A Bukowski
Y por supuesto, a Lilly.
Apoye
el codo sobre la mesa. El temblequeo exasperante de la mesa fue la gota que colmó
el vaso. Metafóricamente, claro. Porque el vaso físico, el real, estaba vacío. Suspiré
y acto seguido di un manotazo contra la mesa. Mi mano es bastante grande y el
golpe hizo rebotar aquel armatoste de plástico y caño. La mesera, una morocha
de pelo enmarañado que charlaba con dos parejas que habían juntado sus mesas,
me miro sin ocultar un gesto de fastidio.
-
otra - le grite mientras levantaba sobre mi cabeza la botella vacía de la que
sin dudas era la peor cerveza que había tomado en mi vida. Acida, caliente y
sin gas. Una verdadera porquería.
- ¿no tienen algo mejor? – volví a arremeter mientras
la mesera se acercaba. Por única respuesta me retira la botella y a los pocos
minutos me deja, casi arrojándola, otra de exactamente la misma marca. Ni siquiera
se molesta en limpiar un poco la mesa ni de cambiar el vaso sucio por uno
limpio.
-
Muchísimas gracias - le susurro, intentando sonar lo más desagradable que puedo,
que seguramente es mucho. Deseo decirle algo especialmente desagradable, pero
se va tan rápido que ni siquiera me da tiempo a pensar. Me digo a mí mismo que
no importa, que de todos tiene que volver tarde o temprano.
La
mesa oscila al menor intento de apoyarme. Me revienta su inestabilidad, su
cricriquear de grillo herido. El galpón en el cual se monta el establecimiento
es un verdadero chiquero. Hace un calor espantoso y no hay ni siquiera un ventilador.
Para colmo de males, estamos en primavera; Detesto la primavera.
Por
supuesto, todo esto no sería tan malo si Lilly no me hubiera dejado hace unos días.
¿Cuantos? No tengo idea. Puede haber sido hace tres días o hace una semana.
Cuando uno se la pasa de tasca en tasca la precisión para medir el tiempo se va
al tacho. Claro que cuando uno se acostumbra a que se vayan al tacho tantas
cosas la famosa precisión importa lo que se dice tres c… bueno, no importa en
lo mas mínimo, para decirlo de modo amable.
Lilly,
muy jodida. Me había abandonado por el mierda ese de las carreras. Un imbécil
que usaba camisa gris y saco verde, como si fuera un duende o un puto irlandés.
Quizás lo fuese. Irlandés, digo. No duende. Si fuera duende se habría usado
magia para salvarse de la paliza que le di apenas me entere. Si hay algo peor
que saber que se están cogiendo al amor de tu vida es descubrir que ese que se
la coge es gremlin de saco verde que ni siquiera puede defenderse de un
borracho mal dormido.
Quizás
fue por eso, por la impotencia de todo el asunto – porque paliza más paliza
menos, él se iba a ir su madriguera o adonde fuera, pero con Lilly- lo que me
obligo a llevar el asunto hasta tal extremo. Lo había derribado de una
combinación simple pero poderosa. Tres golpes a la cabeza; tres golpes que yo sé
que son como ladrillazos, directamente al coco. Los dos primeros le dieron en
la sien derecha y en la izquierda, y el tercero arriba del ojo derecho, en un
hueso que no tengo idea de cómo se llama pero que queda exactamente debajo de
la ceja. Luego dos al cuerpo. A la boca del estómago, para ser preciso; ¡Bang!
El primero, leve y rápido, como para marcar con una X el sitio del impacto; El
segundo, ¡Bang! con la derecha, un jab en el que cargue con todo. La X marca el
tesoro. Después me aparte, abriéndome un poco en abanico como lo haría un Classius
Clay; Y lo vi caer. Yo esperaba que cayera hacia adelante. Hay algo casi poético
en la caída hacia adelante, justo en el espacio vacío que se abre cuando uno
retrocede. Me imagino que Cesar cayo, luego de las puñaladas, un poco como
Foreman en la pelea de Zaire: hacia adelante. Es como si el rival cayera en un colchón
especialmente preparado por uno. Una demolición controlada. La caída hacia atrás,
en cambio, suele ser torpe y pesada. Ridícula.
