I
Miguel escribia historias.
Habia comenzado a escribir recien
entrado a la adolescencia, sin saber muy bien por que o para que lo hacia.
Escribia en su carpeta, entre clase y clase, pequeñas fabulas esopicas.
En vez de usar animales, utilizaba
a sus compañeros de clase como protagonistas. Les agregaba cualidades zoomorficas
o los cosificaba grotescamente, fusionandolos con los objetos mas dispares.
Asi, Ferreira era "el tejon" y Gonzales aparecia como "el
cafetera". Tambien estaban “el ojo de tuerca” y “el culo de estatua”.
Por suerte para Miguel, ninguno de
sus compañeros estaba al tanto de sus travesuras literarias.
A medida que las historias se
acumulaban en forma de hojas y mas hojas, rayadas y cuadriculadas, Miguel fue
cobrando gradualmente conciencia de ser un escritor.
La revelacion le llego el dia que,
cansado de tener sus fabulas dispersas en las cuatro o cinco carpetas que usaba
para las diferentes materias, se decidio a juntar todas las fabulas en una
carpeta vieja del año pasado. Lo sorprendio el volumen de su produccion. En
casi 8 meses del segundo año de secundaria habia escrito mas o menos 70
fabulas. Haciendo las cuentas a mano alzada, le daba que escribia casi dos
fabulas por semana. Si se tenia en cuenta que lo hacia como un pasatiempo, casi
sin darse cuenta y sin descuidar ni los estudios ni los deportes ni las
consabidas salidas, era impresionante. Al menos eso le parecia.
Miguel junto las 70 fabulas, las
numeró segun la fecha de composicion y las ordeno una tras otra. Lo que mas lo
maravillaba era la facilidad con la que habia escrito muchas de aquellas
historias. Habia muchas que estaban basadas en situaciones diarias. Otras eran
simples proyecciones de sus deseos, imaginaciones fantasticas que desembocaban
en el absurdo o en el ridiculo, que culminaban en la tragedia o en la epopeya,
negaciones de la realidad o orgullosas afirmaciones de ésta.
En casi un tercio de las historias
aparecia un colorido Papagayo azul. En varias era el protagonista, pero
en su gran mayoria era un personaje secundario, un consejero, y en el resto
aparecia cumpliendo una funcion meramente testimonial, como haciendole un guiño
al lector, para que este supiera que el; Miguel, el creador, estaba disfrazado
entre sus personajes, como en las pinturas de Rafael.
Una vez que las tuvo todas juntas,
no pudo evitar releerlas. No recordaba al menos la mitad de las historias pero,
una vez que comenzaba a leerlas, rememoraba la anecdota que habia inspirado el
relato, o revivia alguna emocion propia del momento de la concepcion. Con
otras, sin embargo, le ocurria experimentar un sentimiento de extrañeza, como
si las hubiese escrito alguien que si bien era un viejo conocido, no era el;
Como si las hubiese escrito una version de si mismo casi identica al que las
releia, pero ligeramente distinto.
El resultado general de la relectura completa de sus fabulas habia sido la de una felicidad redonda y risueña. Miguel concluyo que le encantaba lo que escribia. En gran parte, seguia obnubilado por lo que el mismo denominaba "una maravillosa fluidez narrativa".
El resultado general de la relectura completa de sus fabulas habia sido la de una felicidad redonda y risueña. Miguel concluyo que le encantaba lo que escribia. En gran parte, seguia obnubilado por lo que el mismo denominaba "una maravillosa fluidez narrativa".
Para ponerle un broche de oro a su
produccion, Miguel escribio una ultima fabula, la numero 71. Se titulaba
"El vuelo", y contaba una nueva aventura del Papagayo azul. En la
fabula, el Papagayo volaba explorando una parte desconocida de la selva. Mientras
exploraba le habia entrado sed. Entonces aterrizo a la orilla de un estanque y
tomo agua. Continuo explorando un poco mas y, ya cansado, regreso a su arbol
favorito, en el cual vivia. Su arbol favorito era un enorme Peteribi.
En el Peteribi vecino estaba Yaya,
una pinzon negro-azulada. Yaya aparecia en otras fabulas. Si alguno de los
profesores de Miguel hubiese las hubiese leido, se habria dado cuenta sin mucho
esfuerzo de que la personalidad de Yaya no era otra que la de Florencia
Bianchi, la rubia de anteojos y corte Bobcut que trimestre tras trimestre se
mantenia firme como la mejor alumna de la division.
Al papagayo azul le gustaba Yaya casi tanto como a Miguel Florencia, pero gracias a la magia de la transposicion literaria, el Papagayo iba siempre al encuentro de Yaya apenas la notaba. Charlaban animadamente y en las fabulas donde aparecian ambos Miguel habia hecho el esufuerzo, quizas inconsciente, de darle una continuidad a la relacion de ambos pajaros.
Al papagayo azul le gustaba Yaya casi tanto como a Miguel Florencia, pero gracias a la magia de la transposicion literaria, el Papagayo iba siempre al encuentro de Yaya apenas la notaba. Charlaban animadamente y en las fabulas donde aparecian ambos Miguel habia hecho el esufuerzo, quizas inconsciente, de darle una continuidad a la relacion de ambos pajaros.
