3 oct 2015

Solo otra estupida historia de ficcion

A J.I, que espero nunca lea esto.


Iba por la calle desierta. La noche estaba un poco fría, pero dentro de todo, aceptable. Hasta hace un rato había estado lloviendo y ahora el viento barría la masa de hojas acumuladas por las escobas de las señoras. El asfalto mojado le daba a las veredas un aire límpido y solitario.
"La calle esta como recién bañada", pensé. Naturalmente estaba ebrio, ebrio a voces, como para tumbar a una mula con mi aliento. Ebrio y además muy lleno. Había comido como un caballo, como un emperador romano. El emperador romano caminaba pesadamente bajo la lluvia, cual personaje de Dostoievski. Ahora debería de pisarme un carruaje, asaltarme un bandido que lleva un cuchillo, o algo por el estilo.
No eran muchas cuadras. Había hecho el trayecto muchas veces. Caro me esperaba como siempre. Qué lindo y que feo, que te esperen. Seguridad y compromiso a un tiempo, como una mano que medio acaricia y medio estrangula. De cualquier modo, estaría ya estaría dormida; O casi dormida, con su fingida indiferencia, murmurando y dando vueltas entre las sábanas blancas y muy limpias. Eso o estaría despierta, con pantuflas y una remera vieja y descolorida, que seguramente era mía, y que entonces le quedaría tiernamente grande.
Siempre doblo en Bolivia cuando voy por Haedo. Siempre no es casualidad. Era la costumbre. Justo en la esquina de Haedo y Bolivia está tu casa o, más bien, la casa de la infancia, la casa de tu primo, la casa que en ese tiempo no era mía o suya o tuya, era un poco de todos y un poco de nadie. Era un poco la casa de todo el barrio: la única casa con terraza, la única casa con bodega, la única casa con sótano, con taller mecánico, verdulería y carnicería. Era en realidad para nosotros la única casa verdadera. Tenía todas las cualidades: gente entrando y saliendo a toda hora, gitanos, incontables bicicletas y partes de bicicletas, tarros de polvorones, álbumes de figuritas, botellas de vino tinto y de licor Tía María, carreras de autitos, cacería de polillas, pillaje y exploración, asados todos los domingos, que también ocurrían viernes o sábados o jueves o sencillamente ocurrían continuamente, porque tu casa (su casa, nuestra casa) era como una fiesta, como una navidad contínua, ininterrumpida, un asado de toda la semana, imparable. Entrabamos y salíamos constantemente, buscándonos unos a otros o todos juntos, siempre pasando entre la gente, entre la mercadería, esquivando los cajones de cerveza o de verdura o de ginebra llave, y siempre éramos vos, él y yo, estuviésemos de a dos, separados o los tres juntos. Y cuando estábamos juntos, estábamos más allá del cálculo.
El resto de las casas (mi casa, por ejemplo, o la tuya) eran simples habitáculos, meros conjunto de paredes muertas y techos a punto de caerse, cuadriculas, con sus miserias y pequeñas cenas de domingo, cines y cuentas que pagar. Estaban insertas, todas ellas y sus habitantes en un tiempo diferente, aburrido, en algo que iba de nada a lo mismo y de lo mismo a nada. Yo (y creo que vos también) siempre odie mi casa, y me la hubiera pasado en la calle toda mi infancia si no te hubiera conocido a vos y a tu primo, o a tu primo y a vos, si respetamos el orden cronológico. ¿pero acaso hacemos las cosas que hacemos por una causa? ¿Acaso la cosa más maravillosa que nos pasa en la etapa más maravillosa de la vida, vos, en mi caso, puede concebirse como un resultado de dos más dos, como la mecánica de las fichitas de domino, cayendo una tras otra en una secuencia tan determinada como inevitable? Claro que no. Porque muchas veces la cosa falla y queda una ficha de pie, interrumpiendo la cadena y como revelándose. Y yo sabía, o lo se ahora, que pese a que te conocí por tu primo, en realidad fue al revés: por vos termine conociéndolo a él, y a mí, y a todo.