Así
que el irlandés - digámosle así - cayo un poco para atrás y un poco de costado.
¿habre visto alguna vez una caída más patética y cobarde? Lo dudo. A esas
alturas Lilly gritaba como una bruja y tuve que controlarme para no darle también
a ella motivos para quejarse en serio.
-
¡Animal, sos un animal, hijo de puta! - me gritaba ella. Animal, sorete, hijo
de puta. Se de sobra que probablemente sea todo aquello. Lilly al menos así lo
piensa. No es nuevo para mí. Se que lo piensa desde hace mucho. Para ser
sincero, tengo que decir que muy en el fondo no me sorprendía todo el asunto.
Mas aun: me sorprende que tardase tanto. Claro que una cosa no quita la otra y,
si tengo que elegir entre, como dije antes “paliza mas paliza menos”, bueno,
elijo claramente “paliza más”. Porque a pesar de ser muchas cosas, no soy una
mierdita irlandesa que se cae para atrás, que se desploma como un castillo de
naipes después de recibir apenas tres o cuatro golpes de puño. Así que, si; Soy
un hijo de puta, pero por lo menos no estoy en el piso recibiendo patadas de un
hijo de puta. Y nadie me va a sacar de la cabeza que, puestos a elegir, lo
primero es preferible a lo segundo.
Porque
encima de todo, eso. No se me ocurrió una mejor idea que seguir golpeándolo
cuando ya estaba en el piso. Quizás de no haber estado borracho -quizás quizás,
siempre quizás - me hubiera detenido cuando lo tumbe. Probablemente no.
Imposible saberlo, de todos modos. En ese instante, lo único que pensaba era...
Bueno, carajo, no lo sé. No sé qué es lo que pensaba. En instantes así el
pensamiento suele quedárseme olvidado en algún sitio pero, si pensaba algo,
supongo que debe haber sido algo como que nadie iba a salvar a ese cachorro
inútil de llevarse la paliza de su vida. Cuando estoy furioso suelo sentirme
completamente justificado a darle rienda suelta a mi ira. De algún modo siento
que es lo justo.
De
modo que me dejé llevar y le di patadas y puñetazos hasta que sentí que ya
estaba cansado. En ningún momento me di cuenta de que Lilly también hacia lo
suyo, dándome golpes y patadas desde atrás en un muy patético intento por detenerme.
Lilly es muy hermosa, es cierto, pero lo que se dice fuerte, bueno, no lo es
para nada. Me habría bastado un revés del brazo para mandarla a volar por el océano
pacifico, por lo que fue una suerte para ella que ni siquiera me diera cuenta
de sus ataques hasta que casi al final, cuando la tenía colgada del cuello,
sobre la espalda. Me la sacudí como a una garrapata, casi con fastidio. Ya había
tenido suficiente. Era hora de irse.
-
Bueno, bueno... - le dije mientras su lluvia de insultos llegaba al paroxismo.
Y entonces, cuando le echaba una última mirada a lo que quedaba del irlandés,
supe que la había cagado. Con Lilly, con aquel sujeto - que probablemente
estuviera muerto o al menos bastante cerca como para no poder cogérsela en un
mes - o con alguna otra cosa, más profunda e importante, pero la había cagado;
La había cagado a un nivel más profundo… religioso o lo que sea, de una forma
que no tenía que ver directamente con esa pelea o con el hecho de que Lilly me
dejara. Se me ocurrió que la había cagado con mi vida en general.
¿Qué
quiero decir con todo esto? A decir verdad, es más fácil de explicar de lo que
parece a primera vista. Lo que quiero decir es que para mí no era nuevo el
sentimiento de haberla cagado. “Mierda, ahora así que la cagaste en serio” ¿cuántas
veces me había dicho lo mismo por una cosa o por la otra? Vivía repitiéndome a mí
mismo expresiones parecidas. Cagarla con esto, cagarla con aquello. A veces tenía
la impresión de que mi vida no era muy distinta a la de un escarabajo, y consistía
en ir empujando por delante y por detrás una gran bola de mierda. Visto así,
era hasta gracioso. Una broma gigantesca.
