas como realmente fueron.
Yo estaba viajando sentado en ese tren lleno de gente, en un dia de invierno, y el tren había pasado ramos mejía, y yo iba sentado y pensando, como puede ir sentado y pensando cualquier hijo de vecino, y realmente me hubiese gustado que fuese cualquier hijo de vecino (y no yo) el que de repente, sin ningún tipo de aviso, sin ninguna premonición en forma de vaso volcado o gato negro, sintiese claramente, dedo por dedo, como una mano me tomaba por el tobillo, sin fuerza, como si fuese la mano de un muerto o de alguien que, dormido o desmayado en el piso, tantease en busca de cigarrillos o del velador.
Por supuesto, mi primera reacción fue mover el pie hacia delante. Tuve el reflejo y di vuelta la cabeza, entre indignado e incrédulo, esperando ver detrás mío alguno amigo o algún bromista que había que trompear, pero únicamente vi a un señor durmiendo, realmente durmiendo, pues era obvio que no figuraba dormir. Nadie había notado nada. El compañero del señor dormido me miro curioso, y yo di vuelta la cabeza. ¿Qué había ocurrido? Era físicamente imposible que un cuerpo acostado, tirado en el piso del tren, me tomara el tobillo. Mi asiento y el de atrás eran contiguos, no había ni veinte centímetros de espacio. ¿Entonces? La única posibilidad era que yo que yo había sentido (claramente) como una mano fuese en realidad otra cosa, porque la mente tiene esas cosas y cuantas veces habrá pasado que lo que creímos el timbre era la pava silbadora o el reloj de cocina, y viceversa, de modo que disimuladamente me agache a atarme el zapato y obviamente en el piso no había mas que mugre.
Alguno podría creer que esta comprobación empírica dejaría tranquila la conciencia de cualquier mortal , incluso el mas propenso a las sobrenaturalidades, pero lo cierto es que yo iba tieso en el asiento, pues si bien mis ojos no mentían al decirme que nada había en el suelo, tampoco mi tacto me había mentido cuando sintió claramente, dedo por dedo, una mano blanca y fría (¿pero por que blanca y fría, y por que una mano?) cerrándose sobre mi tobillo. Y ahora la sentía de vuelta, o creía sentirla, la esperaba de algún modo, y efectivamente volví a sentir, muy suave, casi como al descuido, por unos instantes, la mano cerrándose sobre mi tobillo derecho.
Ustedes podrán creer que estoy loco, pero un loco, señores cuerdos, un loco hubiera mirado. En cambio yo, gracias a toda la cordura que aun me quedaba, mantenía mi mirada indiferente en la ventanilla, en el ocaso en las plazas de la estación de Ituzaingo. En efecto, ¿Qué hubiese visto si miraba mis pies? ¿Realmente una mano, o nada en absoluto? Ustedes pueden entender que cuando se siente, aunque sea por un instante, una mano en el tobillo, en medio de un tren atesado de personas, donde, por más ganas de renunciar a la postura de a pie, nadie va a ir a tirarse al piso adonde su cuerpo no cabe, ver esa mano que lo agarra o no ver absolutamente nada es igual de aberrante y, además, uno se expone a la peor de las opciones, que no es ni la mano ni nada, sino el ver algo mas, otra cosa, una sombra por ejemplo, o algo como una goma parda con pequeños dientes, o un piojo del tamaño de un gato, imagínense el embate a la cordura que tal
visión causaría. Mirar, se viese lo que se viese, era el horror mismo, y buscar el horror por el horror es, como ya sabrán, cosa de locos.
De modo que no me atreví a mirar, y sintiéndome presa de algo que era como un escalofrío y una descarga eléctrica a un tiempo, estire las piernas y coloque los pies lo más adelante que pude. Al mover los pies, la sensación de la mano desapareció. Tenía los ojos cerrados. ¿en qué momento los había cerrado? Era difícil saberlo. Ese día baje en Morón, iba a ver a alguien para tratar un asunto que no recuerdo. El resto del día, y de los días posteriores, los recuerdo con muchísima vaguedad, como casi el resto de mis días. Increíblemente, algo en mi le resto importancia al hecho extraño que acababa de vivir, y haciendo gala de la mejor de las virtudes (el olvido) continué mi vida normalmente.
II
La siguiente vez fue en un colectivo, un sesenta si no mal recuerdo, rumbo a constitución. La situación fue casi idéntica, salvo que yo venía sentado desde hacía un buen rato, y que venía escuchando música con el celular. Recién ahora me doy cuenta, pero desde el episodio del tren yo había ido renunciando, gradual pero inexorablemente, a la que era una de mis costumbres favoritas: pensar mientras viajaba. Desde hacía varias semanas me sentía inexplicablemente más cansado, y so este pretexto dormía o dormitaba en la mayoría de mis viajes.
