Habría que escribir un cuento sobre una persona que se llame, digamos, juan Mendez. Juan Mendez es un ciudadano promedio, un alguien que tiene la sana tendencia hacia ser un alguien, es decir, uno que es mas otros que uno, uno que es muy cercano a todos, alguien que es casi nadie.
Juan es como Joseph K. Es J. Tiene una vida normal, trabaja, sufre, tiene amores y llegadas tardes, digamos que le gusta el cine y los sillones, y que odia a los perros pero los gatos le son indiferentes siempre y cuando no pierdan pelo.
No obstante Juan tiene, dentro de su mediocridad, tambien una caracteristica maravillosa que, para no desentonar de su mediania, es tambien bastante mediocre: un Juan que no es Juan Peron o Juan Matus, sino simplemente juan con minuscula, no podria volar o conquistar la Galia, no. Lo suyo es mucho mas simple y, tal vez por eso mismo, mas asombroso y macabro, pues lo mecanismos de lo infinitamente pequeño suelen deslumbrarnos aun mas que los infinitamente grandes, en la mayoria de los casos porque los segundos no podemos nunca percibirlos en su totalidad.
A Juan le succede esto: cuando toca el boton de un colectivo, este no suena. Jamas. "¿Comenzo a sucederle asi nomas, de un dia para el otro, o acaso es una facultad innata?", "¿Hay alguna causa para esto, puede ser que sea hereditario, algo biologico, la maldicion de una bruja, fruto de un experimento militar ruso?" Son preguntas baladies, inutiles, puesto que no cambian el hecho de que esto le esta sucediendo a Juan Mendez ahora mismo, quien sabe desde hace cuanto.
Viajar en colectivo es una actividad bien definida: tiene comienzo, desarrollo (el viaje mismo) y final. El final es siempre, salvo accidentes o confusiones, algo volitivo y teleologico. El colectivo es un medio, el viaje es un medio, y la accion de bajarse en Plaza Italia y no en Cabildo y Juramento obedece siempre a una voluntad que persigue un fin. Todo fin y tambien todo medio dependen de lo que podriamos llamar la mecanica del mundo, su sintaxis logica. Tambien podriamos decirle Causalidad, si. El mundo es como el sistema bancario: si uno no tiene fe, no se pueden dar dos pasos seguidos o tender la ropa. Sin una fe casi ciega en la causalidad no se podria hacer nada.
Como Juan es totalmente mundano y ordinario, cree en la causalidad con la mas ferrea de las fuerzas, que es la de creer en algo sin siquiera saber que se esta creyendo, y mucho menos que es eso en lo que se cree. Debe ser por eso la angustia que siente en la boca del estomago cuando ve venir el sesenta por bolivia o el sesentisiete por libertad. ¿Como es posible que el colectivo frene, como es natural, ante la señal convenida por su mano en alto, acelere y desacelere de acuerdo al peso en el pedal, abra la puerta delantera ante el boton correspondiente, la maquina marque el importe segun su orden, los asientos soporten su peso, pero que el timbre jamas suene cuando el lo toca? Esta falta, aunque minima y ridicula, la ve Juan como algo completamente terrible y patetico, como algo peor que la esterilidad o la impotencia. Lo ve, en fin, como algo vergonzoso. En efecto, cada vez que el dedo ansioso y casi resignado de juan presionaba el circulito negro en la cajita naranja, y no oia el zumbido electrico, sentia algo como miedo o asco o sencillamente una tristeza rabiosa, y se veia a si mismo como un Edipo o un Odiseo, como un hombre maldito por los dioses o como objeto de burla de un destino cruel. La diferencia era que Odiseo o Edipo fueron soberbios, orgullosos y demasiado inteligentes. Vieron o fueron mas alla de lo permitido, probaron lo prohibido, y lo demas fue un castigo. Cruzaron la linea y pagaron el precio, pero nadie les quitaba lo bailado, la fama, el reinado de Tebas, las implorantes sirenas que cantaban (o que guardaban silencio, segun otros), las seducciones de Circe. En cambio Juan Mendez no habia bailado casi nada, no habia cruzado ninguna linea ni visto ningun prodigio, y sin embargo los dioses o las moiras o la racionalidad habian decidido abandonarlo en un punto tan esencial del transporte urbano: tocar el timbre para bajarse en donde se tenia que bajar. Una anomalia tan pequeña es tal vez insignificante en el universo de las moscas o de un indio diaguita del 1500, pero para un habitante de la urbe porteña, mecanizado por las necesidades y el sueldo basico siempre subiendo, el no poder viajar en colectivo era casi una tragedia de proporciones biblicas, algo Kafkiano.
Como no podia viajar en colectivo, juan tenia que trabajar cerca de su casa, en Boedo. Esto lo perjudicaba, pues los mejores estudios contables (juan era bachiller en economia) estaban en el microcentro. De igual modo la facultad publica de Economia. No podia vivir tomando remises, y la bicicleta tenia sus limitaciones kilometricas y climaticas. Todo lo que podia mejorar su vida estaba a dos colectivos de distancia, lo cual lo tornaba poco menos que absurdo.
