16 jul 2014

La Mano Invisible

I
Subí como pude en Caballito. El Sarmiento venia incontenible de gente, tan sobrepoblado que me daba no menos lástima que odio. Es lo de siempre, entrar con un empujón, viajar empujado, bajar de un empujonazo. La magia de la constricción y el enigma del sentido olfativo, quetrenquetren. 
Los viernes la cosa avanzaba con tranquila lentitud, demorándose diez minutos entre estación y estación. Cerca de Ramos Mejía, una señora horridamente gorda (debía ocupar medio asiento de mas, sin contar además el indignante porcentaje de aire que utilizaba para respirar) se levanto, no sin un considerable esfuerzo, de su asiento. Recuerdo que fue gracioso verla incorporarse, algo como ver un edificio antiguo derrumbarse poco a poco, pero completamente al revés.
Aproveche la ocasión para ocupar con mi modesto volumen corporal el enorme hueco que dejaba la señora, y así me encontré, como quien quiere la cosa, felizmente sentado. Es genial poder sentir la envidia ajena, saberse odiado por el resto del vagón de a pie, mirar con estudiada indiferencia las piernas cansadas y los zapatos apretados, al estúpido que sube con una bicicleta cerca de la puerta, a los enormes cuellos de botella de materia humana, apretados entre si en las poses mas ridículas, como jeroglíficos egipcios.
Revolviendo mi culo en el asiento, me predisponía sin quererlo a ingeniosas observaciones, como es natural que realice toda persona que siente un contraste1. ¿No era ese vagón una instructiva metáfora sobre la libertad? Todos estaban sufriendo ese pequeño infierno por decisión propia, y esa era una frase que podía describir no solo al existencialismo, sino al mundo entero: “En la competencia , la ambición individual sirve al bien común”. El humor ingles era pésimo, ahora y en los tiempos de Adam Smith. Toda una raza de piratas y aprovechados. Al final, la libertad promediaba siempre en el mas grotesco de los anarquismos, en la mas descoordinada pintura de las libertades individuales pisándose, clavándose los codos en las costillas, metiendo una pierna ganar apoyo, escupiendo en el piso, gritando y mintiendo, tirándose de cabeza o fingiendo desmayos, todo por un mísero asiento. ¿Cómo arreglaría Nash esa situación?
Fue entonces, mientras estaba entre Nash y la admiración de las pantorrillas de una rubia de traje sport que sentí como si un pie (y es que en ese instante, al comienzo, instintivamente…), pues no podía ser otra cosa que un pie, me rozara levemente el talón.
Pero no, esa no es, ni por asomo, una buena manera de describirlo. Estoy queriendo dar impresiones equivocadas para luego detallar la escalofriante sensación real, como si primero hubiese sentido un pie descalzo que me roza el tobillo, y luego lo otro, lo horrible, cuando la verdad es que fue exactamente al revés: primero el horror, la certeza corporal e instantánea, y
luego el “pero no”, la negación, la ciega búsqueda de razones… ¿Qué era primero, Nietzsche, el sueño del cañonazo o el cañonazo, el eco o las campanas?
Me estoy yendo por las ramas, que es básicamente el principio que quería explicar. Pero, en fin, tengo que contar las cosas como realmente fueron. 
Yo estaba viajando sentado en ese tren lleno de gente, en un dia de invierno, y el tren había pasado ramos mejía, y yo iba sentado y pensando, como puede ir sentado y pensando cualquier hijo de vecino, y realmente me hubiese gustado que fuese cualquier hijo de vecino (y no yo) el que de repente, sin ningún tipo de aviso, sin ninguna premonición en forma de vaso volcado o gato negro, sintiese claramente, dedo por dedo, como una mano me tomaba por el tobillo, sin fuerza, como si fuese la mano de un muerto o de alguien que, dormido o desmayado en el piso, tantease en busca de cigarrillos o del velador. 