Volviendo a la fabula, Yaya le
preguntaba al Papagayo por su ultima aventura, y entonces este se sorprendia a
si mismo narrando su exploracion como si fuese el mismisimo Platon en sus dias
de Poeta. El papagayo, que normalmente era chillon y algo tartamudo (Miguel
pensaba secretamente que era este impedimento biologico lo que le habia
impedido al Papagayo ganarse el corazon de la picaresca Yaya) se habia
convertido milagrosamente en un orador de la talla de un Ciceron o de un Temistocles.
No solo era un orador: Era un Poeta, un Simonides, un Verlaine. Para cuando
termino de narrar su aventura, Yaya estaba completamente fascinada con el Papagayo.
La voz se corrio inmediatamente por la selva y para ese mismo anochecer el
Peteribi se habia transformado en un auditorio. Todos los animales iban a escuchar
la historia del vuelo del Papagayo. Habia nacido una nueva estrella.
La fábula continuaba, claro está,
narrando los cambios producidos en la vida del Papagayo desde su misteriosa
transformación. Contaba como, de simple pajaro comefrutas, se habia convertido
en un artista; Mejor dicho: en una celebridad. No solo ofrecia discursos varias
veces por semana, discursos que mas bien parecian funciones, que estaban
siempre llenas a reventar, pues nadie se cansaba de oir su inagotable
elocuencia e inventiva, sino que el papagayo habia incursionado en el genero
del teatro, y mensualmente se representaba en la selva una nueva obra de teatro
escrita por el. Naturalmente, la escurridiza Yaya al fin se habia casado con
nuestro plumifero heroe, y oficiaba de presentadora en todas sus
representaciones.
Conmovido por su propia obra, Miguel
puso el punto final. Se sentía enormemente satisfecho. Sentia que había
trascendido sus propios limites. La fabula numero 71 era una alegoría del
valor, una defensa del coraje heroico. Veia claro la metáfora que había creado:
La transformacion le llega solo al que se atreve a lo desconocido. Mediante sus
pajaros, Miguel desafiaba al mundo a salir de su zona de confort.
Era en su opinión, sin dudas la
mejor fabula que habia escrito hasta el momento. Era también la mas larga de
todas, pues el resto raramente sobrepasaba la carilla y media.
Mientras mas analizaba sus fabulas,
mejor las encontraba. Percibia ahora todo tipo de conexiones brillantes y de
sutiles insinuaciones, de “guiños” (como le gustaba llamarles) entre una fabula
y las demás. Llego incluso a percibir un entramado que unia varias fabulas en
una serie, en un arco. Intento entonces confeccionar un índice que agrupase las
fabulas según su moraleja. Luego, intento agruparlas según que animal era el
protagonista. Ensayo también un índice en donde era el tipo de final de la
fábula el que decidía su lugar en el conjunto. Al final opto por dejar el orden
tal cual habían sido concebidas a través del tiempo. Seria responsabilidad del
lector, pensaba, encontrar las líneas comunes de su obra. Una vez confecciono
este índice ( a mano, también en una hoja de carpeta, que coloco primera) dio
por terminada la obra. Solamente le faltaba el título.
No realizo mayores correcciones.
Las faltas de ortografía o los pequeños errores de semántica o concordancia
quedarían, en su opinión, para el corrector que se encargase de la publicación.
Porque se publicaría, de eso estaba seguro.
Claro que la opinión de Miguel
sobre su obra era la análoga a la de una madre primeriza sobre su primer hijo:
total y completamente imparcial.
Tal era el apego que Miguel sentía
por su volumen de fabulas, que seguía llevando la carpeta a la secundaria. No
había escrito ninguna fabula en los últimos días, y su natural estado de
observación había sido reemplazado por algo parecido al secreto orgullo de un
pavo real, un pavo real con una cola invisible para el resto del mundo, pero
innegablemente hermosa para si mismo. Con solo sentir el peso de la vieja carpeta
en su mochila, se sentía tan contento como si llevase un barco cargado de
tesoros.
II
A mediados del tercer trimestre, se
había puesto de moda el pillaje en el aula de miguel. El juego consistía en
robar un objeto de alguien que se descuidase, para luego esconderlo y hacerle
pasar a su propietario por los mil demonios. En el mejor de los casos, el
objeto era devuelto al final del dia o al dia siguiente. En los casos mas
graves, podía tardar varios días o directamente no aparecer. Antes del pillaje
había sido el puente chino, y antes la guerra fría. Ese tipo de juegos
agresivos iban cambiando de mes a mes.
¿Acaso alguien había reparado ya en
la extraña carpeta de Miguel, que siempre llevaba pero que nunca sacaba en
ninguna materia? Quizas fue la mala leche de algún curioso, quizás la fatalidad
que siempre persigue a los objetos valiosos, quizás fue el resultado de la
escala social del aula: Miguel no era un chico muy popular, sino que mas bien
tendia poderosamente a lo intrascendente.
Lo mas seguro es que haya
implacablemente aleatorio, pero ese dia alguien, nunca se llego a saber quien,
aprovecho la ausencia de Miguel en el aula para sacar de la mochila una de sus
carpetas; De las tres carpetas que había, el destino selecciono la que contenia
el volumen de fabulas.
Miguel nunca llego a recopilar con
exactitud lo que succedio. Supo que, por supuesto, abrieron la carpeta. La
idea, al parecer, era robarle la carpeta de la próxima materia que, en ese
caso, era Geografia. Necesitaban confirmar que habían tomado la carpeta
correcta. No poca habrá sido la sorpresa cuando descubrieron que la carpeta
contenia un volumen entero de Fabulas.