El colectivo de la línea sesenta es un vehículo infernal, y realiza diariamente la epopeyica ruta que va desde constitución a los confines del partido de Tigre. La frecuencia de estos colectivos es, salvo en las zonas céntricas, de las mas inestables que conozco en Buenos Aires. Debido a esto, la gente suele acumularse en las paradas como las palomas sobre los cables de tensión, y suben a borbotones.
Como promediaba la primavera, el sol golpeaba despiadadamente las paredes de falsa madera y fibra de vidrio, creando una atmosfera que, junto a la inconfundible peste del motor a gasoil, era realmente mefistofélica. Si a esto le sumamos el calor humano y toda su gama de olores rancios, y el eterno vaivén de un coche con la suspensión arruinada, no era de extrañarse que yo estuviese prácticamente en trance, dormitando indistintamente y despertándome una vez por minuto. Quizas fue por eso que no sentí la mano inmediatamente, sino de forma gradual, como una certeza que se va formando de pequeños guiños, de tacitos asentimientos. Recuerdo que sentí miedo, un miedo vago y como ignorante de si mismo, como sentir algo pero sin saber que ese algo es el tan conocido miedo, el pequeño sudor frio y la paralisis. Y entonces si, como de la nada y sin avisar, la mano cerrándose, lentamente y dedo por dedo sobre mi tobillo.
Esta vez reaccione fríamente. Si era una mano, que fuese, pero: ¿Cuánto tiempo me aferraría el tobillo? No fueron mas de tres segundos. Al dejar de sentir la presión, me agache como quien busca algo, y por supuesto no había en el suelo absolutamente nada. Al enderezarme, me lleve las manos detrás de la nuca y me desperece largamente. Recuerdo que pensé esto: Tal vez sea mejor comenzar a viajar con los pies recogidos.
III
El tacto es un sentido particular, único; Es completamente instintivo. Ente el acto de tocar y la sensación del tacto, no hay nada. No media la razón ni el prejuicio, no cabe, salvo alguna enfermedad cutánea o el truco de alguna droga, sofisma alguno. Uno toca un pedazo de hielo y siente inmediatamente la frescura. Si deja la mano un tiempo, siente inmediatamente la quemazón. Uno acerca la mano a la llama y el calor es instantáneo, innegable, interpretable exactamente como lo que es. Si uno coloca la mano directamente sobre la llama, recibe la verdad universal del dolor. ¿Hay acaso, señores míos, algún sentido tan verídico como el tacto? Sus sensaciones llegan sin mediación, su conocimiento directamente, es como una inyección, no se puede negar. Y tiene, además, esa cosa de inmediatez, de impacto. No es para nada como el olfato, que se anticipa a la razón como subrepticiamente, de modo escondido: Cuando detectamos un olor, este está en el aire antes de olerlo. Si no fuese así, nadie se asfixiaría con monóxido de Carbono. El Olfato es un sentido del “demasiado tarde”, y el oído también. Perciben en perspectiva, mostrando la realidad del segundo después. La vista también tiene un poco de eso, pero también es un poco la percepción del futuro y de lo que viene, es predicción engañosa, el “amor a primera vista” con el mundo.
El gusto es sin dudas una especie de tacto, no entiendo a los que dividen en dos sentidos algo que es fundamentalmente lo mismo: una mano no siente lo mismo que siente un pie, ni un pie lo mismo que unas nalgas o unas tetas, y claro que un ojo no tactea igual que una boca, búsquense las combinaciones que se busquen, cada parte del cuerpo tiene su propia sensibilidad. La de mis tobillos, por ejemplo, tienen una particular sensibilidad para las manos.
Era claro que viajar con las piernas recogidas, como un feto, o cruzado de piernas como un buda, no era una solución prácticamente aplicable, pues en los transportes públicos uno se sienta como corresponde o no se sienta. La solución era otra: Viajar parado. Esto funciono durante un tiempo (porque, no se si se los dije, pero los episodios con manos invisibles habían pasado de ser rarezas a convertirse en esporádicos, para terminar siendo infaltables en todo viaje en el que me sentara), sin embargo, sucedió un día que, estando parado en un subte vía congreso de Tucumán, sentí nuevamente los dedos cerrándose sobre la botamanga del pantalón, eso que era como un peso leve, una inconfundible presión dirigida de las falanges. Creo que fue ese y no otro el momento en el que supe que la mano no me abandonaría por simples formalismos.