Había
sentido aquello muchas veces y, sin embargo, lo que sentí mientras metía mis
manos hinchadas en la campera, fue como un non plus ultra, la impresión certera
e innegable de que había terminado de clavar el ultimo clavo de lo que ahora
era una puerta completamente tapiada. Algo se había destruido para siempre y también
algo quedaba: La sensación de ser un consumado hijo de puta, con todas las
letras.
Luego
de aquello camine y camine; Creo que camine toda la noche. Un bar aquí y un bar
allá, por supuesto. La mañana me recibió con una borrachera esplendida, tan
esplendida que se extendió sin interrupciones durante todo el día y mas allá. La
noche siguiente, de la cual por cierto no recuerdo gran cosa, volví a pelearme,
esta vez con resultados menos felices.
Y
ocurre que más o menos así estoy desde ese entonces. Y ahora que esta mesa de
mierda temblequea y que la cerveza está caliente y que el calor primaveral
dibuja unas repulsivas perlas de sudor en la ya horrenda cara de la mesera
siento que vuelvo de lleno a esa sensación de escarabajo, de estar hundido y
sin remisión. Un humor así solo puedo mitigarlo de dos formas: peleando o
bebiendo. Hasta ahora he sido mucho mejor bebedor que peleador, pero, como dice
el viejo adagio, la esperanza es lo ultimo que se pierde.
Una
oleada de exclamaciones me hace levantar la cabeza y entonces recuerdo que
estoy viendo lo que supuestamente es una pelea de box ilegal. Y digo
supuestamente porque lo que transcurre ahora mismo no es un combate sino una carnicería.
¿Como puede ser un combate un encuentro en el que uno golpea y el otro recibe?
El boxeo es siempre un dialogo. Y lo que pasa ante mis ojos es claramente es un
monologo. De ese tipo de peleas en las que uno se sentía estafado; Y vaya si lo
de esta noche era una estafa. El Turco Nasif estaba particularmente cruel en
sus combinaciones.
Pero
volvamos al primero, porque lo que importa es siempre el ganador: Omar Nasif,
alias el turco pese a que nadie sabe si efectivamente es Kurdo o Gitano o armenio
o judío o griego o que carajos, era una leyenda del boxeo clandestino. Aunque habría
que decir que, más que leyenda, era una pesadilla. Oscuro y alto - viéndolo
pienso que no debe medir menos de un metro noventa - se planta en el centro del
cuadrilátero mientras mide y pega. Medir y pegar es su táctica predilecta. El
turco es un peleador de larga distancia, un francotirador. Maneja a la perfección
el arte de medir la distancia. Mantiene la izquierda un poco recta, como si
fuese una regla que mide el alcance, y guarda la derecha flexionada, siempre un
poco cerca del mentón. Y espera. ¿qué espera? Espera una apertura, espera la
guardia baja, espera algún golpe fallido del rival. Y entonces: Preparen,
apunten, ¡fuego! Y por fuego entiendo un terrible derechazo que sale despedido
de su brazo con la fuerza de un escopetazo o de una patada de burro. Son golpes
brutales, feroces, que si golpean de lleno pueden llegar a terminar una pelea
en menos de lo que yo tardo en terminar una botella de cerveza.
Omar
Nasif, campeón invicto de ring de mala muerte. ¿El otro? Bueno, no tengo idea
de cómo se llama. Claro que para estar ahí tenía que ser bueno. O valiente. O
loco. Claro que viéndolo recibir tal castigo no parecía nada de eso: ni
valiente, ni habilidoso, ni nada. Todos palidecen cuando se tienen que parar
frente al metro noventa del turco. Es como pararse frente a un pelotón de fusilamiento.
Llámese como se llame el retador, su verdadero nombre siempre es paquete.
Paquete, salchicha, blanco, bolsa. Es decir, masa de carne y hueso cuyo único
sentido de ser es recibir los escopetazos del turco. Uno, otro, y otro más. Y ahí
va. Al piso. Qué barbaridad. Ya es el tercero que tumba esta noche. Las peleas
del turco son al mismo tiempo magnificas y terriblemente aburridas. Magnificas
por la violencia de sus knockouts, aburridas porque se parecen mucho entre sí.
