R. noto, apenas entrar, que era un
lugar horrible. ¿una tienda de comida? ¿de comida rapida? ¡Y un carajo! Parecia
una factoria, un reformatorio, una carcel. Un-dos, Un-dos, Un-dos. Los
empleados realizaban las tareas mecanicamente, con una rigidez de piston.
Realizaban sus labores de manera compulsiva, como ratas corriendo por
laberintos de laboratorio.
Apenas puso un pie en la sucursal, R. supo que no le gustaria trabajar
alli. Era el primer empleo que tenia. Si todos los trabajos eran asi, R.
concluyo que no le gustaria trabajar en absoluto. Antes que eso preferia la
miseria. Antes que eso, preferia morirse.
Le dieron su unforme. Consistia en un pantalon de vestir negro, una
camisa blanca (el cuello y los puños estaban mas amarillos que blancos), un
chaleco color caqui y un ridiculo corbatin.
¿como un ser humano, es decir, un ser con cuerpo y alma, podia vestirse
asi todos los dias sin sentir un redomado asco por si mismo? Respuesta facil:
no podia. R vio que ahi adentro todos sentian asco por todo, aunque lo
ocultaban de forma asombrosa. Por su parte, viendose en el espejo se sentia un
retrasado con todas las letras.
¿eso era el trabajo? ¿esa era la via al progreso? ¿asi lucia la vida de
un triunfador, de un ciudadano modelo? Se sentia como si lo hubiesen estafado.
Sentia que lo habian tomado por un idiota. Tenia ganas de abofetear a alguien,
a cualquiera, incluso a si mismo…. pero habia firmado un contrato. Un contrato
con un monton de palabras lindas, de palabras importantes, de palabras absurdas;
Habia firmado, y lo habían jodido: ahi estaba, sintiendose el imbecil mas
grande nacido sobre la faz de la tierra, usando ese ridiculo uniforme de cadete
militar.
El trabajo era de una facilidad pasmosa. Era tan sencillo que, hablando
en serio, habia que padecer de una imbecilidad innata para realizarlo sin
volverse un idiota consumado. Basicamente, consistia en barrer, en trapear, y
en vaciar las bandejas de desperdicios en los tachos. Eso era lo que le tocaba
a un novato como él. De todas maneras, los experimentados no hacían mucho más: atendían
las cajas y servían los pedidos en las bandejas que luego vaciaban los otros.
Todo se hacia inmediatamente. No hacia falta hablar, no hacia falta pensar, era
casi puro ejercicio fisico.
En el aire flotaba una mezcla de grasa, insecticida y desodorante de
ambiente con aroma a lavanda.
R trabajaba, pero no podia dejar de pensar que en todo aquello habia una
trampa.
Cuando llego la hora de cerrar, a R. le encargaron cerrar la cortina metalica, y luego sacar las interminables bolsas de residuo llenas de inmundicia. Bajo entonces la cortina y comenzó a sacar las bolsas, y entonces fue que los vio.
Cuando llego la hora de cerrar, a R. le encargaron cerrar la cortina metalica, y luego sacar las interminables bolsas de residuo llenas de inmundicia. Bajo entonces la cortina y comenzó a sacar las bolsas, y entonces fue que los vio.
Esperaban afuera, agolpados contra la cortina de acero, apelotonados
contra el vidrio. Algunos fingian indiferencia. Otros lo miraban fijamente,
como si estuviesen a punto de saltarle encima. Otros, al parecer mas
experimentados, se mantenian a prudente distancia pero listos a pasar a la
accion. La mayoria eran chicos. Nenes y nenas, de cuatro, cinco y seis años. De
nueve y de diez. Iban de la mano o sueltos, o una nena de tres años casi a upa
de una de las mas grandes, de trece o quince. Todos estaban absolutamente
andrajosos. Tenian la piel oscura y mugrienta, quemada por el sol y el asfalto.