Así fue que un día mientras vaciábamos botellas viejas de gaseosa (bellisimas, todas de vidrio, llenas de tierra, con los viejos logotipos de Fanta, Coca Cola y Paso de los Toros) en la terraza, como piratas que entierran un tesoro escondido, vos entraste por la puerta, como quien entra a buscar algo que se olvidó, toda despeinada, con un aro en la nariz y una remera de los redondos (me acuerdo muy bien), y entonces tu primo te dijo sin mirarte "¿qué haces acá?"; Y yo, todo lo contrario, no te dije una palabra, ni siquiera hola (siempre fui muy tímido, un pelotudo se diría más tarde) pero no pude dejar de admirarte (porque era eso, admirarte, contemplarte, como quien mira un tigre enjaulado) hasta que te por fin te fuiste, porque mientras estuviste, esos cinco minutos que fueron una eternidad, con tu arito en la nariz y tu actitud como perdida ("esta chica piensa en otra cosa", "no se que hace acá", "nos desprecia", "Es hermosa", "ojala se quede a comer", "¿quien es?", "¿no entiendo por qué no se va de una vez, tan tranquilos que estábamos?", todo eso pensé y tal vez otras cosas), durante ese tiempo no pude sacarte los ojos de encima. Por suerte vos ni me miraste, o me miraste una vez, como quien registra n bulto, una silla o una mesa, solo para ubicarla mentalmente y no llevársela puesta. No mirarme era dejarme mirarte tranquilo, pero eso vos no lo sabias. Entonces te fuiste como llegaste, dando azotando la puerta de chapa y sin decir chau, pero ya era tarde. La corriente eléctrica, el torrente de sensaciones o imágenes iba a continuar durante un buen rato.
Después me enteré que eras su prima, que tu primo era tu primo (hasta entonces solo había sido Marcelo o Chelo) y que vos eras la prima de mi mejor amigo, y entonces yo era para vos el mejor amigo de tu primo, de tu primito, el amiguito de tu primito, un chico medio raro, flaco, enclenque, con un pelo desastroso y anteojos de tiempo en tiempo. Vos para mi eras Helena de Troya, un novedoso Norte en la brújula, una enigmática X, un insoportable signo de interrogación y la prima de mi mejor amigo, todo eso y un poco otras cosas.
Después seguiste viniendo, por suerte. Por suerte y por desgracia. Y me fui enterando de otras cosas. De tu hermana, por ejemplo. Con ella siempre me lleve fantástico, o al menos esa impresión me daba. Tal vez fue porque era medio sorda, sordomuda decían ustedes. Yo también era medio mudo, y tu hermana tenía unos ojos celestes muy grandes y muy lindos, algo estúpidos es cierto, pero lindos como cachorritos después de todo. ¿Por qué me era tan fácil llevarme con tu hermana, pero tan incomodo verte y hablarte a vos? Creo que era porque tu hermana era más buena pero también mas fea. O no. No es tanto que fuese fea. Pero no tenia ese algo, ese componente diabólico tuyo, y entonces me parecía como una falsa vos, como una versión de prueba tuya.
También me entere de tu viejo, del Cesar, como le decías. Al principio me extrañaba que no le dijeras "papa" o al menos “viejo” y si "el cesar", como si fuese un conocido o el borracho de la esquina. Y después me di cuenta de que era un poco ambas cosas, y que si le decíamos (porque ahora yo también) "el cesar" era para no decirle de otra manera. "El cesar" era una cortesía para evitar "El loco".
Recuerdo que escuchabas cumbia. Cumbia y los redondos, combinación extraña si lo pienso ahora, con mis veintisiete años. Extraña pero que en ese entonces me parecía lo más normal del mundo, lo más adecuado a lo que vestías y a lo que decías, a como caminabas y hablabas.