El turco es una franquicia exitosa, pero ver una de sus películas equivale a
verlas todas. Escucho que alguien cuenta hasta diez. Es inútil. Bien podría
contar hasta cien. Lo sabe el que cuenta y lo sabe el turco, lo sé también yo; Pero
sobre todo lo sabe, si es que todavía puede darse el lujo de saber algo, el
sujeto que yace en la lona.
Casi
puedo predecir lo que sigue: ahora va a levantar los brazos, y los levanta.
Luego va a dar una vuelta, lenta, al ring cuadrangular que está en el centro
del galpón. Ahí va, y mientras camina mirara tal como ahora está mirando, una
por una a las mesas más cercanas, una de las cuales yo ocupo. Mirara a las
mesas buscando adoración o desafío. Adoración porque como todo campeón busca,
mientras le dure, disfrutar al máximo su fama de invencible. Desafío porque para lo primero necesita
siempre de nuevos contrincantes. Cada tanto también encuentra, en estos
reconocimientos faciales con su público, alguna mirada femenina que parece
decirle que aquella noche tiene compañía asegurada.
Es
natural. Quiero decir, al contrario de muchos imbéciles que se molestan cuando
sus mujeres se calientan con un tipo como Nasif, yo lo veo completamente
natural. ¿qué mujer bien hecha y con sangre en las venas no sentiría al menos
un cosquilleo viendo en acción a aquella masa asesina de músculos que pueden
moverse a su máxima capacidad, como una locomotora de vapor, por diez o veinte
rounds seguidos? ¿con que mecanismos y obedeciendo a que razones evitarían la
obvia utilidad indirecta de tales habilidades? El sexo es el más viejo de los
combates y las mujeres no son en esto menos competitivas que los hombres.
Por
eso mismo es que nunca lleve a Lilly a ver un combate. No quería que viese al turco.
Al turco o cualquier otro. Es decir, un tipo que recibe golpes como mazazos en
plena cara y que no solo continua la lucha como si nada, sino que finalmente
termina ganando y alzando los brazos y, en el instante en que alza los brazos,
se convierte en un ganador, en el emblema mismo de la victoria. Si señor, un
ganador con todas las letras. Ni Lilly ni cualquier otra habría renunciado a la
comparación del ring con la cama; Tampoco yo hubiera podido evitar la comparación
de un gladiador como Nasif, que gana noche tras noche, con un sujeto como yo,
que a lo máximo que puede aspirar es a freír espárragos y, cada tanto, fregar
por los suelos a algún duende ridículo.
Supongo
que, a fin de cuentas, no quería verme como basura. Estaba seguro de que si
Lily hubiese venido conmigo a ver alguna pelea habría tardado mucho menos en
darme esquinazo. No habría tardado en caer en cuenta de que salía un perdedor.
Vamos, que habría visto lo obvio, ni más ni menos. Por supuesto, ella no era estúpida.
Se habría mirado a sí misma y habría hecho números. El resultado - que ella podía
conseguir algo mejor y que por lo tanto lo merecía - le habría saltado a los
ojos casi tan rápido como la sangre del retador a los espectadores de primera
fila.
Pero,
mierda ¡si al menos Lily me hubiera dejado por un tipo como el turco! Me habría
mostrado dolido y probablemente hasta furioso, sí. Pero en el fondo, muy en el
fondo, no habría tenido mayores problemas con ello. Al final, no traerla a las
peleas no me sirvió de nada o, mejor dicho, me sirvió para que en vez de
dejarme por un tipo que valiese la pena me dejase por... vamos, ya saben.
