10 feb 2013

Las Miniades


“Estirpe de fuego, terror de los Tebanos. Estirpe de Fuego, terror de los tebanos. Estirpe Gloriosa, vastagos de los Argonautas, Hermosa y plateada Beocia. Gloriosa e inmortal estirpe de los Mineas, semillas del gran Mineas”. Arihedela repetía maquinalmente las estrofas del peán, canto a la patria y a los dioses. Todo su cuerpo temblaba en estallidos cortos, y el desahogo del canto apenas servia para controlar sus nervios a punto de estallar.
Despues de todo, habían ido muchas: Mas de la mitad de las mujeres de Orcomeno estaban presentes. “Es increíble”, pensaba Arihedela, es increíble como  el terror  a pecar contra los dioses es siempre mas grande, mas sagrado, que el fundamental terror hacia la muerte. Levantando la cabeza, podía distinguir, entre las pocas antorchas que alumbraban el patio del Templo, a algunas conciudadanas conocidas: Ahí estaba Iodéa, por ejemplo, y también le había parecido ver a la esposa del herrero. Y, ¡funesta casualidad!, pero si, ahí estaba también Atómena, la tesalia, mismísima esposa del Arconte Basileo. Estaban, sin duda, las mujeres mas serias y respetadas de la polis, y también todas aquellas que no podían o querían dejar de prestar los servicios a la divinidad.
Arihedela  miro las estrellas. Sin dudas, era una noche hermosa y digna, propicia a las epifanías del Dios. El verano estaba ya casi declaradamente instalado: La hiedra se petrificaba y la higuera tomaba color. Ya faltaría poco para que la Vid, planta sagrada y supremo don del Dios, se llenara de la sangre de la tierra. Habia una fuerza viva, una energía que llenaba de vida tanto las estrellas como la densa vegetación del Traquis y sus decenas de cerros y rios. Arihedela lo sentía. Lo sentía como una premonición, con todo su cuerpo, en todo el aire puro: La llegada estaba cerca. Y “Quizas” -  murmuro – “Quizas en unos días se puedan abrir ya las crateras, solamente espero que no… “. Pero no. No había que decirlo, no había que siquiera pensarlo. Habia en ella una tensión. Toda la felicidad y fuerza que sentía proveniente de la brisa del monte y de la hermosa noche estival luchaba con una electricidad que sentía en los pies y en el corazón. Los latidos de su corazón se sentían con una precisión tal que a Arihedela les pareció oírlos en el silencio de la noche, y casi fue suficiente para persuadirla de que todo había ocurrido tan rápidamente que no se había percatado: Estaba ahora en el Hades, y todas esas mujeres eran solamente sombras, espectros, por eso todas estaban calladas. Eran, como ella, desafortunadas Miniades despedazadas por el Dios.
¿Cómo había sucedido aquello? Intento encontrar los ojos de Iodéa o de Atómena, pero en ese instante ambas le daban casualmente la espalda. Entonces comenzó. Primero fueron panderetas, oscilando, cascabeleando. Todas las mujeres se tensaron y se miraron entre si, presas ya de un terror sagrado. Luego fueron Flautas y un Cuerno: Los sonidos venían desde la montaña, desde el este, desde el infierno en donde Persefone Despoina esperaba para emerger. Fue entonces un chillido, y luego otro, y luego un horroroso coro de chillidos y alaridos. Arihedela se arrincono contra una columna. Estaba mareada, de repente ahogada: Veia el Hades, pequeña cueva en comparación con el hondo Tartaro, como una grieta que se abria en el suelo del monte, y de donde Salia Persefone, acompañada de su Señor, para encontrarse con la Furiosa Demeter, trayendo los granos, la vida, las cosechas y la primavera misma. Vio a lo lejos truenos, tigres, panteras y leopardos, y una naturaleza atemorizante y salvaje, que parpadeaba, que rebosaba de una vida furiosa. Vio toros copulando, vio rios de sangre, vio remolinos descendiendo de la montañas como estampidas, vio grupos de sátiros tocando flautas y tamborines, vio al Dios Pan persiguiendo ninfas en Cerdeña, y vio un carro tirado por panteras y leopardos.  Se escucho a si misma mientras gritaba a todo pulmon, y entonces volvió de golpe a su ser, y un aluvión de palabras y de recuerdos la sacudieron de la cabeza a los pies: “Tatara Abuela en Murcielago, Arsipe en Buho, Alciote en lechuza”.