La mayoria de ellos se mantenia en silencio, pero algunos aun jugaban. Siempre
eran los mas chicos. Por otro lado, no solo habia niños. Tambien habia perros,
perros flacos y tan mal alimentados como los chicos. Habia tambien moscas y
moscones. Tambien habia comadrejas y todo un pequeño ejercito de lagartijas
verdosas y de lagartijas pardas. Tambien habia un pequeño pulpo morado, que
cariñosamente reptaba por el suelo como una anemona. Y tambien Caracoles,
cienpies, polillas, palomas y, detras, muy en el fondo, en las sombras de la
parte en penumbras de la avenida, toda una multitud de ratas que roian y olfateaban
el aire.
Cuando R volvia a buscar las bolsas, el encargado lo detuvo.
- A esos no los dejas entrar, ¿me
ois? Ni entrar ni rasgar las bolsas. Si las quieren abrir, me avisas y los
sacamos a patadas- le dijo. R noto que, silenciosa pero ordenadamente, se habia
formado una cuadrilla. Seis o siete empleados que hasta hacia quince minutos
freian papas o barrian el piso se estaban poniendo ahora cascos antimotin,
hombreras, y pesados chalecos acolchados. Dos o tres habian agarrado los
lampazos y las escobas y las sostenian en el hombro como si fuesen fusiles. A
los tres o cuatro que restaban el encargado les habia dado sendas cachiporras.
- Acordate, nunca dejes las bolsas solas afuera, si no estas lacras las
abren y hacen una mugre barbara. Si te llegan a abrir una bolsa, despues tenes
que barrer vos la vereda, ¿entendes? - le advirtio el encargado, y agrego: - Si
vas a buscar bolsas, siempre dejas un compañero de guardia, ¿esta bien?
R. asintio y fue a buscar más bolsas. Era una estupidez. ¿Que le
importaba a él si abrían o no las bolsas? De todas maneras no podia entender
como se podía llegar a comer algo de toda la mierda que habia en las bolsas.
¡Si solamente olerlas le revolvia las tripas! Una cosa eran las cucarachas o
las ratas, que comian lo que sea. Pero los nenes y las nenas eran seres
humanos, o eso se suponia. Al menos eso le habian enseñado hasta
entonces.
Cuando R. saco la ultima bolsa, se inicio una batalla. Las ratas y las
polillas, incitadas por las nenas mas chicas (que al parecer tenian el don de
comunicarse con ellas) se lanzaron sobre las bolsas mas grasientas. Dos o tres
empleados, armados de cachiporras, se lanzaron contra ellas para defender los
bultos negros. Inmediatamente, otro grupo de ratas, esta vez acompañadas por
los perros y demas mamiferos cuadrupedos, se lanzaron por el flanco derecho,
contra otras bolsas. Lograron robar dos antes de ser repelidos. Al menos dos
ratas y una zariguella perdieron su vida bajo los cachiporrazos de los
empleados. Los perros, si bien eran resistentes a las cachiporras, tenian su
punto debil en las patadas y pisotones. Las moscas efectuaban tareas de
inteligencia y distracción, y si bien caian a mansalva, eran inmediatamente
reemplazadas. Las pequeñas y silenciosas lagartijas se dedicaban a robar
los diminutos pedazos de grasa, carne y papel que se desperdigaban cuando
estallaba una bolsa, pero constantemente eran aplastadas, consciente o inconscientemente,
por los empleados o los demas animales.
Las nenas y los nenes mas chicos atacaron en una tercera oleada, con el
restante de las ratas y las moscas. Su principal medio de ataque era el ataque psicológico.
Sabian que no tenian posibilidades en un combate cuerpo a cuerpo, por lo cual
apelaban a generar compasión y confusion en sus enemigos. Pedían por favor, muy
por favor, por favor de los por favores. Enseñaban, cual si fuesen muñecas, a
sus hermanas mas pequeñas. Mostraban sus manos sucias y sus pies descalzos. Las
mas locuaces contaban historias terribles sobre las condiciones de vida del
conurbano. Si esto no funcionaba, recurrian a tecnicas de distraccion o
disrupcion psiquica mas agresivas: Gritaban todos al unisono, o lloraban o se
reian en grupo, orinaban contra los vidrios o directamente en los empleados,
tras lo cual eran repelidos a patadas. Los nenes le mostraban el pito a las
empleadas y las nenas el culo a los empleados, mientras que otros, los mas
rapidos, aprovechaban cualquier momento de distracción o estupefacción para
lanzarse a robar una bolsa.