Automaticamente se corrió la voz.
Cada chico y cada chica presentes en el aula recibió una o dos fabulas. Otro
fue puesto de centinela y una segunda fue enviada a distraer a Miguel todo lo
que fuese posible.
Pese a todas las ricas posibildades
que, piensa uno, podrían surgir del hecho de construir fabulas usando como
conejillos a tus compañeros de curso, pese a la opinion que tenia el propio
Miguel sobre sus fabulas, lo cierto es que sus compañeros las encontraron
bastante aburridas y, hay que decirlo, bastante mal escritos. Cierto es que,
como mas tarde diría el propio Miguel, la mayoría de ellos eran (cito al anterior)
“una parva de monos idiotas que no tenían la menor idea, no digamos de
literatura, sino de lengua castellana”, lo cierto es que un lector objetivo
habría encontrado también en las fabulas un contenido bastante ordinario. Las
transposiciones y mutaciones de sus compañeros eran demasiado evidentes,
demasiado obvias. Las situaciones, demasiado construidas. A nadie le hizo
gracia ninguna de las escenas que estaban concebidas como momentos comicos, y
nadie se emociono con los momentos que Miguel había concebido como parangones
de la tragedia. Las lecciones morales, que tan claras y distintas se aparecían
a los ojos del autor, no fueron ni siquiera percibidas por sus compañeros. Y
aunque eran lo suficientemente estúpidos para no notar muchas cosas, la mayoría
se identifico inmediatamente con el personaje en el que Miguel los había
ridiculizado. Haciendo honor a la verdad, Miguel no había sido muy benévolo con
la gran mayoría de sus compañeros. De hecho, si uno hubiese hecho un balance de
los animales de la selva que poblaban sus fabulas, habría tenido que concluir
que, salvo el Papagayo y Yaya, la selva estaba poblada por una parva de
animales groseros, estúpidos, ridículos, vanidosos, cuando no sencillamente
retrasados. Habia a lo sumo dos o tres animales mas que lucían, en alguna
fabula, alguna cualidad positiva. En la mayoría de los casos, los animales eran
mecánicamente castigados por su propia estupidez. Los consejos del diligente Papagayo
casi nunca eran oídos, y este era siempre testigo de las consecuencias de la
obsecacion de sus vecinos. En algunos casos, el Papagayo ni siquiera daba el
consejo salvador. Como si fuese un dios Homerico, sencillamente observaba como
los demás se dirigían ciegamente a su propia tumba. Cuando terminaron de leer
las fabulas, varios compañeros se sonaron los nudillos.
Miguel, el listillo de Miguel, iba
a recibir su merecido. Eso era lo que resonaba como un eco entre sus compañeros.
No se iban a andar con sutilezas. Iban a darle una paliza. Estaban a punto de
ponerse en marcha, cuando alguien (una chica de anteojos, con medias a rayas
hasta los muslos y peinado bobcut) dio la voz de alto. Todavia no había
terminado de leer su fabula.
-
No. – dijo la chica – Vuelvan a poner todo
en la carpeta, por orden y todo.
Si hubiesen estado en Japon, la
chica hubiese sido la delegada de la clase. Y aunque no era la delegada (en las
secundarias porteñas no hay ni siquiera centros de estudiantes) tenia una
influencia abrumadora sobre sus compañeros.
Florencia se ajustó los lentes y
empezó a leer. Ella era, tal vez, la única lectora objetiva.
Cuando Miguel entro al aula no noto
que hubiese pasado nada. Distraido como era, no noto las miradas (algunas
furiosas, otras francamente divertidas) de sus compañeros. Fue solo cuando se
sento en su banco que noto, con un terror gélido, que su carpeta de fabulas
estaba sobre el pupitre. Estaba seguro de haberla dejado en la mochila. Miguel
recordó el pillaje. Si había algo que lo asustara mas que el hecho de que sus
compañeros leyeran sus Fabulas, era el hecho de que perdieran o destruyeran tan
siquiera una sola de ellas. Con un vacio en el estomago, Miguel se reprocho a
si mismo no haber hecho copias o fotocopias de sus preciados relatos. Sin decir
una palabra, trago saliva y abrió la carpeta.
No podía creerlo: ¡Todo estaba en
orden!
El índice al principio, y luego,
como en un autentico libro, la primera fabula, con su correspondiente titulo, y
mas adelante la numero dos, la tres, la cuatro, y subsiguientes. Aun sin
atreverse a sonreir, pero ya con una sonrisa interna, Miguel iba pasando lenta
y disimuladamente las hojas de la carpeta.
Era imposible – pensaba – que no
las hubiesen leído. Las habían leído, las leyeron. ¿y entonces? ¿eran tan
estúpidos de no encontrarse en los animales de la selva? Miguel pensaba que era posible. Despues de
todo, sus metáforas eran demasiado elaboradas. No obstante, había otra
posibilidad (cincuenta y tres, cincuenta y cuatro, cincuenta y cinco): Que se
hubieran encontrado y, asi y todo, hubiesen reconocido su genio. Era
descabellado, si. Descabellado, mas no imposible.