Se encontró entonces corriendo junto con las demás mujeres, corriendo a grito pelado, sin aliento, riendo a mas no poder o llorando desconsoladamente. La histeria y la vida se habían desatado, y la naturaleza misma había tropezado. Era demasiado tarde:  Los tambores y las flautas las perseguían. El dios estaba detrás de ellas, y ahora solo quedaba correr, correr enre la oscuridad, en esa hermosa noche de verano, al ritmo del ditirambo, de flautas y panderos. Arihedela ya no veía a nadie ni a nada, sino que todo era un torbellino de sombras y luces, de arboles, subidas y bajadas, cerros, arrollos, y un monte interminable. Todo era el miedo a la daga y a la espada, el terror a los gritos de espanto que estaban detrás de ella, delante de ella, por todos lados.
Penso entonces que por que, que por que ella, que por que había ido esa noche al templo, precisamente ella, descendiente de Leucipe, por gracia de Hermes Trimegistro vuelta Murcielago. ¿No le correspondía, antiguamente, solo a las mujeres de la familia el sufrir aquel honor, el honor de realizar anualmente el servicio sagrado hacia el Dios? ¿No era antes, según le había contado su madre y su abuela, el odio y el desprecio de la comunidad entera, una vez al año, contra ella y sus hermanas, el odio eterno por el pecado de no reconocer a un dios? Tuvo que parar de pensar por unos instantes, pues no se podía pensar y salvar la vida al mismo tiempo, y estuvo a punto de torcerse el tobillo y asegurar su muerte. El grupo inicial comenzaba a dispersarse y, pese que todas corrian hacia el mismo destino, cada cual pretendía llegar por su propio camino, dejando que sea el dios el que elija a quien perseguir.
Habia, sin duda, solo una esperanza:  Llegar al templo de Bromios Orto. Pero para eso era necesario muchísima suerte, hacia falta ser una verdadera Bacchoi. De la nada, desde una sombra, vio que una sombra le cortaba el paso tan rápidamente que la colision entre los dos cuerpos era inevitable. No tuvo tiempo de esquivar la sombra que la interceptaba, y pensó que todo había acabado. Arihedela atajo con los brazos al cuerpo que chocaba con ella con una fuerza descomunal, y ambos rodaron entonces por el suelo.
-          ¡Arihedela!
-          ¡Euterpe, por los Dioses!. Ambas se levantaron e inciaron una carrera colina arriba.
-          ¡Corre, necia, están justo detrás de nosotros!
Arihedela nunca había oído la voz de Euterpe (nombre que sin duda hacia honor a la belleza y encanto de su portadora) tan desenfocada por el miedo. Mientras corrian, casi sin aliento, Arihedela miraba fascinada los rasgos de esa mujer, que normalmente era un encanto de atavíos y delicadeza, convertida en poco menos que una fiera. Noto su cabello, normalmente peinado y arreglado, mar rojizo de atardecer, transformado en una llama, erizado por el terror sagrado, en consonancia con el viento del monte. Miraba esos delgados muslos y brazos, acostumbrados a las túnicas y al lino, convertidos ahora en un desastre de sangre y barro. Vio sus ojos, que expresaban la calma y la inteligencia, convertidos en dos pupilas dilatadas y alucinadas, como dos fuegos desenfocados de si, que querían escapar de ese cuerpo y de esa noche, y entonces tuvo otra visión: Abuela Leucipe corriendo por el monte con el brazo de su hijo entre los dientes. Tia Arsipe devorando intestinos, desgarrando un hígado con las manos limpias. Tia Alciote bañada en la sangre de su sangre, gritando ¡Evohe!, y los techos de las casas saltando,  y toda la vida creciendo de golpe y por si misma, y entonces Arihedela sintió curiosidad por ver como lucia ella en ese mismo momento.
No podían evitar correr cada vez mas rápido, gritar cada vez mas fuerte, sentirse tentadas de danzar aun arriesgando la vida. Habia que llegar al tempo, cueste lo que cueste. 