Por su parte el pequeño pulpito morado, escoltado por los caracoles, se
habia pegado al vidrio y se dedicaba a chupar la grasa y la nicotina acumulados
durante el dia.
Al mismo tiempo que ocurria todo esto, el grupo de los nenes mas grandes,
generalmente los de doce a quince, se lanzaron cuerpo a tierra y penetraron por
debajo de la cortina de acero. Tenian la mirada torva y un valor a prueba de
todo. Su objetivo era el mostrador: en el mejor de los casos, la caja. En el
peor, comida fresca. Corrieron en linea recta, dando alaridos atroces; Pero no
llegarian al mostrador, porque en el medio del salon, formando un vallado
humano, estaba la infanteria pesada de la empresa. Los empleados de mayor
antiguedad, los bacheros y los cocineros, dirigidos por el encargado en
persona, defendian el mostrador de los asaltantes. El choque fue feroz,
apoteosico. Por desgracia para los atacantes, sus enemigos estaban mejor
armados y mejor alimentados. Mientras que los nenes no habian comido nada desde
la mañana, los empleados y el encargado habian comido sendas porciones de papas
fritas, helado y hamburguesa. Al cabo de cinco minutos, los atacantes habian
recibido una paliza proverbial, y salieron corriendo del local tan rapido como
entraron.
No obstante, en el descuido de uno
de los empleados, un nene, quizas el mas flaco y andrajoso, habia logrado
penetrar las defensas y manotear, de un salto, tres o cuatro cajas de
hamuburgesas y dos raciones de papas. El encargado tomo nota de la falla del
empleado. Se le descontaria del salario.
Furioso por aquella deshonrosa perdida de los
activos de la empresa, el empleado toco la corneta de "a la carga", y
levantando la cortina, toda la nomina tomo el frente de la vereda. Las ratas y
animalejos que habian quedado fueron brutalmente masacrados. El pulpito logro
escapar a tiempo, metiendose en una alcantarilla justo en el momento que caian
sobre el las cachiporras. Varios caracoles no tuvieron la misma suerte. El
encargado noqueo, a puño limpio, al menos a tres de esos mendigos en miniatura.
Uno de los cocineros le habia asestado a una nena de no mas de ocho años un
tremendo cachiporrazo en el hombro. Fue un golpe brutal, dado con todo el peso
del cuerpo. Tal fue el golpe que la nena no pudo evitar lanzar un alarido que
sono mas al aullido de un perro que a una voz humana. Al escuchar el aullido,
el encargado sonrio satisfecho. Le gustaba ese cocinero, tenia madera de
encargado. La nena escapo a la carrera, casi a los saltos. Tenia una mano
aferrada al hombro, una mano que mas bien era una garra. R estaba seguro que el
hombro había quedado dislocado.
Desde un rincon, R. miraba la
escena con una mezla de asombro y otra de incredulidad. ¿eso era la realidad, o
era una mala toma de alguna pelicula surrealista? ¿era algo extraordinario,
alguna ridicula festividad empresarial? ¿eran esos niños realmente niños?
Embargado como estaba por una sensacion de estar soñando, R. tuvo la tentacion
de creer que todos esos chicos eran en realidad habilidisimos actores enanos,
especialmente contratados para montar toda aquella faena. Sí, sí, pero, ¿con
que objeto? De cualquier manera, todo habia terminado. Los empleados juntaban
en una pila las bolsas sobrevivientes, mientras que otros barrian entre
maldiciones los desperdicios de la vereda. En la esquina siguiente se veian las
luces del camion de la Basura.
Sin saber bien porque, R. comenzo a reirse. Fue riendose todo el camino
hasta el baño, donde se lavo las manos y la cara en la bacha. De repente comprendió
por que se reia. Esa escena se repetia todos las noches, en todos los locales
de Buenos Aires.
Las ratas no perdian siempre; Algunas veces ganaban. Y entonces uno
podia escuchar las sirenas, podia oler el humo de los incendios. Habia
noches, noches de suerte, en que los incendios iluminaban Buenos Aires como un
Arbol de Navidad.