Tu primo parecía odiarte. Vivía evitándote, intentando evitarte. Siempre se iba (nos íbamos) de algún lugar si se enteraba que vos venias. Cuando "El cesar" te esperaba, o cuando decía "Jessi viene en un rato" o "ya salió para acá", vos declarabas búsqueda implacable de moras, o de repente querías salir a andar en bici, ir al rio, lo que sea que nos sacara del cuarto o de la casa, antes de que llegaras, En una época realmente pensé que te odiaba. Pensaba al principio que algo oscuro y terrible había pasado en su familia, algo que los separaba. Después me di cuenta de que tu primo estaba loco por vos. Perdidisimo, incluso más que yo; Tanto que, como suele suceder, en su intensidad confundía el amor con el odio, la atracción con la repulsión, la adoración con el desprecio. Estabas bien fregada entre nosotros dos, yo tan pavote y el tan estúpido. Y pese a que te evitaba(mos), o tal vez por eso mismo, coincidíamos todo el tiempo; Tanto que era una maravilla como te encontrábamos casi a cualquier hora y en cualquier lugar de la casa o del barrio, en cualquier calle o esquina o negocio.
Vos vivías en Olivos, y llego una época en que yo iba directamente a tu casa en vez de a la de tu primo. Vos me lo habias dicho un dia, un dia que buscándote me fui hasta tu casa con no recuerdo que excusa: "vos veni cuando quieras", me habias dicho, y me lo habías dicho con una sonrisa o tal vez sin ella pero si con tus ojos marrones y tu flequillo pelirrojo, que para el caso tenían el mismo efecto;
¿sabrías entonces que decirme así esas palabras era como echarme encima un hechizo? Un hechizo que residía un poco en la vaguedad de la propuesta y un poco en el esplendor de tus 16 años, que para mis trece en ese momento eran la adultez misma. Dieciséis años y fumabas, andabas sola por la calle con una botella de cerveza en la mano y una piedra en la otra, y siempre ambas terminaban contra la pared de alguna fábrica abandonada. Como podías no ser para mi toda la anarquía y la furia que (yo no sabía hasta entonces) amaba tanto y ¿quién sabe?, acaso comencé a amar el desorden del mismo modo que a tener una irresistible debilidad por las pelirrojas: buscándote. Flor de proyección dirían los psicólogos y tendrían razón. Punto para ellos.
Pero en ese entonces, quedándome solo con vos en la casa usurpada por el chanta de tu viejo (que en ese entonces era el Cesar y estaba loco, cosa que ahora pienso le queda muy bien a todo emperador romano) o tirados en el puente de Villate, tomando una cerveza caliente o fumando unos Malboros que solo nos servían para ahogarnos y toser, siempre a escondidas, no pensaba nada de lo anterior. En esa época no pensaba nada de nada, tan solo vivía. Vivía desbocadamente y no obstante ya (¡incluso de tan chico!) con un poco de nostalgia, como si supiese inconscientemente que con cada día vivido en esa felicidad estaba saliendo de un territorio mágico e irrecuperable. Ahora sé que era así, que mi instinto no fallaba, que esa época era precisamente la llamada “niñez dorada”, que en realidad no tiene nada de niñez ni nada de dorada. La ausencia del tiempo cronometrado, la llama del amor inocente y la amistad ideal, la casa infinita y la abundancia de dias y dias y días. ¡Carajo! ¡Era un tobogán eterno del que nunca queríamos salir, un juego del que nadie quería bajarse!
Una vez llegaste a la casa y yo estaba solo. Solo en la casa de tu primo, en tu casa, que también era la mía. Toda la familia era también a grosso modo mi familia. Yo era uno de los pocos privilegiados, quizás el más privilegiado de entre los privilegiados; Mas privilegiado que la pareja de la mama de tu primo, más privilegiado que los conocidos del Abuelo (especie de Arcadio Buendia, de mecánico patriarca de la familia, autoridad moral y gastronómica, arquetipo de sabiduría de la clase media, un gran tipo que mantenía con sus asados a medio barrio de vagos y borrachos, y también un hijo de puta que le robaba toda la nafta que podía a sus clientes, un hombre que podía agarrar carbones de la parrilla sin quemarse y que podía quedarse dormido en el inodoro por horas) y que los clientes habituales de la verdulería. Mi jerarquía social en la casa estaba aún por encima de los borrachos del barrio, especie de sequito o permanente mesa redonda que como los dioses o los héroes tenían apodos más que nombres propios; seres que para mí eran en ese entonces, como ahora, misterios insondables de locura o sabiduría, viene a ser lo mismo. Yo podía entrar y salir a cualquier hora, podía charlar con la abuela o el abuelo o con el Cesar o con el Caña (hermano del cesar, mafioso como pocos, nos dejaba disparar sus escopetas en la quinta que tenía cerca del rio), podía quedarme a comer o a cenar o a dormir o a lo que quisiese, porque mi derecho venia del tiempo paleozoico del jardín de infantes.