Mientras
el turco daba su pequeña vuelta olímpica, saludando con los puños cerrados y al
mismo tiempo desafiando a cualquier estúpido que estuviese lo suficientemente
loco para subirse a un ring con él, yo me puse de pie y pedí otra cerveza. Note
que me tambaleaba un poco, pero no me importaba. Al menos así haría juego con
esa mesa de mil carajos. Tampoco es que me preocupase mucho. Casi todos allí eran
borrachos o apostadores. No había lo que se dice una norma que guardar. Mire a
mi alrededor, buscando a la mesera, la cual apareció al cabo de un rato y me
dejo otra botella en la mesa. La tomé con la mano derecha y, apoyando el canto
de la tapa contra la mesa, la abrí dándole un certero golpe desde arriba con la
otra mano. La chapita hizo un ruido limpio y metálico al saltar de la botella.
Aquel ruido, que normalmente no se habría oído entre todo el alboroto del
lugar, destaco de forma clara quien sabe por qué milagro acústico. Solo
entonces me di cuenta de que se había hecho un silencio poco habitual. Levante
la cabeza y vi que el turco se había detenido justo en frente de mi mesa. Lo miré
y vi que el también me miraba. Su rostro tenía una expresión torva pero
divertida, como si algo le agradase en mi actitud. O al menos eso creí. De modo
que levante la botella y con un gesto le reconocí el triunfo.
Le
eche un trago largo a esa mierda. Iba a volver a sentarme cuando note que Nasif
todavía estaba ahí, enfrente mío, mirándome. Sin dejar de sonreír con esa expresión
que ahora se me antojaba era de desprecio, Nasif alargo su interminable brazo
hacia mi mesa. Tenía la palma de la mano abierta hacia arriba. Comprendí lo que
quería y también lo que debería haber hecho, pero contra toda lógica, hice
exactamente lo opuesto. Esto es, sentarme y volver a llenar mi vaso sin
prestarle atención a su pedido.
-
Amigo, ¿me convida un trago de eso? - le oí decir mientras me dominaba para
aparentar un desdén que todavía no sentía. Mantenía mis ojos fijos en el vaso.
Finalmente, lo mire a los ojos y le dije, literalmente, que se comprara su puta
cerveza, porque lo que era la mía, bueno. En resumen, que no iba a convidarlo
un carajo. Inmediatamente después de decirlo, me invadió un torrente de sensaciones
contradictorias entre las cuales destacaba la del escarabajo.
Supongo
que también me dio gracia mi respuesta. Lo digo porque sonreí con una sonrisa
que me imagine era muy parecida a la del propio Nasif. La segunda, que vino
casi al instante, fue miedo. Miedo porque sabía que para el turco el ring no se
acababa en los límites de cuerda, sino que se extendía al mundo entero. Ya más
de uno que se la había dado de guapo creyendo que estos límites lo salvarían había
pagado este error con varios dientes y fracturas. Sin embargo, el miedo duro
poco. Sin irse, sin desaparecer del todo, quedo atrás de una nueva oleada de confianza.
Y no solo era burla, no. También había odio, un odio profundo y sincero como
nunca antes lo había sentido. Hasta ese momento, el odio era algo que se me
daba siempre mezclado con otra cosa: sorna, arrepentimiento o lo que fuera.
Pero ahora lo experimentaba entero y puro, sin mezcla de otra cosa. Odio. Odio
hacia mí mismo, en primer lugar. Pero como si fuera una larga cadena, también
odio hacia el turco. Odiaba su fanfarroneria, su asquerosa seguridad en sí
mismo, su actitud sobradora. Odio hacia el mundo en general. O casi todo el
mundo.
Descubrí
lo que ya sabía. Lily había sido casi la única cosa buena que me había pasado.
Por supuesto y como siempre, descubría las cosas más fundamentales demasiado
tarde. Había depositado en ella mis ultimas esperanzas de no ser un perdedor y,
voila, las cosas habían resultado un poco como siempre. Nada por aquí, nada por
allá. A todo esto, el Turco ya se dirigía personalmente hacia mí.
-
¿De qué se ríe, amigo? - me dijo, ahora muy serio, desde arriba del ring.