Durante las semanas que R. trabajo ahi, esa escena se repitio absolutamente todas las noches. Siempre, a la hora de cerrar, habia que defender las bolsas hasta que llegase el camion de la basura. Ese era el fin tacito de las hostilidades, acordado por ambas partes.
Durante las semanas que R. trabajo ahi, esa escena se repitio absolutamente todas las noches. Siempre, a la hora de cerrar, habia que defender las bolsas hasta que llegase el camion de la basura. Ese era el fin tacito de las hostilidades, acordado por ambas partes.
R. descubrio que el encargado
llevaba, en una pizarra del comedor, la cuenta de los empleados que daban mas
golpes y mas hazañas cometian. Tambien tenia una pizarra donde anotaba las
faltas de los empleados. Ahí estaban los Aquiles y los Hector, los Paris y los
Nestor. R. también se dio cuenta que el encargado premiaba y castigaba a los
empleados según el desempeño que tenían en estas batallas. No importase cuanto
o cuan duro trabajase uno, cuan profesional o habilidoso fuese en las tareas, o
lo responsable que fuese con las faltas o las llegadas tarde. Para el
Encargado, el valor intrínseco, el alma de un empleado, su potencialidad y el
trato que se merecia estaban determinados por su desempeño en estas batallas.
Dado su poco interés en erigirse héroe
en las carnicerías diarias, R. fue quedando cada vez más en el fondo de la
escala social. Los compañeros con los que entro comprendieron la mentalidad del
encargado tan rápido como R, por lo cual se esforzaron en destacar en los
enfrentamientos. Muchos de ellos, que eran menos habilidosos y hasta mas estúpidos
y vagos que R fueron subiendo posiciones mientras que R. se quedaba fregando
pisos y limpiando bandejas.
No es que le importase gran cosa.
El sueldo era exactamente el mismo. Desde el punto de vista de R., lo mejor era
hacer siempre la menor cantidad de trabajo posible. Y como el hecho mismo de
las batallas no estaba descripto de ningún modo en las responsabilidades que había
firmado en el contrato, R se mantenía constantemente al margen, como mero
espectador.
Al cabo de un tiempo, R se canso de
toda aquella parafernalia y dejo de ir a trabajar. Lo hizo casi sin pensarlo,
de un dia para el otro. No recibió ningún llamado exigiéndole que se volviera
pero, al cabo de una semana, llego el telegrama de despido. Era tan impersonal
como definitivo. No daba lugar a replica. R. había incumplido el contrato y la
empresa lo había despedido. No tenia derecho a indemnización ni ninguna otra
cosa. Cobraria los días que había trabajado, y eso era todo. Nada mas ni nada
menos.
R. fue directamente a cobrar al
edificio administrativo. No volvió a pasar por la sucursal en la que trabajo.
No se despidió de los demás empleados. No volvió a ver al encargado.
Un tiempo después, R. volvió a
pasar por el frente de la sucursal. Habian pasado algunos meses. Los empleados habían
cambiado casi todos pero, no obstante, reconoció dos o tres caras. Para su
sorpresa, el Encargado no estaba entre ellas. ¿acaso lo habrían cambiado de
sucursal, o seria que lo habían despedido? R. pensó que tal vez, solo tal vez,
alguno de los furiosos y harapientos niños se hubiese cobrado venganza en algún
enfrentamiento. Sin saber bien porque, R. sonrio ante esta idea. ¿Cómo serían
ahora las cosas sin el Encargado?
Como eran pasadas las diez de la
noche, R. calculo que no faltaba mucho tiempo para que cayera la cortina y,
acto seguido, comenzase la batalla. ¿el
nuevo encargado seria más o menos bestial que el anterior? R. tenía curiosidad
por ver cómo, en que formación ordenaba a los empleados. El nuevo encargado era
un chico rubio y bajito, de anteojos. R. pensó, algo desilusionado, que no
inspiraba ni un tercio del respeto que el encargado anterior. El encargado
anterior era un hombre de acción, un hombre de mando. Podria haber sido
tranquilamente capataz de esclavos en la construcción de las pirámides o de la
muralla China. Podria haber sido capitán de Galera o traficante de esclavos.