El sonido ululante y loco de las flautas parecía perseguirlas desde la izquierda, desde la derecha, desde algún vago sitio detrás de ellas. Los tambores sonaban cada vez mas cerca, y ya no se oian gritos, sino unos espeluznantes graznidos, aterradoramente inhumanos.  Arihedela ya no era Arihedela, sino que era un todo encendido, algo amorfo y como desencajado de si mismo. En algún momento de la cuesta, había perdido la nocion del tiempo y del espacio, solo preocupada por las flautas y los tambores, preocupada de que por fin las flautas y los tambores la alcanzaran, pusieran por fin un alto a su desbocada marcha.
Cuando volvió a recordar quien era, recordó entonces el templo, recordó las columnas y las antorchas, entrevisiones del país de los Cirios. Sintió entonces una sensación de humedad, de extraña frescura, y se sintió sacudida por el impacto de un olor extraño. Como  si hubiese despertado de un sueño, se dio cuenta de que era de madrugada. En efecto, Iris había ya abierto las puertas, y el Sol se asomaba llano en el horizonte, tirado por el carro de Febo Apolo. Soplaba una fresca brisa y el silencio era total, salvo por los cantos de pajaros y cigarras. ¿Dónde estaba? ¿Qué hacia ahí? ¿Qué había hecho? Intento dar un paso, quizás para salir de la inentendible inercia en que se hallaba, y solo entonces se dio cuenta de un cansancio letal, de una fatiga insoportable que le pesaba en todo el cuerpo, de una rigidez de noches y noches en las piernas y en la espalda. Estaba en la cima de una colina, y cuando casualmente miro al este, diviso el el templo de Bromios.
- Completamente vacio – Murmuro Arihedela, y entonces recordó, como en una ráfaga, a las lechuzas y cornejas, ramas partiéndosele en la cara y bajo los pies, flautas… Euterpe…  ¿Euterpe? ¿En donde se hallaba, cuando se habían separado? No podía recordarlo. De cualquier manera, ¿Qué era ese olor acre que lo apestaba todo? ¿De donde provenía?

Entonces fue verse como desde afuera, saberse temblando, temblando incontrolablemente, toda ella temblando, la sensación de un terremoto, de un tornado, de un cataclismo, ráfagas de la o las noches pasadas (no había forma de saber absolutamente nada, solamente que era de mañana y que Apolo Licio remontaba el sol), saberse llena de espinas y de cortes (pero como, como, como no se había visto antes, y ahora su cuerpo despertaba, lenta y dolorosa e inexplicablemente despertaba), los brazos y las piernas y los senos llenos de rasguños y pequeños cortes, “las ramas, deben de haber sido las ramas”. Sus sentidos se iban abriendo poco a poco, saliendo como de un profundo letargo, como de una embriaguez de dias. Fue entonces la nausea, el pelo y la nausea. Efectivamente, se llevo las manos a la cabeza, y noto que su pelo estaba sucio y duro, revuelto. Arihedela (entonces si, era ella, ese era su nombre y entonces era ella la que estaba ahí con el pelo sucio y húmedo) se paso las manos con fuerza por el pelo. Algo coagulado, viscoso, como… ¿grasa? Podia ser… se llevo entonces las manos a la nariz, y la horrible pero ya esperada verdad: La sangre en las manos, casi seca, la sangre en todo el cuerpo – “Bañada en sangre”- volvió a murmurar, siendo que si, que también el pelo, como si se hubiese sumergido en uno de los rios del hades, un rio de sangre en las moradas de Persefone, justo esa noche en que las puertas estaban abiertas. ¿Habria descendido al hades? En una reacción lenta y tardia, Arihedela miro sus magulladuras, y comprendió que no, que esa sangre no podía ser suya. Eso era el olor entonces. ¿Pero el gusto? ¿Era eso también ese gusto a humo, a piedra, a piel de lobo o de carnero?
Comenzo entonces a descender, no en dirección al tempo (¿Qué sentido tenia ya ir a un templo de Bromios, en pleno dia, siendo que de alguna manera la procesión había terminado, que de alguna manera ella estaba viva, bañada en sangre, pero viva?) sino en la dirección opuesta, hacia la ladera oeste, rumbo al pueblo. Poco a poco, de una manera timida y con un miedo que no sabia explicarse, esa mujer de ojos oscuros (ojos que ahora tenían un brillo extraño, un desquicio de animal moribundo o acorralado) y tez increíblemente palida, de manos crispadas y uñas rotas o negras, todo eso volvia poco a poco a ser Arihedela. Cuasisonambula, salteando peñascos y cuidando de no tropezar en las laderas de césped, Arihedela descendia, distrayéndose con la especulación: ¿Cuántas habran muerto, quien se habrá salvado, que se dira de mi ausencia?. El sol brillaba en lo alto, y ya comenzaba a sentir ganas de un arroyo y de la compañía de Témarion o de Áctina.