De repente, el corazón de Miguel se
detuvo. Habia llegado al final. Mas alla del final de la fabula 70, no había
nada. Incredulo, Miguel volvió a pasar rápidamente las hojas: ¡Nada! Faltaba
“el vuelo”, ni mas ni menos. Faltaba la fabula numero 71.
Indignado, Miguel levanto la cabeza. Supo inmediatamente adonde mirar. El enojo desaparecio para dejar paso al desconcierto. Florencia Bianchi, alias Yaya, lo miraba directamente a los ojos.
Indignado, Miguel levanto la cabeza. Supo inmediatamente adonde mirar. El enojo desaparecio para dejar paso al desconcierto. Florencia Bianchi, alias Yaya, lo miraba directamente a los ojos.
Yaya tenia una mano sujetándose los
lentes. La otra descansaba indolente sobre la ultima carilla de “el vuelo”. Su
dedo índice estaba clavado en el punto final. Miguel entendio que, por la
postura de su cuerpo, había estado leyendo hasta hacia unos segundos. Florencia
era una lectora critica, tenia que serlo. Seguramente ya lo había leído varias
veces. Tenia el habito de releer mecánicamente un mismo texto hasta que había entendido
todos los pormenores del asunto.
Miguel lo supo: había comprendido.
No sabia bien que, pero había
comprendido. Por eso lo había mirado justo un segundo antes de que el levantase
la cabeza y también la viese.
Ese instante duro unos segundos,
tal vez un minuto. Miguel no se dio por enterado de que sus compañeros estaban
sospechosamente ausentes de aquel puente que se había tendido entre ellos en
esos segundos.
Fue solo por un instante, pero a
Miguel le parecio ver una sonrisa en la boca de Florencia. La percepción, si
ocurrio, fue tan rápida que para cuando proceso la imagen, la sonrisa y hasta
el rastro de ella habían desaparecido de la enigmática expresión de la chica.
Ahora simplemente lo miraba, sin expresión y con sus ojos algo miopes, detrás del
cristal de sus lentes. Al instante siguiente, ni siquiera lo miraba. Habia
girado la cabeza y miraba directamente al frente. Sin embargo, su mano aun
descansaba firmemente sobre la fabula.
Si Miguel hubiese sido el Papagayo
Azul, habría volado inmediatamente al pupitre de Yaya, no tanto para reclamarle
su preciado manuscrito como atraído por su plumaje negro-azulado. De todas
formas, hubiese recuperado su fabula. Bien mirado, era justamente porque no era
como su personaje que había escrito la fabula en primer lugar. Ergo, no solo no
se levantó a recuperar su mejor escrito, sino que ni siquiera se atrevió a
hablar con Florencia en el descanso antes de la ultimo modulo.
Cuando al finalizar la clase, ya
resignado, estaba saliendo de la secundaria, Miguel encontró que Florencia ya
había salido. De hecho, estaba parada del lado de la calle, justo al lado de la
puerta de salida. Por la mirada que le dirigió, Miguel comprendió que lo
esperaba. Miguel atravesó la puerta dispuesto a seguir, pero Florencia lo atajo
antes.
-
Veni conmigo – le dijo ella.
Miguel no dijo una palabra. Las
cosas habían tomado un giro inesperado. No sabía que esperar de todo aquello.
Comenzaron a caminar, ella delante, el detrás.
Habrian caminados dos cuadras
cuando Florencia freno de impreviso. Paso la mochila al frente y metio la mano
vacia en el bolsillo posterior. La mano volvió a salir, pero aferrando varias
hojas de carpeta. Comenzo a agitar levemente el manuscrito, sonriendo
nuevamente de forma ambigua.
-
¿No me lo pensabas pedir? – le pregunto
con sorna.
-
Estaba esperando a que salgamos para
pedírtelo, no quería lios – Mintio Migel. - ¿ Fuiste vos la que me abrió la
mochila? – volvió a decir Miguel, intentando adoptar un gesto serio.
La cara de Florencia,
imperturbable, demostró que la estrategia había fracasado.
-
No – dijo ella – Pero no tiene sentido
decirte quien fue. Da igual. De todos modos casi no llegaron a leer nada.
Apenas los vi, les dije que se dejaran de joder… - Florencia bajo la mirada e
hizo una pausa. Al cabo de un instante, dijo – No obstante… no pude evitar leer
esto.
“Bien” – pensó Miguel – “asi que
después de todo, lo leyó. Lo leyó y lo releyó, lo leyó, lo releyó y lo
releleyo, lo recontraleleyo, lo rererereleyo…
-
Bueno, dame nomas – le dijo, alargando la
mano.
Florencia comenzó el gesto de
alargar la suya propia, que contenia las hojas, pero al instante se detuvo.
-
Escuchame, Miguel… es muy bueno esto que
escribistes. Deberias publicarlo, nada mas.
Extendio la mano y le extendió las
hojas. Miguel las tomo con una gélida seriedad. Ella, en cambio, ostentaba
nuevamente su mohín de esfinge.
-
Nada mas quería decirte eso. Chau.
Con esa lacónica despedida, agito
una mano y se dio media vuelta. Miguel espero unos segundos y, pese a que
técnicamente ambos tenían que caminar para el mismo lado para tomarse sus
respectivos colectivos, comenzó a caminar para el lado contrario, no sin antes
devolver a “el vuelo” a su lugar correspondiente en la carpeta.
Esa noche, Miguel leyó varias veces
“el vuelo”. Intentaba encontrar aquello que había encontrado Florencia. ¿bueno?