IV
Desde ese día, siento la mano en el tobillo en cualquier lugar y en cualquier momento, siempre como un pequeño frio, siempre sin aviso. Es cierto que tiene preferencia por los momentos en que me haya quieto y cómodo, pero lo mismo la he sentido en plena caminata (como un agarro o u tirón de la media a la pasada), en la ducha (es para llevarse un susto sentir algo frio y como de de
goma arábiga en el tobillo desnudo y mojado). Una vez incluso tuvo la desfachatez de aferrarse a mi talón cuando estaba desvistiéndome en un inmundo lupanar de Constitución. Completamente indiscreta, eso no se puede negar.
Incluso llegado este punto, en donde me veo a narrarles mi historia a ustedes, completamente ignorantes, para probar (es ridículo) mi cordura, cual si fuera un trastornado personaje de Poe, debo confesar que hay cosas que aun no comprendo. Una de ellas es la inexplicable preferencia por mis tobillos, sobre todo por el derecho. ¿Es posible que ese algo, sea lo que sea, digámosle espíritu de la mano, este obsesionado con mi tobillo? Este no tiene nada de particular: Es curtido, algo hinchado debo decir, levemente rojizo los días de mucho frio. Nada más. ¿Por qué esa forma de ensañarse con el entonces? Como ya dije: no lo comprendo. Y luego, ¿Por qué esa preferencia por los momentos de calma? Nunca o casi nunca he sentido la mano cuando duermo, cuando como o cuando estoy trabajando, cosa que sucedía cada vez menos?
Intentemos, antes de que se vayan con sus batas blancas o lo que sea, a dar el veredicto a algún burócrata, intentemos digo, analizar esto en cuanto fenómeno. No tienen que creer que realmente una mano… pero asuman al menos la sensación de una mano en el tobillo, como algo cosificado, como fenómeno, como sentir una ráfaga de aire… si… una ráfaga de aire o el soplo del dios Bóreas, ¿Qué importa la interpretación si el fenómeno existe? Analicemos esto: Uno puede pensar que yo estoy loco. Opción aburrida y casi una renuncia al análisis. Opción dos: uno puede pensar que es una mano, que de alguna forma inexplicable es una mano, y entonces las cosas se complican a la hora de buscar razones… porque una mano y solo una mano… si es difícil ponerse en el lugar de otro ser humano, imposible ponerse dentro de las motivaciones de un perro o un loro, imagínense una mano. La tercera opción es pensar que no es una mano en absoluto o que, como mucho, es algo que opera esa mano o por ella se manifiesta… manifiesta.. Mani – festación, que mas bien seria aquí manofestacion, si me perdonan el chiste estúpido.
Per o supongamos que no es solo una mano inerte y que es algo mas. ¿Qué quiere? Yo, como individuo pragmático, no creo en los enigmas: todo tiene solución, todo efecto causa, todo acto motivación y responsable. Me aferro férreamente a la realidad, y no voy a alegar locura para salvarme de la explicación. ¿Qué quiere la mano, que se propone, que necesita, que la motiva? Voy a excluir tanto el mal por el mal como el bien absoluto, pues yo entiendo motivación como algo bien discreto, acotado, medido: un algo para otro algo, puntual. Entonces, ¿Qué se propone? ¿Qué no viaje, que este siempre de pie, que no pueda estar quieto, que predique su existencia, que me vuelva loco? Mas, ¿Qué ganaría ella (o ello) con esto? Como ven, mi manera de pensar es harto racional, llanamente utilitarista, humana por excelencia. Tal vez sea por lo chato de mis especulaciones que esta pregunta sigue aun sin resolverse, girando desconsoladamente en mi cerebro, ocupando los minutos y las horas, ganándole espacio a las demás preocupaciones, hasta que por supuesto vuelvo a sentir la mano, la mano que lentamente me toma por el tobillo, para llenarme de un miedo leve y como de escalofrío, y así sacarme obstinadamente de mis reflexiones acerca de ella.
1 Platón filosofaba porque tenía tiempo libre. También Sócrates. Los pensadores clásicos son siempre los que viajan sentados por la vida, y por eso se dan el lujo de observar a los que van incómodamente de a pie. Por supuesto que también están los pensadores que van parados, que son sin duda los mas peligrosos para estados e instituciones eclesiásticas. Los pensadores de a pie buscan una de estas dos cosas, ambas radicales: o que todo el mundo pueda sentarse, o que todo el mundo viaje parado. Socialistas los unos, Anarquistas los otros.
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