Llegando a un claro, lo primero fue un carnero. Despedazado, yacía en partes. Arihedela vio la cabeza del animal a unos pocos metros. Como una estampida, como una pesadilla, decenas de miembros irreconocibles se esparcían entre las matas y los arboles: Cabezas, manos, partes amorfas, cuernos, pezuñas, costillares rotos o partidos. Lo mas horrible era la piel y la sangre: como un inmenso tapiz de laminas desgarradas sobre un césped rojos y unas rocas acres. La piel de un conejo colgaba atada de la rama de un abeto. Sangre, bañada en sangre y grasa: el pensamiento se le impuso a Arihedela con la potencia de un rayo. Dio unos pasos como atontada, como perdida sobre el césped irrealmente rojo – “el hades” – y entonces vio, refulgente y broncínea, una flauta. Entonces uno de esos muñones, uno de esos costillares, debería ser del sacerdote o de sus iniciados. Intento reconocer algún rostro, alguna prenda no demasiado destrozada,  y entonces, efectivamente, en un árbol casi tapado por un arbusto de vallas amarillentas, hallo la túnica (antes blanca, ahora todo barro y sangre) del sumo sacerdote, clavada al tronco del árbol por un su propia daga ritual. Entre el tronco y la túnica, ensartado en el agudo puñal, se hallaba, putrefacto, un corazón que,  penso Arihedela, si era humano, debería ser del Sacerdote. No era la primera vez que un sacerdote desaparecia luego de la fiesta, y entonces Arihedela supo que todos esos cuentos de la asunción al Olimpo eran falsos, y que tal vez solo fuesen ciertos los descensos al hades. Y mientras pensaba esto fue que lo diviso, como un extraño y maligno fruto, feto infecto de la perversa naturaleza: Un bulto blanco, como un gran pañal sangriento, colgando de la rama de un árbol bajo. Lo reconocia: Era su pañuelo. No recordaba haberlo llevado la noche de la procesión , y sin embargo ahí estaba, colgando del árbol, conteniendo algo que en un principio Arihedela quizo evitar, y en vano intento seguir caminando, en vano fijarse en otros muslos desgarrados, en una visera, en vano evitar la pregunta de por que tenia sus uñas tan rotas y negras. El siniestro pañal la atrapaba inevitablemente, y detrás de el y a su vez, dentro de el, y dentro de la propia Arihedela, una nausea y como una premonición de torrente que se solidificaba con cada paso que daba hacia el pañuelo. Se encontró temblando nuevamente, helada, extendiendo las manos, los dedos engarrotados y nudosos que se negaban, temblando convulsivamente,  a desatar un nudo que reconocía perfectamente.
De repente lo vio:  rayos y truenos, y la tierra abriéndose, lluvia o sangre, ella y Euterpe-toda-fuego y toda-fiera corriendo ambas por la pendiente, no siendo ambas, corriendo cosas, animales corriendo como personas corriendo como lo innombrable, hasta que las flautas por la izquierda, ojos brillantes y el brillo de los puñales de bronce. Las dos bestias, la roja y la negra, rien, gritan y aúllan. Recuerda luego luchas, juegos, bailes y gritos, Sátiros, miembros desgarrados, uñas como las suyas desgarrando partes, manos como las suyas descuartizando huesos, dientes como los suyos desgarrando la carne cruda, ojos (ya como como los suyos) viéndolo todo. Y luego es una sensación de días y días corriendo en círculos, de Euterpe completamente roja y fuego, aullando sobre un peñasco: El sentimiento de lo sagrado. Supo entonces que lo sagrado estaba en la llamarada-cabellera de Euterpe, tan hermosa y terrible aullando sobre el peñasco. La irresistible tentación de perderse en ese fuego y en ese algo que era otro cuerpo también bañado en vísceras, en algo que era un todo piernas, un todo brazos, un todo dientes, en algo que era la cabeza de Euterpe en las manos de Arihedela, al pie de un pequeño abeto, en una hermosa y fresca mañana de primavera.
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