No: Muy bueno. Eso había dicho ella. ¿Qué le encontraba de muy bueno? ¿Habia
comprendido la moraleja, el sentido moral de la fabula? ¿o lo excelente era
acaso al escritura, la forma, su elección de sustantivos, adjetivos y verbos?
¿habrian sido los personajes? ¿el Papagayo? ¿Yaya? ¿o había sido otra cosa,
algo mas, algo que solo podía verse a través de los leves cristales de los
lentes de Florencia?
Pese a todas las preguntas que
podría querer hacerle, Miguel no hablo con Florencia al dia siguiente, ni
tampoco al otro. De hecho, no hablo con ella en toda la siguiente semana, ni la
subsiguiente. Por su lado, ella no había vuelto a dirigirle la palabra, y
seguía imperturbable en la primera fila de pupitres, respondiendo preguntas de
historia y resolviendo ejercicios matemáticos con la velocidad de una
calculadora científica.
A la tercera semana ocurrió algo.
Monteverde, la profesora de castellano, tenia un anuncio que hacerles: Debido a
ciertos motivos que Miguel luego no pudo recordar (¿una beca?, ¿la fundación de
quien sabe que biblioteca?, ¿proyecto de fin de año?) todos los alumnos de
segundo año de la secundaria tenían que realizar una composición literaria. El
tema era libre. La única limitación eran las carillas, máximo cuatro. Habría un
jurado integrado por profesores, y la historia elegida como la mejor iría
directamente a formar parte de un compilado de historias, una por escuela. El
resultado aparecería en un compilado editado por la municipalidad y que se distribuiría
en todas las escuelas del municipio. Por otro lado, el segundo y el tercer
puesto tendrían menciones honorificas.
Monteverde no había terminado de
hacer el anuncio, pero Miguel sentía ya la mirada de Florencia, que durante
unos segundos lo fulmino con algo que no podía ser otra cosa que un guiño, que
una alusión velada. ¿Qué otra cosa podía ser? Ya se lo había dicho antes,
incluso lo pensaba el mismo: Su historia era muy buena y tenia que publicarla.
Sin dudarlo, Miguel se presento al
concurso con “el vuelo”, su orgulloso caballito de batalla. Si bien no conocía
al resto de las divisiones de segundo año de su secundaria, sabia que eran
solamente tres, contando la suya. Habia que sumarle las tres del turno mañana.
Seis, seis divisiones. No tenia noticias de que hubiese algún literato entre
las divisiones de la tarde, pero uno nunca sabe. De todos modos, podía estar
seguro de que iba a ganar en su división. Bastaba con escuchar leer a la
mayoría de sus compañeros para quedarse tranquilo en ese aspecto. Ademas, el
era un escritor bien versado en el arte de la fabula, del relato corto. No en
vano había escrito setenta y un relatos. No en vano su carpeta había
sobrevivido al infame pillaje.
El dia designado, los resultados se
asignaron en la cartelera frente a la rectoría. Según lo planeado por Miguel,
el texto ganador era de su división. Contra lo planeado por Miguel, no era su
texto el que había ganado.
“El vuelo”, esa obra maestra de la
literatura estudiantil porteña, había logrado una mención honorifica. Habia
logrado el segundo lugar, había salido segundo.
¿Segundo? Era increíble. Miguel no
salía de su asombro. Los textos, el primero, el segundo y el tercero, estaban
clavados uno al costado del otro en la cartelera. Tres pilas, cada una con fotocopias de los cada texto estaban en una
mesa improvisada sobre un caballete. Los alumnos podían llevarse la que
gustasen. Era parte de la mención honorifica.
Miguel no podía dejar de mirar la
cartelera de corcho. A la izquierda, estaba el tercer lugar: “El escritor
Malogrado”, de un tal Roberto Tral. Miguel miro el texto y sintió un profundo
desprecio. Ponerle “El escritor Malogrado” a un relato que acababa tercero era
casi un chiste, una broma. El autor debería haber firmado como Roberto Troll,
no como Tral. Siguiendo hacia la derecha, en el medio, se ubicaba injustamente,
pero con valeroso estoicismo, “el vuelo”, su fabula, obra que estaba destinada
a un futuro tan brillante como su titulo.
Miguel noto con fastidio que nadie
le prestaba atención al segundo y al tercer lugar. Los alumnos se arremolinaban
en torno al cuento ganador. En cierto modo, era natural, era ese y solo ese el
que iba a ver la consagración de la impresión Gutenberguiana. Los alumnos de
varias divisiones se agolpaban y empujaban para ver como se llamaba la obra y
quien era el autor. Al no encontrar a un felicitado general, Miguel concluyo
que el autor premiado no estaba entre los presentes.
Con una mezcla de fastidio y
regocijo, Miguel noto que mas alla de esa curiosidad inicial, nadie se tomaba
el trabajo de intentar leer el texto ganador. Esos brutos sentían curiosidad
por la novedad, pero no eran capaces de explicar por que el primero era
superior al segundo. ¿Quién sabe? A lo mejor los profesores que conformaron el
jurado no fuesen sino la versión adulta de esos paletos adolescentes.
