10 feb 2018

Sobras


R. noto, apenas entrar, que era un lugar horrible. ¿una tienda de comida? ¿de comida rapida? ¡Y un carajo! Parecia una factoria, un reformatorio, una carcel. Un-dos, Un-dos, Un-dos. Los empleados realizaban las tareas mecanicamente, con una rigidez de piston. Realizaban sus labores de manera compulsiva, como ratas corriendo por laberintos de laboratorio.
Apenas puso un pie en la sucursal, R. supo que no le gustaria trabajar alli. Era el primer empleo que tenia. Si todos los trabajos eran asi, R. concluyo que no le gustaria trabajar en absoluto. Antes que eso preferia la miseria. Antes que eso, preferia morirse. 
Le dieron su unforme. Consistia en un pantalon de vestir negro, una camisa blanca (el cuello y los puños estaban mas amarillos que blancos), un chaleco color caqui y un ridiculo corbatin.
¿como un ser humano, es decir, un ser con cuerpo y alma, podia vestirse asi todos los dias sin sentir un redomado asco por si mismo? Respuesta facil: no podia. R vio que ahi adentro todos sentian asco por todo, aunque lo ocultaban de forma asombrosa. Por su parte, viendose en el espejo se sentia un retrasado con todas las letras.
¿eso era el trabajo? ¿esa era la via al progreso? ¿asi lucia la vida de un triunfador, de un ciudadano modelo? Se sentia como si lo hubiesen estafado. Sentia que lo habian tomado por un idiota. Tenia ganas de abofetear a alguien, a cualquiera, incluso a si mismo…. pero habia firmado un contrato. Un contrato con un monton de palabras lindas, de palabras importantes, de palabras absurdas; Habia firmado, y lo habían jodido: ahi estaba, sintiendose el imbecil mas grande nacido sobre la faz de la tierra, usando ese ridiculo uniforme de cadete militar.
El trabajo era de una facilidad pasmosa. Era tan sencillo que, hablando en serio, habia que padecer de una imbecilidad innata para realizarlo sin volverse un idiota consumado. Basicamente, consistia en barrer, en trapear, y en vaciar las bandejas de desperdicios en los tachos. Eso era lo que le tocaba a un novato como él. De todas maneras, los experimentados no hacían mucho más: atendían las cajas y servían los pedidos en las bandejas que luego vaciaban los otros. Todo se hacia inmediatamente. No hacia falta hablar, no hacia falta pensar, era casi puro ejercicio fisico.
En el aire flotaba una mezcla de grasa, insecticida y desodorante de ambiente con aroma a lavanda.
R trabajaba, pero no podia dejar de pensar que en todo aquello habia una trampa.
Cuando llego la hora de cerrar, a R. le encargaron cerrar la cortina metalica, y luego sacar las interminables bolsas de residuo llenas de inmundicia. Bajo entonces la cortina y comenzó a sacar las bolsas, y entonces fue que los vio.
Esperaban afuera, agolpados contra la cortina de acero, apelotonados contra el vidrio. Algunos fingian indiferencia. Otros lo miraban fijamente, como si estuviesen a punto de saltarle encima. Otros, al parecer mas experimentados, se mantenian a prudente distancia pero listos a pasar a la accion. La mayoria eran chicos. Nenes y nenas, de cuatro, cinco y seis años. De nueve y de diez. Iban de la mano o sueltos, o una nena de tres años casi a upa de una de las mas grandes, de trece o quince. Todos estaban absolutamente andrajosos. Tenian la piel oscura y mugrienta, quemada por el sol y el asfalto. La mayoria de ellos se mantenia en silencio, pero algunos aun jugaban. Siempre eran los mas chicos. Por otro lado, no solo habia niños. Tambien habia perros, perros flacos y tan mal alimentados como los chicos. Habia tambien moscas y moscones. Tambien habia comadrejas y todo un pequeño ejercito de lagartijas verdosas y de lagartijas pardas. Tambien habia un pequeño pulpo morado, que cariñosamente reptaba por el suelo como una anemona. Y tambien Caracoles, cienpies, polillas, palomas y, detras, muy en el fondo, en las sombras de la parte en penumbras de la avenida, toda una multitud de ratas que roian y olfateaban el aire.
Cuando R volvia a buscar las bolsas, el encargado lo detuvo.
- A esos no los dejas entrar, ¿me ois? Ni entrar ni rasgar las bolsas. Si las quieren abrir, me avisas y los sacamos a patadas- le dijo. R noto que, silenciosa pero ordenadamente, se habia formado una cuadrilla. Seis o siete empleados que hasta hacia quince minutos freian papas o barrian el piso se estaban poniendo ahora cascos antimotin, hombreras, y pesados chalecos acolchados. Dos o tres habian agarrado los lampazos y las escobas y las sostenian en el hombro como si fuesen fusiles. A los tres o cuatro que restaban el encargado les habia dado sendas cachiporras.
