Siempre fui de escribir mal, hay que confesarlo. Si, mejor confesarlo ahora, antes de que sea demasiado tarde. De escribir mucho y muy mal, como un atolondrado. Un mal aprendido, para ser precisos: se escribe desde muy joven y siempre por impulso, como presionado desde los cuatro costados por manos o por muros, siempre invisibles, como un gato buscando la sombra o una mariposa buscando la llama. Esto mismo que escribo no es otra cosa. Un insomnio y el fastidio de tanto calor y de tantos años, un poco de cada cual.
Nunca puedo releer nada sin sentir que una garra se cierra en algun punto indefinido de mi ser, un punto entre la garganta y el vientre, dependiendo de que es lo que este releyendo y de cual sea mi estado estomacal. Odio absolutamente casi todas mis producciones literarias, salvo contadas excepciones, y esas excepciones son las que, al leerlas, parecen escritas por otro.
Nunca puedo releer nada que haya escrito sin sentir una desesperante necesidad de apartar la vista, de dar vuelta la pagina. Arcada metafísica. Leo mis propios textos como quien va saltando escalones sucios o esquivando charcos: casi con asco. Me recuerdo a quien sostiene una conversación incomoda o a quien se encuentra con un completo extraño que, no obstante, dice conocernos.
Esa ultima definición fue muy buena: un extraño que dice conocernos, que seguramente nos conoce; Mejor dicho: que nos conoció hace un tiempo, mas o menos lejano, lo suficientemente lejano como para que podamos evadirnos pero lo suficientemente cercano como para ponernos en jaque. Un extraño que viene a ponernos en jaque, eso es un texto. Habria que escribir con agua en vez de con tinta, para evitarse las verguenzas. Que sabio eras, Socrates.
Pero, ¿quien es ese extraño del pasado sino uno mismo? Obsesiones cristalizadas... mal cristalizadas, o al menos cristalizadas con una pesima puntuacion y con un estilo mediocre que siempre se parece demasiado o a Cortazar o a Turgeniev o a Bukowski o a Chandler o, lo que es mucho peor, a mi mismo; Porque en ultima instancia es eso: El terror del reconocimiento; O del desconocimiento, quien sabe...
Supongo que lo imperfecto de mis garabateos se deben tanto a lo eclectico de mi formacion como a la procacidad de mi vocacion literaria. Uno escribe de muy joven, como puede o como le sale, y va leyendo lo que le viene en gana, y salen todo tipo de gaznaches y de pipiripeos que, depende, estan o para el premio principe de las Asturias o para el suicidio con monoxido de carbono.
Mas que nada lo de la precocidad, lo del reconocimiento. Creo que uno llega a escribir tan mal cuando tiene mucho para decir y tan pocos recursos para hacerlo. Y entonces los gritos salen siempre como retorcidos, las anecdotas como manoseadas, y los cuentos son como una escultura hecha por un diestro pero con la mano izquierda.
En todos mis cuentos hay muchisimas mentiras, muchisimas desviaciones, "trucos literarios", "recursos"... Pero tambien hay muchas verdades, verdades mas o menos torpemente veladas, y muchas intenciones. Y la lectura de cualquiera de ellos me arroja a los ojos toda esa relojeria ridiculamente construida, y veo todas las piezas encajadas con pasion pero como a la fuerza, con mayor o menor suerte, y es siempre para reirse o para llorar.
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