Comparado con él, el nuevo encargado parecía un oficinista cadete recién salido
de alguna dudosa escuela de negocios. En efecto, se acercaba la hora del cierre
y en vez de estar arengando a los empleados y repartiendo armamento, el nuevo
encargado alternaba entre limarse las uñas con deferencia y hacer algunas cuentas
con una calculadora de bolsillo que sacaba y ponía de su uniforme. Al final,
dio la consabida orden de bajar la persiana.
Como si fuesen bichos bolitas
esperando la caída de la noche, desde los cuatro costados de la esquina
comenzaron a llegar los desperdicios, los atacantes, los mendigos de ocho a
quince años, con sus consabidos perros y piojos. Una luz de felicidad de
encendio en R. cuando contemplo, entre el enjambre, al timido pero hábil pulpito
morado, rodeado de su fiel tropa de caracoles.
Pero cuando la cortina de acero
bajo solo hasta la mitad, R. supo que algo no andaba bien. Su sospecha se
confirmo cuando noto, algo inquieto, que todavía no habían sacado ninguna
bolsa. R. miro al encargado: no parecía nervioso. El resto de los empleados
tampoco estaba en el animo correcto. ¿Qué ocurria?
Fue entonces que una de las
empleadas, una chica que no debía tener mas de dieciocho años y que no debía medir
mas de un metro con cincuenta centímetros, abrió la puerta del local con una
sonrisa angelical y entonces, uno a uno y en fila, los chicos y los perros
fueron ingresando. Luego ingresaron las zariguellas y las comadrejas, y luego
las moscas. A las ratas y a los piojos no se les permitio la entrada. Los
empleados charlaban entre ellos y hacían bromas. La chica de casi dieciocho
años, una rubia de rulos casi hasta la cintura, se dejaba abordar por el nuevo
encargado. Uno o dos empleados salieron a la la esquina a fumar un cigarrillo.
El resto descansaba o se apoyaba con descaro en el mostrador. Cuando absolutamente
todos los mendigos habían entrado, el encargado dio una orden inaudible, y
entonces todos, todos menos el encargado y los empleados, se pusieron a
trabajar.
Incredulo, R. veía a los sucios y
polvorientos nenes fregar el piso, grasoso de todo el dia, con los pesados
lampazos. Los perros y las comadrejas lamian la grasa de debajo de las mesas y
de los complicados angulos que las sillas hacían con el suelo, angulos
normalmente inalcanzables para los lampazos. Las moscas hacían lo propio con
los vidrios y los paneles del techo. Los que estaban sobre la freidora eran los
mas castigados, y sobre estos las moscas se apelotonaban como avispas en un
panal.
Mientras que los nenes trapeaban y barrean,
las nenas vaciaban las bandejas y ordenaban las sillas, levantándolas y colocándolas
sobre las mesas ya limpias. R. noto que dos o tres nenas (las mas grandes, de
catorce a quince años) eran conducidas por los cocineros al frigorífico trasero.
R. no tenia idea de que tarea iban a realizar, pero lo cierto es que volvieron
a salir bastante mas tarde, cuando ya el resto se estaba retirando.
Una vez que el atajo de miserables había
dejado el local reluciente como una bola de cristal, dos empleados los llamaron
a formar una fila frente a la caja número uno y ahí, se le entrego a cada niño
una hamburguesa al azar, y medio vaso de gaseosa o de hielo, depende lo que
tocara en suerte. Los perros y las moscas tenían que contentarse con lo que habían
lamido de los muebles o comido del piso, por lo cual no podían emitir quejas.
Una vez que recibieron su pago, fueron echados casi a empujones del local. Las nenas de catorce o quince salieron las últimas.
Una vez que recibieron su pago, fueron echados casi a empujones del local. Las nenas de catorce o quince salieron las últimas.
Como nadie parecía reparar en su
presencia, El pequeño pulpito morado comenzó a trepar el vidrio de la sucursal,
decidido a chupar su grasa diaria. Dio una orden invisible y los caracoles
avanzaron con él.
2 comentarios:
Muy bueno, he visto cosas parecidas en el microcentro...
¿Salió inspirado por ese video viral de los niños limpiando en una sucursal de McDollar?
Sip
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