Por supuesto, mi primera reacción fue mover el pie hacia delante. Tuve el reflejo y di vuelta la cabeza, entre indignado e incrédulo, esperando ver detrás mío alguno amigo o algún bromista que había que trompear, pero únicamente vi a un señor durmiendo, realmente durmiendo, pues era obvio que no figuraba dormir. Nadie había notado nada. El compañero del señor dormido me miro curioso, y yo di vuelta la cabeza. ¿Qué había ocurrido? Era físicamente imposible que un cuerpo acostado, tirado en el piso del tren, me tomara el tobillo. Mi asiento y el de atrás eran contiguos, no había ni veinte centímetros de espacio. ¿Entonces? La única posibilidad era que yo que yo había sentido (claramente) como una mano fuese en realidad otra cosa, porque la mente tiene esas  cosas y cuantas veces habrá pasado que lo que creímos el timbre era la pava silbadora o el reloj de cocina, y viceversa, de modo que disimuladamente me agache a atarme el zapato y obviamente en el piso no había mas que mugre.
Alguno podría creer que esta comprobación empírica dejaría tranquila la conciencia de cualquier mortal , incluso el mas propenso a las sobrenaturalidades, pero lo cierto es que yo iba tieso en el asiento, pues si bien mis ojos no mentían al decirme que nada había en el suelo, tampoco mi tacto me había mentido cuando sintió claramente, dedo por dedo, una mano blanca y fría (¿pero por que blanca y fría, y por que una mano?) cerrándose sobre mi tobillo. Y ahora la sentía de vuelta, o creía sentirla, la esperaba de algún modo, y efectivamente volví a sentir, muy suave, casi como al descuido, por unos instantes, la mano cerrándose sobre mi tobillo derecho. 
Ustedes podrán creer que estoy loco, pero un loco, señores cuerdos, un loco hubiera mirado. En cambio yo, gracias a toda la cordura que aun me quedaba, mantenía mi mirada indiferente en la ventanilla, en el ocaso en las plazas de la estación de Ituzaingo. En efecto, ¿Qué hubiese visto si miraba mis pies? ¿Realmente una mano, o nada en absoluto? Ustedes pueden entender que cuando se siente, aunque sea por un instante, una mano en el tobillo, en medio de un tren atesado de personas, donde, por más ganas de renunciar a la postura de a pie, nadie va a ir a tirarse al piso adonde su cuerpo no cabe, ver esa mano que lo agarra o no ver absolutamente nada es igual de aberrante y, además, uno se expone a la peor de las opciones, que no es ni la mano ni nada, sino el ver algo mas, otra cosa, una sombra por ejemplo, o algo como una goma parda con pequeños dientes, o un piojo del tamaño de un gato, imagínense el embate a la cordura que tal
visión causaría. Mirar, se viese lo que se viese, era el horror mismo, y buscar el horror por el horror es, como ya sabrán, cosa de locos.
De modo que no me atreví a mirar, y sintiéndome presa de algo que era como un escalofrío y una descarga eléctrica a un tiempo, estire las piernas y coloque los pies lo más adelante que pude. Al mover los pies, la sensación de la mano desapareció. Tenía los ojos cerrados. ¿en qué momento los había cerrado? Era difícil saberlo. Ese día baje en Morón, iba a ver a alguien para tratar un asunto que no recuerdo. El resto del día, y de los días posteriores, los recuerdo con muchísima vaguedad, como casi el resto de mis días. Increíblemente, algo en mi le resto importancia al hecho extraño que acababa de vivir, y haciendo gala de la mejor de las virtudes (el olvido) continué mi vida normalmente.
II
La siguiente vez fue en un colectivo, un sesenta si no mal recuerdo, rumbo a constitución. La situación fue casi idéntica, salvo que yo venía sentado desde hacía un buen rato, y que venía escuchando música con el celular. Recién ahora me doy cuenta, pero desde el episodio del tren yo había ido renunciando, gradual pero inexorablemente, a la que era una de mis costumbres favoritas: pensar mientras viajaba. Desde hacía varias semanas me sentía inexplicablemente más cansado, y so este pretexto dormía o dormitaba en la mayoría de mis viajes. 
El colectivo de la línea sesenta es un vehículo infernal, y realiza diariamente la epopeyica ruta que va desde constitución a los confines del partido de Tigre.  La frecuencia de estos colectivos es, salvo en las zonas céntricas, de las mas inestables que conozco en Buenos Aires. Debido a esto, la gente suele acumularse en las paradas como las palomas sobre los cables de tensión, y suben a borbotones.