Bueno, pensé. Lo bueno de ser un perdedor crónico es que, paradójicamente, se
termina no teniendo más nada que perder. Tal vez fue un ángel, tal vez un
demonio, pero algo me susurro al oído y supe exactamente lo que tenía que
hacer. Vacié la botella de un trago largo, tragando y tragando el líquido como
si tuviera todo el tiempo del mundo. Y lo tenía, vaya si lo tenía. Mucho o tal
vez muy poco, pero al fin y al cabo todo mío. Cuando bajé la botella vi que el turco,
un poco en serio y un poco para seguir el show, esperaba mi respuesta. Me pasé
la mano húmeda del frio de la botella por el pelo y sonreí.
-
Me rio porque me causa gracia algo, y eso, antes de que me preguntes, es lo
siguiente: me resulta gracioso que un simio... no, perdón, que una árabe cara de
mierda como vos mezcla de todas las razas degeneradas del planeta, pueda ganar
tantas peleas seguidas sin que nadie se decida a romperte el culo. - dije. Había
hablado con creíble parsimonia, pero cuidando de acentuar bien fuerte las palabras
ofensivas. La cara del turco experimento un cambio sutil, mezcla de
incredulidad y enojo, A simple vista alguien que no le conocía los gestos no lo
habría notado, porque incluso volvía a sonreír. Fueron los ojos, sobre todo,
los que adquirieron una dureza pétrea.
-
No lo oí bien compadre, ¿me lo quiere repetir acá arriba o prefiere que baje? -
me pregunto.
-
Subo - le dije sonriente. El turco me devolvió la sonrisa y volvió a su esquina.
Mire a mi alrededor y note que la gente me miraba como mirarían a un condenado
a muerte, cosa que a esa altura ya probablemente era. Inmediatamente empezaron
las apuestas. Ni siquiera pregunte cuanto iban. Me alcanzaba con saber que sin
dudas estarían astronómicamente en mi contra. Lo importante es saber si caería
al primer round, y en que minuto, o si ocurriría un milagro de la naturaleza
que me permitiera aguantar hasta el segundo o incluso hasta el tercero.
Llame
al chico que corría las apuestas mesa a mesa y le dije que apostaba por mí. Me pregunto
si estaba seguro.
-
Por supuesto que estoy seguro - le dije - ¿cuánto si gano?
-
Trescientos a uno - me dijo el chico.
-
Apuesto todo - le dije sin pensar que aquel chico no tenía forma de saber cuánto
era ese todo.
-
¿cuanto? - volvió a preguntar con apuro. Le quedaban varias mesas por levantar.
-
Doscientos – dije, y le entregué el dinero. Apenas terminé de apostar comencé a
desabrocharme el saco y la camisa. Solicite un par de botas que gustosamente me
cedieron. Eran una miseria, pero sin duda mucho más útiles que mis zapatos.
Entonces
vi que el turco llamaba al corredor de apuestas y que le decía algo. Bueno, por
lo visto también pretendía llevarse su parte. Sonriendo para mis adentros, me
acerque al ring. Me gusto que apostara. Ahora nadie podía decir que la pelea
era arreglada o que lo habíamos fingido todo.
Ya
en el ring, el turco se acercó. Teniéndolo de frente, su metro noventa - yo
mido uno con setenta y nueve - parecían dos metros y medio. Observe de cerca la
musculatura de los brazos y del torso. Casi no tenía grasa sin trabajar. Yo, en
cambio, tenía casi 100 kilos de lípidos acumulados a base de comida barata y
cerveza. Tuve ganas de orinar, pero ya era tarde para pedir tiempo. El árbitro,
un sujeto oscuro, bajito y rechoncho al que no le había prestado atención hasta
ahora, se acercó cojeando al centro del ring.
-
Caballeros, quieren pelear sin guantes o con guantes - nos preguntó.
-
Que decida el amigo - tercio el turco, burlón.
-
No tengo guantes, así que sin guantes - dije yo.
-
Tengan una buena pelea - dijo el enano rechoncho - suerte para los dos.
-
Ándate a la puta que te pario - le murmure mientras caminaba a mi esquina.
Bueno,
Lilly - pensé - ahora vamos a ver si soy un perdedor hasta las ultimas
consecuencias o si hoy es el día en el que empiezo a remontar un poco.
Y
entonces sonó la campana.