Pensando estas cosas, Miguel empezó
a sentirse mejor. De hecho, si uno miraba el caballete con las fotocopias, veia
que sus compañeros agarraban tanto del ganador como de su propio cuento. De hecho,
antes de irse, la mayoría agarraba un ejemplar de cada texto. Eso significaba
que por mas palurdos que fuesen, le concedían tanta o tan poca importancia a
los tres textos.
Pese a que estaba convencido de la
injusticia que habían cometido con él, Miguel tenia verdadera curiosidad por
conocer que clase de texto había sido considerado mejor que su brillante
fabula. Evidentemente, tendría que ser un diamante pulido y perfecto y, si no
era asi, ya se encargaría el de quejarse con Dios y con el Diablo para que le
hagan justicia.
Tuvo que esperar aún un poco más,
hasta que se sono el timbre de fin del descanso. Entraria tarde al aula, que
importaba. Tomandose su tiempo, se acerco a la cartelera. A la derecha, estaba
el texto ganador. Se titulaba “La cascada”, y su autor era Florencia Bianchi.
III
Al leer esto último, Miguel no
recordaría mas tarde haber sentido un impacto. Si alguien le hubiese preguntado
esa misma noche como había recibido la noticia, le habría dicho que no había
tenido ninguna reacción. Incluso le habría narrado con que delicadeza, con que
precisión de autómata se había tomado el trabajo de quitar el original de la
cartelera y, parado donde estaba, lo había leído.
“La cascada” comenzaba con aires de
psicoteatro, o tal vez de texto simbolista. La historia comenzaba con una nota
a modo de prefacio. En ella, rompiendo los canones de la narración clásica de
Sofocles, la autora le hababa directamente a los lectores y, en primera persona,
les advertia que su historia era la continuación de una historia anterior, que
esa historia anterior, de un autor diferente cuyo nombre no podía revelar, se
llamaba “el vuelo”, y que “si el lector tiene la suerte de leer primero esta
otra historia, podrá entonces apreciar la suya propia con lujo de detalles”.
Luego de esta advertencia, comenzaba la narración propiamente dicha.
Apenas comenzó a leer, Miguel
volvió a tener esa sensación del doble, del Doppelganger. Ese texto o, mejor
dicho, el estilo y la fluidez que llenaban los párrafos, era la suya propia,
pero de algún modo alterada, modificada, pulida. Los lugares, las
descripciones, los tropos para personajes y situaciones, estaban brillantemente
calcados de “el vuelo”. Pero no era solo un calco ya que, por momentos, el
estilo se volvia corto y directo, honestamente cinico, para luego volver a los
aires arcaicos de “el vuelo”. El efecto general era el de un chiste bien
contado: los pasajes cínicos se reian a carcajadas del resto de los pasajes, y
gracias a esto el texto entero resultaba estilísticamente muy gracioso y
pulido. Solo quien hubiese leído ambos textos, el suyo y este propio, podía
comprender la tomada de pelo. Pero, ¿no había dicho Florencia que su texto era
una continuación de “el vuelo”? ¿De qué iba la historia?
“La cascada” continuaba justo donde
“El vuelo” había dejado las cosas, es decir, arrancaba en aquel “vivieron
felices y comieron perdices” en el que Miguel había dejado al Papagayo y a Yaya.
La historia continuaba con este idilio por algunos párrafos, pero poco a poco
se iba modificando el carácter valeroso y noble del Papagayo en el carácter
vanidoso e irritable de un pomposo Goethe de los pajaros. Al mismo tiempo, se
dejaba ver, también poco a poco, como la admiración y el amor de los demás
animales (Yaya incluida) no era mas que una adoracion ciega, basada no en la
real comprensión y reconocimiento del genio poético del Papagayo, sino en una
total ignorancia de la materia. Finalizando la primera carilla, el idilio había
sido falsificado totalmente: Lo que quedaba era una parva de animales brutos
adorando servilmente a un vanidoso Papagayo que, como el tonto del pueblo, no
notaba cuan ridículas eran sus monerías literarias. Y esto era, sin duda
alguna, lo peor de todo. En su fabula, Miguel no había escrito ningún discurso
o poema para atribuírselo al Papagayo. Simplemente narraba, en tercera persona,
la demostración de las increíbles dotes artísticas de su héroe. Florencia había
ido mas alla. La mitad de la segunda carilla, y casi la segunda carilla entera,
estaba dedicada a exponer una serie de aforismos y de expresiones ridículas
que, según ella, eran las magnificas producciones del Papagayo. Y si bien el
texto había arrancado con un narrador neutro en tercera persona, a partir de
esta parte era Yaya, en primera persona, la narradora-testigo de las comicas
exhibiciones del Papagayo. Lo brillante de la concepción de “la cascada” era
que mientras que los demas animales eran demasiado estúpidos para comprender
las bazofias del Papagayo, este mismo, aunque inteligente, era demasiado
vanidoso para reconocer su fracaso.
La Yaya de “La cascada” no era el
inocente y lindo pajarito de “el vuelo”. Habia conservado la belleza, la forma
de linda pinzona y el plumaje negro-azulado, pero eso era todo. La Yaya de “La
cascada” era una cinica y esclarecida ave. No solo se burlaba de la engañada
concepción que el Papagayo tenia de ella (Acto que Miguel considero bajísimo
hasta en un pájaro) sino que contribuia con altos niveles de hipocresia a
reforzar esta falsa imagen, para luego seguir burlándose. No contenta con esto,
Yaya daba su mirada sobre el aspecto físico del Papagayo. Asi, mientras el se
veia a si mismo como una hermosa ave azul verdosa, Yaya lo veia como “una
paloma que se hubiera metido en un frasco de pintura”.