Y es que, vease, que si bien era posible, con un poco de suerte y buen humor, realizar un viaje en colectivo preciso, era imposible combinar dos en un mismo dia. A esto se oponian razones de tipo psicologico y tambien social. Cada vez que juan subia a un colectivo, lo cual era al principio harto frecuente y ahora cada vez mas raro, su cerebro comenzaba a pensar estrategicamente, en estado de guerra: Donde sentarse, cuanta gente habia, cuan conversable era el chofer, cuanta gente podia bajarse en su misma parada. Ese dato sobre todo era esencial, pues era su unica salvacion posible. No importaba cuantas veces juan tocara el timbre. Lo tocase en un staccatos de apretar y desapretar, o lo apretase furiosamente con ambas manos, el resultado era el mismo. Una opcion era sencillamente gritar "¡parada!" cuando tuviese que bajarse, pero esto ma bien sonaba a una queja grosera y poco civil, sobre todo de parte de un idiota que no habia tocado el timbre. Ya habia tenido problemas con varios colectiveros, y dado que sabia perfectamente que el problema estaba en su ridiculo problema, no se atrevia a sostener una discusion de indole tan hipocrita. Otra opcion era la de sentarse adelante (solo posible en colectivos vacios) y decirle al chofer "parada...." llegando a la parada. Esto solo era posible con choferes comprensivos y colectivos vacios o en buena frecuencia. Coches llenos, dias de mucho transito o recorrido accidentado volvian impasibles tales atenciones. Por desgracia estos tres factores ocurrian casi con una regularidad natural. La unica opcion era la de tener la suerte de que alguien mas tocase el timbre en la parada en la que el debia bajar, cosa que ocurria en paradas vox populi como plaza italia o plaza miserere, pero que dificilmente ocurriera en la parada de melo y panamericana o en la de cabildo y virrey del pino, y entonces habia que resignarse y bajarse en las paradas vox populi, y luego caminar o tomar un subte si es que habia.
Habia otros dias en que, repentinamente envalentonado, juan se elegia a proposito una parada inverosimil, donde sabia que nadie iba a bajarse, y confiado caminaba hasta el caño al lado de la puerta para, luego de respirar y "juntar fuerza" (la chabacaneria es tan comun) tocar religiosamente el timbre, porque ese dia sentia que iba a cambiar, que iba a sonar el grosero zumbido metalico y que, como una epifania, la puerta se iba a abrir en la parada correcta para que el (y solo el) bajase a una vereda desierta. Habia soñado con esto varias veces, y era entonces el comienzo de una vida nueva y plena, un volver a sentirse libre y atado a las leyes de la causalidad, un por fin acabarse ese terror de pensar que en el futuro esa abominacion podia extenderse al boton de play del DVD, a los timbres de las casas, a la apertura de las puertas automaticas o a los botones del asensor. Pero el timbre no sonaba (nunca sonaba) y entonces era mas que nunca la verguenza y el miedo, la incredulidad y la risa despectiva e interna, un reirse comedidamente de si mismo y de su suerte, de su ser tan de clase media y de su cobardia en general, y entonces disimular un error y volver a su asiento, o quedarse parado cerca de la puerta hasta que alguien decidiera (piadosamente) bajar. Varias veces esta persona piadosa no habia aparecido en absoluto, y juan habia viajado durante horas. Una vez, incluso, se habia dormido y habia quedado como unico pasajero. Tuvo que viajar hasta la terminal. En tales casos lo invadia, cuando al fin lograba bajar, una honda desesperanza y un amago de profunda depresion. Era toda una suerte el que, como la gran mayoria de los miserables oficinistas mal pagos del conurbano, no tuviese la sensibilidad ni el tiempo para sumirse en esta oscura depresion. Las urgencia de la vida inmediata lo sacaban rapidamente de esos estados, como un despertados nos saca inensiblemente de la cama. Pero igualmente le quedaba un gusto en la boca, una nerviosidad en las manos o en los pies, algo que era como una resaca de la desesperacion.
Era por eso, ademas de las razones comunes con el porteño tipo, que Juan odia viajar en colectivo, por eso que vive tan frugalmente, ahorrando cada peso que podria destinar a libros o mujeres en su alcancia o en su cuenta bancaria, para poder al fin comprar un auto (pero un 0KM, porque las cosas es mejor hacerlas como dios manda y ademas porque juan es, como ya dijimos, muy comun, y esto significa ser naif, orgulloso y falto de sentido practico) y acabar por fin con la pesadilla de los timbres y las paradas.
1 comentario:
De alguna manera puedo entender la paranoia de este juan... Es muy cotidiana como para no entenderla un poco.
No podríamos vivir sin esa fe en la causalidad, la civilización es una maraña de predecibilidad! Me lo he preguntado muchas veces, esperando el colectivo, yendo a buscar X cosas a X lugar según un patrón... ¿Y si no pasa así, y si pasa cualquier otra cosa? Me doy cuenta de que mi destino depende directamente de confiar en que todo y todos van a hacer lo que se supone que tienen que hacer... Es todo muy delicado, es un puñetero "ecosistema". ¡Muy paranoico!
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