Como promediaba la primavera, el sol golpeaba despiadadamente las paredes de falsa madera y fibra de vidrio, creando una atmosfera que, junto a la inconfundible peste del motor a gasoil, era realmente mefistofélica. Si a esto le sumamos el calor humano y toda su gama de olores rancios, y el eterno vaivén de un coche con la suspensión arruinada, no era de extrañarse que yo estuviese prácticamente en trance, dormitando indistintamente y despertándome una vez por minuto. Quizas fue por eso que no sentí la mano inmediatamente, sino de forma gradual, como una certeza que se va formando de pequeños guiños, de tacitos asentimientos. Recuerdo que sentí miedo, un miedo vago y como ignorante de si mismo, como sentir algo pero sin saber que ese algo es el tan conocido miedo, el pequeño sudor frio y la paralisis. Y entonces si, como de la nada y sin avisar, la mano cerrándose, lentamente y dedo por dedo sobre mi tobillo. 
Esta vez reaccione fríamente. Si era una mano, que fuese, pero: ¿Cuánto tiempo me aferraría el tobillo? No fueron mas de tres segundos. Al dejar de sentir la presión, me agache como quien busca algo, y por supuesto no había en el suelo absolutamente nada. Al enderezarme, me lleve las manos detrás de la nuca y me desperece  largamente. Recuerdo que pensé esto: Tal vez sea mejor comenzar a viajar con los pies recogidos. 

III
El tacto es un sentido particular, único; Es completamente instintivo. Ente el acto de tocar y la sensación del tacto, no hay nada. No media la razón ni el prejuicio, no cabe, salvo alguna enfermedad cutánea o el truco de alguna droga, sofisma alguno. Uno toca un pedazo de hielo y siente inmediatamente la frescura. Si deja la mano un tiempo, siente inmediatamente la quemazón. Uno acerca la mano a la llama y el calor es instantáneo, innegable, interpretable exactamente como lo que es. Si uno coloca la mano directamente sobre la llama, recibe la verdad universal del dolor. ¿Hay acaso, señores míos, algún sentido tan verídico como el tacto? Sus sensaciones llegan sin mediación, su conocimiento directamente, es como una inyección, no se puede negar. Y tiene, además, esa cosa de inmediatez, de impacto. No es para nada como el olfato, que se anticipa a la razón como subrepticiamente, de modo escondido: Cuando detectamos un olor, este está en el aire antes de olerlo. Si no fuese así, nadie se asfixiaría con monóxido de Carbono. El Olfato es un sentido del “demasiado tarde”, y el oído también. Perciben en perspectiva, mostrando la realidad del segundo después. La vista también tiene un poco de eso, pero también es un poco la percepción del futuro y de lo que viene, es predicción engañosa, el “amor a primera vista” con el mundo. 
El gusto es sin dudas una especie de tacto, no entiendo a los que dividen en dos sentidos algo que es fundamentalmente lo mismo: una mano no siente lo mismo que siente un pie, ni un pie lo mismo que unas nalgas o unas tetas, y claro que un ojo no tactea igual que una boca, búsquense las combinaciones que se busquen, cada parte del cuerpo tiene su propia sensibilidad. La de mis tobillos, por ejemplo, tienen una particular sensibilidad para las manos. 
Era claro que viajar con las piernas recogidas, como un feto, o cruzado de piernas como un buda, no era una solución prácticamente aplicable, pues en los transportes públicos uno se sienta como corresponde o no se sienta. La solución era otra: Viajar parado. Esto funciono durante un tiempo (porque, no se si se los dije, pero los episodios con manos invisibles habían pasado de ser rarezas a convertirse en esporádicos, para terminar siendo infaltables en todo viaje en el que me sentara), sin embargo, sucedió un día que, estando parado en un subte vía congreso de Tucumán, sentí nuevamente los dedos cerrándose sobre la botamanga del pantalón, eso que era como un peso leve, una inconfundible presión dirigida de las falanges. Creo que fue ese y no otro el momento en el que supe que la mano no me abandonaría por simples formalismos.