Si bien era cinica y desengañada,
lo cierto es que Yaya no comprendia ni una palabra de la poesía del Papagayo, y
solo lo alababa para no contrariar algo que no entendia, y tambien para seguir
la corriente general. Un buen dia, comenzando la tercera carilla, Yaya recordó
que ese dia en el Peteribi, el Papagayo le comento que había encontrado un
estanque, del que había bebido. Yaya se pregunto si, cual la manzana del Eden,
no seria el agua de aquel estanque el origen de la transformacion del Papagayo.
Volo entonces a la parte desconocida de la selva y, al cabo de unas horas, dio
con el estanque. Bebio y el pero, siendo los pinzones mas observadores que los
loros y Papagayos, noto que el estanque no era natural: mas bien era una
represa, y sus aguas afluían de una corriente que se internaba monte arriba.
Haciendo fruto de su nueva inteligencia, Yaya siguió la corriente de agua, que
al cabo de un tiempo formo un rio y, luego de casi medio dia de seguir el rio,
desemboco en otro estanque, este si natural. El costado sur del estanque estaba
cercado por un farallón de roca, y de lo alto de este caia, rápida y
correntosa, una enorme cascada.
Yaya observo la caída del agua.
Chocaba violentamente contra unas rocas, generando espuma y torbellinos. Cerca
de la caída, un grupo de grandes rocas dejaba ver la poca profundida del agua.
Yaya volo hasta estas rocas y se poso en una de ellas.
La historia proseguia. Yaya
encontraba un pez, que resultaba ser una especie de Surubi o de Dorado, no
quedaba claro, pero de cualquier manera era un pez mágico. Este pez le revelo a
Yaya que bastaba con beber del primer estanque para alcanzar una idiotez rayana
en la locura. Era solo cuando se bebia del segundo que uno alcanzaba la
iluminación. Yaya bebio del segundo estanque, y volvió a la normalidad. El pez
le dijo entonces que la sabiduría era saberse libre de la estupidez, y luego
desaparecio.
Al Final, yaya regresa y convence a
los animales para que dejen de reverenciar estupideces que no entienden.
Entonces los pajaros, bichos, peces y animales de la selva se olvidaron
definitivamente de las palabras, y volvieron cada uno a sus cosas propias: los
bichos a cavar, los pajaros a piar, los peces a nadar y los animales a correr y
esconderse. Solo el Papagayo se obstino en su locura, “narrando y escribiendo
todo tipo de fabulas ridículas y envidiosas sobre los demás animales”. Al
final, Florencia cerraba el texto diciendo que esta era la razón por la cual
loros y Papagayos podían usar las palabras y hacer imitaciones, por mas que no
entendiesen realmente nada de lo que decian. Las ultimas palabras del texto
decían: “Aunque, claro, también están ciertos seres humanos”.
IV
Cuando termino de leer “La
cascada”, volvió a leerla, incrédulo. La leyó varias veces, cinco o seis como
minimo. Luego, sin saber bien lo que hacia, leyó también “El escritor
Malogrado”. Despues de todo, había que ser justos. La fabula era una satira
entera, de pies a cabeza, de un muchacho que intentaba llegar al éxito
literario pasando por todos los generos y posturas intelectuales. Al final,
fracaso tras fracaso, terminaba predicando algo como un ascetismo literario,
para terminar convertido en un critico obtuso y resentido al que, de todos
modos, nadie leia. Aunque la historia era otro claro ataque hacia el, Miguel
pensó que de todos modos estaba bastante bien escrita. Una nota en birome roja,
sin duda de alguno de los jueces, destacaba el esfuerzo pero remarcaba un
parecido con una obra de algún escritor al parecer bastante conocido. Miguel no
podía pensar que ese autor conocido fuese otro que el mismo, pero como aceptar
que los profesores conocían su obra, aun inédita, era demasiado increíble
incluso para su ego, tuvo que descartar esta teoría y aceptar que el tampoco
conocía entonces aquel autor celebre.
Como había perdido un buen tiempo
leyendo las obras, Miguel iba a entrar tarde a clases. Tan solo pensar en
entrar nuevamente al aula y enfrentar las miradas burlonas de sus compañeros
(ahora comprendia por que todo el mundo había agarrado un ejemplar de cada
cuento) le provoco un nudo en la garganta. Como desde lo ocurrido en pillaje
tenia por costumbre salir al recreo con su mochila, Miguel decidio saltearse la
clase e irse a su casa. Era viernes. Tenia dos días por delante. Dos días
libres de fabulas, libres de humillantes segundos puestos, libres de escritoras
como Florencia Bianchi.
No obstante, Miguel uso los dos
días del fin de semana para hacer una concienzuda revisión de sus fabulas: el
personaje de Yaya tenia que ser eliminado. Tuvo que rehacer decenas de
párrafos, modificar finales enteros, pero luego de dos días de trabajo continuo
había conseguido borrar de su universo literario cualquier rastro de la
existencia de la odiosa Pinzon.
El Lunes se levanto tarde. Habia
tenido varios sueños absurdos, de los que era mejor no acordarse.
Si bien Miguel no esperaba que la
movida del concurso se olvidase de un viernes a un lunes, la verdad es que no
tenia idea de cuan mal estaban para el las cosas en su aula.