Nunca entendí como tu familia llego a quererme tanto. Creo que era algo más de tu familia que una cualidad mía. Ellos querían así a casi a todo el mundo, o al menos a los locos los perdidos, los borrachos, los elegidos, los raros; Y yo estaba entre ellos, al parecer. O al menos prometía estarlo. Claro que no se equivocaban. Siempre tuvieron buen ojo para la gente. Por supuesto que estaba entre ellos. ¿Estaba? Estoy, quiero decir.
Hoy día todavía saludo a tu familia cuando paso por la esquina. El abuelo y la abuela siguen como siempre, perennes al tiempo, como pasándose por el culo el transcurrir de los días y los años, como si ignorar el paso del tiempo los salvase de sus efectos devastadores. El viejo aún tiene su taller. La Abuela aún tiene, si bien no con el esplendor de ese entonces, abierta la verdulería. Aunque tu primo tenga ya cuatro hijos y viva ya dios sabe dónde, en Santa Fe o en el Congo Belga; Aunque vos tengas ya una nena hermosa, con tus ojos y tus mejillas y tus reflejos pelirrojos; Aunque yo ya no vaya a los asados y escriba relatos estúpidos. Ya no es lo mismo, pero nos queda el pasado. Un pasado atemporal, irreconciliable con el presente, inbarajable con el resto de las cartas-recuerdo. Mitológico.
Un día llegaste y yo estaba solo, en la pieza de tu primo, esperándolo a él o a tu hermana o a vos o a los tres juntos; Estaba ahí queriendo no volver a mi casa, escapándome de mi casa como siempre, de la locura y el sinsentido y los tiempos y del colegio y del dinero y de la sombra de eso que ya se me venía encima y se llamaba vida adulta o secundaria o zapatillas gastadas.
Estaba acostado en el suelo, y era un día de calor. Tu primo había salido, ya no recuerdo a donde. Vos entraste y subiste la escalera. Escuche tus pasos en la escalera. Entraste por el taller, como entrabamos todos. Yo estaba acostado en la pieza del chelo, mirando al techo. Sentí el chirrido del portón e imagine tus brazos llenos de lunares haciendo fuerza y supe categóricamente que eras vos. No sé cómo lo supe, pero lo supe. Siempre lo sabía. Hasta hoy es incomprensible como podía saber cosas como esas. Solo me funcionaba con algunas personas.
Tampoco era que pensase en vos muy a menudo, como piensan en la maestra o en la hermana mayor del amigo los clásicos enamorados infantiles de la novela. Prácticamente, creo que ya lo dije, no pensaba en nada. Y, además, vos estabas siempre con nosotros, entre nosotros, dando vueltas. Mi amor era más bien la intensidad de vivirte y de tenerte precisamente ahí revoloteando, siempre un poco mayor, siempre con alguna carta bajo la manga, o más bien bajo la falda. Y además el hecho de que eras mujer y eso a los trece o catorce años significa abismo.
Subiste las escaleras y pensaste que no había nadie. Me di cuenta por como recorriste la casa, casi a los saltos. Pusiste música en el equipo destartalado y sentí el leve pero inconfundible sonido del gas saliendo a presión de la botella de cerveza. Quise levantarme e ir y hablarte. Hablarte de lo que sea y que tomásemos esa botella de cerveza, pero en cambio me quede acostado. Después, mucho después, entraste a la pieza y yo seguía ahí, triste y amargado y mirando el techo. Y hablamos.