IV
Desde ese día, siento la mano en el tobillo en cualquier lugar y en cualquier momento, siempre como un pequeño frio, siempre sin aviso. Es cierto que tiene preferencia por los momentos en que me haya quieto y cómodo, pero lo mismo la he sentido en plena caminata (como un agarro o u tirón de la media a la pasada), en la ducha (es para llevarse un susto sentir algo frio y como de de
goma arábiga en el tobillo desnudo y mojado). Una vez incluso tuvo la desfachatez de aferrarse a mi talón cuando estaba desvistiéndome en un inmundo lupanar de Constitución. Completamente indiscreta, eso no se puede negar.
Incluso llegado este punto, en donde me veo a narrarles mi historia a ustedes, completamente ignorantes, para probar (es ridículo) mi cordura, cual si fuera un trastornado personaje de Poe, debo confesar que hay cosas que aun no comprendo. Una de ellas es la inexplicable preferencia por mis tobillos, sobre todo por el derecho. ¿Es posible que ese algo, sea lo que sea, digámosle espíritu de la mano, este obsesionado con mi tobillo? Este no tiene nada de particular: Es curtido, algo hinchado debo decir, levemente rojizo los días de mucho frio. Nada más. ¿Por qué esa forma de ensañarse con el entonces? Como ya dije: no lo comprendo. Y luego, ¿Por qué esa preferencia por los momentos de calma? Nunca o casi nunca he sentido la mano cuando duermo, cuando como o cuando estoy trabajando, cosa que sucedía cada vez menos?
Intentemos, antes de que se vayan con sus batas blancas o lo que sea, a dar el veredicto a algún burócrata, intentemos digo, analizar esto en cuanto fenómeno. No tienen que creer que realmente una mano… pero asuman al menos la sensación de una mano en el tobillo, como algo cosificado, como fenómeno, como sentir una ráfaga de aire… si… una ráfaga de aire o el soplo del dios Bóreas, ¿Qué importa la interpretación si el fenómeno existe? Analicemos esto: Uno puede pensar que yo estoy loco. Opción aburrida y casi una renuncia al análisis. Opción dos: uno puede pensar que es una mano, que de alguna forma inexplicable es una mano, y entonces las cosas se complican a la hora de buscar razones… porque una mano y solo una mano… si es difícil ponerse en el lugar de otro ser humano, imposible ponerse dentro de las motivaciones de un perro o un loro, imagínense una mano. La tercera opción es pensar que no es una mano en absoluto o que, como mucho, es algo que opera esa mano o por ella se manifiesta… manifiesta.. Mani – festación, que mas bien seria aquí manofestacion, si me perdonan el chiste estúpido. 
Per o supongamos que no es solo una mano inerte y que es algo mas. ¿Qué quiere? Yo, como individuo pragmático, no creo en los enigmas: todo tiene solución, todo efecto causa, todo acto motivación y responsable. Me aferro férreamente a la realidad, y no voy a alegar locura para salvarme de la explicación. ¿Qué quiere la mano, que se propone, que necesita, que la motiva? Voy a excluir tanto el mal por el mal como el bien absoluto, pues yo entiendo motivación como algo bien discreto, acotado, medido: un algo para otro algo, puntual. Entonces, ¿Qué se propone? ¿Qué no viaje, que este siempre de pie, que no pueda estar quieto, que predique su existencia, que me vuelva loco? Mas, ¿Qué ganaría ella (o ello) con esto? Como ven, mi manera de pensar es harto racional, llanamente utilitarista, humana por excelencia. Tal vez sea por lo chato de mis especulaciones que esta pregunta sigue aun sin resolverse, girando desconsoladamente en mi cerebro, ocupando los minutos y las horas, ganándole espacio a las demás preocupaciones, hasta que por supuesto vuelvo a sentir la mano, la mano que lentamente me toma por el tobillo, para llenarme de un miedo leve y como de escalofrío, y así sacarme obstinadamente de mis reflexiones acerca de ella.

1 Platón filosofaba porque tenía tiempo libre. También Sócrates. Los pensadores clásicos son siempre los que viajan sentados por la vida, y por eso se dan el lujo de observar a los que van incómodamente de a pie. Por supuesto que también están los pensadores que van parados, que son sin duda los mas peligrosos para estados e instituciones eclesiásticas. Los pensadores de a pie buscan una de estas dos cosas, ambas radicales: o que todo el mundo pueda sentarse, o que todo el mundo viaje parado. Socialistas los unos, Anarquistas los otros. 

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