Lo cierto es que el plan de Bianchi
había sido brillante. Habia convencido a Miguel de que participase del concurso
justo con la obra que ella había leído. Si Miguel hubiese elegido cualquier
otra de las 70 Fabulas, nada hubiera pasado. Puesto que Florencia no delataba
al autor de “el vuelo”, la única manera de que se supiese quien era el autor
era que los demás leyeran la fabula con su nombre como autor. Lo maquiavélico,
lo realmente enloquecedor de su plan había sido contemplar que los profesores
podían llegar a ser complices de la chanza. ¿habian leído ambas historias y
habían pensado que era brillante publicar ambas? ¿habrian creido que ambos,
Miguel y Florencia, estaban de acuerdo o habían trabajado juntos confeccionando
las fabulas? ¿o acaso no notaron la conexión, y la publicación de ambas obras
una al lado de otra fue producto de la casualidad? Si este ultimo era el caso,
entonces mas alla de la chanza y la derrota, “el vuelo” había llegado por si
mismo hasta el segundo puesto. Podian reírse de el, pero era casi el mejor
escritor de toda su escuela.
En cambio, si los profesores habían
notado la chanza (lo cual era probable, debido a lo explicito de la nota
inicial de “la cascada”), entonces cabia pensar que habían publicado su obra
solamente para resaltar la obra de Florencia, que entonces les parecería genial
sin duda alguna. Publicar solamente “La Cascada”, por mas bien escrita que estuviera,
no valia la pena. Sin los datos de su fabula, la de Florencia quedaba con
muchos cabos sueltos, sus ironias quedaban injustificadas, sus dardos sin
blanco en el cual dar espectacularmente en el centro.
Miguel se dio cuenta que lo inmoral
del asunto, que la verdadera burla, estaba en que “La cascada” era
verdaderamente genial si anteriormente se había leído “el vuelo”. La fabula
escrita por la rubia del bobcut era una maravillosa orquídea, un parasito
delicadísimo e interesante, pero a fin de cuentas era eso: un parasito, un
hongo. Habia usado a “el vuelo” como abono, y se había salido con la suya.
La existencia de “El escritor
Malogrado” solamente era la prueba del alcance que había tenido la genialidad
del plan combinado con la pasmosa popularidad de Bianchi. Si chicos de otras
divisiones se habían tomado el trabajo de escribir una historia parodiándolo,
entonces tenia que ser el hazmerreir de toda la escuela.
Casi sin darse cuenta, Miguel se
sentía bastante abatido. Habia dejado su volumen de fabulas en un cajón de su
casa. Si bien no había cambiado de opinion con respecto a su obra, no tenia
intención de dejar que ninguno de sus compañeros volviese a leer nada suyo.
Como para cerrar la paliza intelectual del viernes, el primer recreo del Lunes
lo recibió con una paliza mas bien corporal. Los compañeros que habían notado
su transformacion en estúpidos animales en las fabulas de Miguel habían
suspendido la paliza por orden de Yaya, pero la suspensión era solo
temporal. Una vez que se ejecutara el
plan de Bianchi, le iban a dar para que tenga. Vox populi, Vox Dei.
Al dia siguiente, cuando se sento
en su pupitre, encontró tallada en la madera la palabra “Papagayo”. Al dia
siguiente, y luego de otra paliza (menos copiosa y mas residual) alguien había
tachado la ultima vocal, y la inscripción se había transformado en “Papagay”.
Como era de esperarse, nadie podía dejar pasar un apodo tan divertido, y desde
entonces para todos era Miguel Papagay, Papa gay, sencillamente Gay para los
perezosos, y hasta se llego a la curiosa versión de Migay, la cual sonaba
particularmente jocosa si se la pronunciaba con acento británico.
Por su lado, Florencia hizo como si
nunca hubiese ocurrido nada de todo aquello, y continuaba con su asistencia perfecta
y un promedio general que tendia constantemente a las dos cifras.
Hizo, si, cuando se entero que su
fabula iba a ser publicada, un intento por modificar el titulo de la historia.
Según le explico a los profesores, habían entendido mal la letra del original.
Era sabido, y sus compañeras podían dar fe, de que todas sus letras se parecían
a la letra c cursiva. Sobre todos u g, tan poco pronunciada, y también su t, de
angulos tan curvos y cerrados. Y entonces resulta, señorita Monteverde, que mi
historia no se llama “La Cascada”, sino “La Gastada”. Y la señorita Monteverde
comprendía, claro que comprendía. Habian leído tantas historias, una detrás de
la otra, que fácilmente podían haber tomado una o por una q o una e por una t
y, entonces, ¿era imposible tomar una G por una C y una t por otra c?
Monteverde era increiblmente estúpida, pero por suerte para Miguel, las
historias ya se habían mandado a la editorial que las compilaría y era
demasiado tarde para hacer cambios en los títulos.
Florencia rio y dijo que bueno, que
no importaba.
Ese era el último recuerdo que tendria Miguel de Florencia Bianchi. No volveria a ver a la chica de medias a rayas y anteojos, pero por largo tiempo soñaría con Pinzones. Particularmente, con la caza de pequeños pinzones negro-azulados.
Al terminar el año, Miguel dejaría
el comercial para cambiarse a una secundaria con orientación artística,
especialmente orientada a literatura.
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