O mejor dicho, yo me incorpore y vos hablaste, con una mano apoyada en la pared y la otra en el pico de la botella. Hablaste con ese tono cínico y como arrastrando las palabras. Tu tono siempre me confundió un poco. Mitad susurro, mitad estridencia. Tu familia entera tenía un problema con la dicción. Tu hermana, más que sordomuda, era un poco estúpida. Tenía algo de vaca o de pájaro bobo, de pajarona. En tu caso, por el contrario, pasaba como con Mercedes la Bella o con la Leni de Kafka: tu pequeño defecto te favorecía. Siempre pasa igual con las chicas de tu tipo: incluso donde huele a mierda huele a flores.
No recuerdo de que hablamos, pero en un momento me tomaste el pelo. Sabias, claro que sabias, que me movías completamente la estantería. No podías no saberlo. Y yo sabía que sabias, que no en vano te me habías reído descaradamente en la cara en otras oportunidades, que no en vano aludías con maldad a todo lo sexual, a todo lo sexual a lo que, pienso ahora, vos tampoco habías accedido del todo, pero a lo que de todos modos te acercabas infinitamente más que yo, que me cerraba como un caracol apenas te acercabas.
Me tomaste el pelo un buen rato. Te odie infinitamente, te odie lo suficiente como para hervir de ganas de morderte o de besarte furiosamente, de agarrarte por el cuello o por el pelo, por ese pelo rojizo que me volvía loco, y hacer lo que me hubiese sido imposible aun queriendo: tirarte sobre mi cama (era la de tu primo pero daba igual) y demostrarte que al final no eras tan grande, que no sabías tanto, que no había tanta diferencia entre vos o cualquier otra, que eras tan mortal como la señora del ferretero, que eras una adolescente normal y no la princesa bestia serpiente dragona cuchilla que yo creía que eras.
Pero no. Nada. No hice nada de eso ni tampoco nada de nada, ni siquiera alguna torpe insinuación de primerizo: nada. No recuerdo como termino la cosa. Probablemente porque no termino de ningún modo, si entendemos por final el desenlace de una situación. Calculo que después te habrás ido o habrá llegado tu primo y yo me habré quedado. Seguramente me quede. Me quede con la sensación de ausencia, con el burdo deseo de lo que yo imaginaba como tu cuerpo.
Después llegaron otros tiempos, principalmente la secundaria, cada uno en diferentes barrios, vos que un día desapareciste, yo que andaba ocupado, tu primo padre prematuro a los 17, el triángulo completamente roto y rápidamente reemplazado por la adolescencia rabiosa y desprolija, por el sórdido universo sin la casa.
Por eso no me sorprende. No me sorprende encontrarte ahora, en esta noche de viento, justo después de la lluvia. No me sorprende para nada encontrarte en la misma esquina de siempre: Bolivia y Haedo. Intercesión: la X marca el tesoro.
No me sorprende para nada verte ahí, parada como siempre, después de tantos años, la misma pose y la misma forma de cruzarte de brazos, agarrando los codos con tus manos a la altura del estómago, como si te abrazaras a vos misma. Tantos años sin verte y de repente y sin aviso ver que tenes los mismos ojos, la misma cara, la misma boca, el mismo pelo cobrizo gracias a dios sin teñir.
Que vos tampoco te hayas sorprendido, eso sí me sorprende. Que me hayas visto de lejos, acercarme desde lejos (porque sé que me vistes de lejos, al contrario, mío, que ensimismado como estaba, solo te vi cuando casi te atropello) y que en tu mirada hubiese algo como tranquilidad o fatalidad, de hilo en las manos de las moiras, eso también me sorprendió.