Y
entonces, querido lector, desde este punto el adelante, pueden haber pasado
tres cosas. La primera es la más improbable, pero también la más espectacular.
En este universo, ambos peleadores salen en el primer asalto dispuestos a darlo
todo. Se miden. Se miden y se siguen midiendo. La guardia de nuestro héroe es
feroz, pero el turco, que es más alto, tiene mayor distancia y una derecha que haría
temblar a un asesino en serie. Cada uno analiza a su oponente. Solo mirándose,
cada uno descubre las fortalezas del otro, sus debilidades y sus más secretas
intenciones. Con esto en mente, y como si fuesen dos guerreros bushi del
antiguo Japón, comprenden que deben apostarlo todo a un único golpe, a un único
movimiento, a un único puñetazo en el que ponen toda su fuerza y habilidad. ¿qué
pasa si la lanza más fuerte del mundo, la lanza que lo atraviesa todo, choca
con el escudo más fuerte, con el escudo imposible de atravesar? Es imposible
saberlo. Aquí, por suerte, lo que tenemos son dos lanzas invencibles arrojadas
una contra la otra. El resultado más espectacular sería un doble KO que nos
recuerda al final de Rocky IV.
La
segunda opción, querido o no tan querido lector, es la que parecería
desprenderse de la lógica misma del relato. Es decir, que el invencible turco
Nasif, terror de los mortales, le propina no una paliza, sino una señora cagada
a palos a su nuevo oponente. Imagínese. Fractura de nariz, sangre que chorrea por
todos lados, un verdadero asco; Cuatro o cinco dientes menos (recuerde que
boxean sin guantes) cortes varios en los pómulos, quizás hasta la teatral
perdida de un ojo. Porque al fin y al cabo es boxeo ilegal. O quizás un solo
puñetazo, largo y explosivo como un misil, que golpea casi sin defensa el
parietal derecho de nuestro protagonista sin nombre para mandarlo a dormir de
una vez por todas, que buena falta le hace. En este caso, la buena de Lilly ya
no tendría nada de qué preocuparse y podría seguir felizmente con su vida.
La
tercera opción tampoco esta exenta de lógica, quizás no tanto del relato sino
la de los combates. Este final sería el preferido de los idealistas o, más
bien, de los anti idealistas, aquellos que se enamoran de los villanos y se
identifican más con los antihéroes que con los héroes mismos. Esos a los que
les decimos "defensores de pobres" o sencillamente pobres a secas.
Los pobres diablos pueden tener entre ellos una empatía asombrosa. En fin, que
en esta tercera opción ocurre el milagro. Ali noquea a Forman, Arturo vuelve de
Avalon o lo que usted quiera, pero al turco le rompen su invicto pugilístico y
ante la sorpresa general cae noqueado en el primero, en el segundo o, siguiendo
con Rocky pero esta vez la primera, luego de una larga y épica pelea que los
lleva a ambos a sus límites psicofísicos. Toda una ordalía. Nuestro Héroe – o Antihéroe,
como usted prefiera - gana al final con una devastadora combinación de 2-3-2 que
acaba en un artero tirabuzón al intestino, o quizás con el estético uppercut
ascendente a la mandíbula, ese que hace volar sangre, sudor y hasta el
protector bucal del rival. Por cierto, en este relato no se dijo nada de esos
protectores bucales, por lo que hay que suponer que lo que volaría hasta hipotética
(aparentemente horrorizada cuando realidad estaría en la gloria) espectadora de
la primera fila serian uno o varios dientes. El cuento terminaría con el turco
mordiendo la lona y con el protagonista recaudando una enorme cantidad de
dinero. Y, si vamos a soñar hasta ese punto absurdo, entonces también puede
pasar que justo Lilly haya entrado al galpón en el momento del dichoso
uppercut, armada con un revolver y decidida a matar a su violento ex pero, al
presenciar el golpe epifanía, queda deslumbrada por lo trágico (o lo épico,
imposible saber cómo interpretaría Lilly tamaña trompada) de la escena y decide
soltar el arma y volver con el que, ahora lo sabe, es el amor de su vida. Todos
salvo el Irlandés estarían contentos con este final.
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