Te salude y me saludaste. Yo como pude, vos como si tal cosa, haciendo de cuenta que no había años de por medio. Y hablamos. Me contaste de tu hija, de tu nada interesante trabajo de cajera de supermercado, y yo te conté de mi sórdido trabajo de esclavo de la máquina, de mis estudios de Filosofía y vos me retrucaste con el jardín de infantes y yo pregunte que como se llamaba tu hija y vos no sé qué respondiste y luego dijiste que la nena estaba con el padre, y solo note que eras más alta e infinitamente más linda de lo que yo te recordaba, y tal vez fue el efecto del vodka revolviéndose en mi estómago pero sentí como un sismo o un mareo el de verte desprenderte de la imagen de la adolescente con la que había soñado durante años para volverte la mujer de carne y hueso que ahora tenía enfrente. Haya sido lo que fuese, me di cuenta de que el hechizo de tus dieciséis años seguía ahí, malignamente presente, como un don irrenunciable o una enfermedad incurable que se resistia a ser curada. ¿habras visto en mi cara, en mi nervioso abrir y cerrar las manos, en lo afectado de mis expresiones o en mi voz algo de todo esto?
Imposible saberlo porque hablabas y hablabas, medio sonriente y ladeando un poco la cabeza de costado, como ajustando la diferencia de altura de los centímetros que (en esa época) me llevabas pero que ahora era un gesto sin sentido porque éramos casi iguales.
Y mientras te escuchaba se me vino encima esa tarde en la que subiste, esa tarde y una canción de Fito Páez; Y también un poco de miedo, miedo del inconsciente y de cómo nos dirige. Volverte a ver después de haberte soñado tantas veces, bajo miles de formas menos de esa, la real, que ahora me descolocaba como lo había hecho siempre. ¿justificaba ese miedo encontrarte ahí? ¿Era suficiente para interrumpir el hilo de tu charla, frenar tu nostalgia de aquella era dorada, las preguntas por tu primo o por tu viejo, y soltarte como un demente que resulta que te quise y que te quiero y te querré, soltarte como un idiota de novela barata que siempre me habías gustado, aclarando que “gustado” es una palabra que muy bien se aplica a los gustos de helado, pero que en tu caso era que siempre me habías algo, que para mí habías sido y eras esto y lo otro, todo esto rapidísimo y sin pausa, como un borracho (que lo era) o un poseso (que quien sabe) o como un desesperado concursante de programa de preguntas y respuestas,  mientras vos me mirabas muda y con tus labios en una mueca que hacía malabares entre el rictus y la sonrisa genuina? ¿hacia falta, para completar el absurdo, aislar o mezclar o tergiversar toda esta confesión con agregados literarios o puros delirios de trasnochado?
Y fue por tu silencio o tal vez por tu sonrisa o tu desprecio que forzando cada musculo de mi cuerpo y cada espacio inasible de mi cabeza que lleve a cabo el cruce de los andes y el salto al abismo y el tiro en la sien y la traición y el acto de fe o lo que sea y de repente me encontré con mi mano en tu mejilla y en tu pelo y entonces sin prisa y sin pausa y sin aviso te di primero ese beso que te o me debía: rápido, torpe, estúpido, casi infantil, inútil. Cuenta saldada desde aquella tarde, un beso-cuenta-pendiente (tan horrible como suena) o un beso-viaje-en-el-tiempo (mucho mejor), pero a fin de cuentas un beso hermoso porque fue bajo la luna y con la garua que ya comenzaba a chispear de vuelta. Los que siguieron fueron más normales, más contemporáneos, más aburridamente largos y precisos.
En algún momento nos separamos, para recuperar el aire y también porque vos ya empezabas a tiritar bajo la llovizna. No me invitaste a pasar ni yo te lo sugerí. Nos despedimos y te vi entrar. Abriste la puerta del garaje y desapareciste tras el chirrido.
Después seguí caminando, medio tambaleándome, confuso y tironeado entre la locura de creer que eso era parte de la realidad y la tentación de dejarlo como una mera imaginación, como un buen argumento para una canción o una película romántica de esas que los chicos de secundaria van a ver con sus novias en las vacaciones de invierno. Llegaría y me acostaría. Pero cuando despertase, ¿creería lo que acababa de pasar? ¿no sería todo sueño, imaginación? ¿recordaría tu número? Entonces, antes de dormirme, se me ocurrió la idea de escribirlo. Atribuyo cualquier posible falta a la mala calidad del Alcohol.
Y como se lee en Hamlet: the rest is silence.

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