- Acordate, nunca dejes las bolsas solas afuera, si no estas lacras las abren y hacen una mugre barbara. Si te llegan a abrir una bolsa, despues tenes que barrer vos la vereda, ¿entendes? - le advirtio el encargado, y agrego: - Si vas a buscar bolsas, siempre dejas un compañero de guardia, ¿esta bien?
R. asintio y fue a buscar más bolsas. Era una estupidez. ¿Que le importaba a él si abrían o no las bolsas? De todas maneras no podia entender como se podía llegar a comer algo de toda la mierda que habia en las bolsas. ¡Si solamente olerlas le revolvia las tripas! Una cosa eran las cucarachas o las ratas, que comian lo que sea. Pero los nenes y las nenas eran seres humanos, o eso se suponia. Al menos eso le habian enseñado hasta entonces. 
Cuando R. saco la ultima bolsa, se inicio una batalla. Las ratas y las polillas, incitadas por las nenas mas chicas (que al parecer tenian el don de comunicarse con ellas) se lanzaron sobre las bolsas mas grasientas. Dos o tres empleados, armados de cachiporras, se lanzaron contra ellas para defender los bultos negros. Inmediatamente, otro grupo de ratas, esta vez acompañadas por los perros y demas mamiferos cuadrupedos, se lanzaron por el flanco derecho, contra otras bolsas. Lograron robar dos antes de ser repelidos. Al menos dos ratas y una zariguella perdieron su vida bajo los cachiporrazos de los empleados. Los perros, si bien eran resistentes a las cachiporras, tenian su punto debil en las patadas y pisotones. Las moscas efectuaban tareas de inteligencia y distracción, y si bien caian a mansalva, eran inmediatamente reemplazadas. Las  pequeñas y silenciosas lagartijas se dedicaban a robar los diminutos pedazos de grasa, carne y papel que se desperdigaban cuando estallaba una bolsa, pero constantemente eran aplastadas, consciente o inconscientemente, por los empleados o los demas animales. 
Las nenas y los nenes mas chicos atacaron en una tercera oleada, con el restante de las ratas y las moscas. Su principal medio de ataque era el ataque psicológico. Sabian que no tenian posibilidades en un combate cuerpo a cuerpo, por lo cual apelaban a generar compasión y confusion en sus enemigos. Pedían por favor, muy por favor, por favor de los por favores. Enseñaban, cual si fuesen muñecas, a sus hermanas mas pequeñas. Mostraban sus manos sucias y sus pies descalzos. Las mas locuaces contaban historias terribles sobre las condiciones de vida del conurbano. Si esto no funcionaba, recurrian a tecnicas de distraccion o disrupcion psiquica mas agresivas: Gritaban todos al unisono, o lloraban o se reian en grupo, orinaban contra los vidrios o directamente en los empleados, tras lo cual eran repelidos a patadas. Los nenes le mostraban el pito a las empleadas y las nenas el culo a los empleados, mientras que otros, los mas rapidos, aprovechaban cualquier momento de distracción o estupefacción para lanzarse a robar una bolsa.
Por su parte el pequeño pulpito morado, escoltado por los caracoles, se habia pegado al vidrio y se dedicaba a chupar la grasa y la nicotina acumulados durante el dia. 
Al mismo tiempo que ocurria todo esto, el grupo de los nenes mas grandes, generalmente los de doce a quince, se lanzaron cuerpo a tierra y penetraron por debajo de la cortina de acero. Tenian la mirada torva y un valor a prueba de todo. Su objetivo era el mostrador: en el mejor de los casos, la caja. En el peor, comida fresca. Corrieron en linea recta, dando alaridos atroces; Pero no llegarian al mostrador, porque en el medio del salon, formando un vallado humano, estaba la infanteria pesada de la empresa. Los empleados de mayor antiguedad, los bacheros y los cocineros, dirigidos por el encargado en persona, defendian el mostrador de los asaltantes. El choque fue feroz, apoteosico. Por desgracia para los atacantes, sus enemigos estaban mejor armados y mejor alimentados. Mientras que los nenes no habian comido nada desde la mañana, los empleados y el encargado habian comido sendas porciones de papas fritas, helado y hamburguesa. Al cabo de cinco minutos, los atacantes habian recibido una paliza proverbial, y salieron corriendo del local tan rapido como entraron.
No obstante, en el descuido de uno de los empleados, un nene, quizas el mas flaco y andrajoso, habia logrado penetrar las defensas y manotear, de un salto, tres o cuatro cajas de hamuburgesas y dos raciones de papas. El encargado tomo nota de la falla del empleado. Se le descontaria del salario.
 Furioso por aquella deshonrosa perdida de los activos de la empresa, el empleado toco la corneta de "a la carga", y levantando la cortina, toda la nomina tomo el frente de la vereda. Las ratas y animalejos que habian quedado fueron brutalmente masacrados. El pulpito logro escapar a tiempo, metiendose en una alcantarilla justo en el momento que caian sobre el las cachiporras. Varios caracoles no tuvieron la misma suerte. El encargado noqueo, a puño limpio, al menos a tres de esos mendigos en miniatura. Uno de los cocineros le habia asestado a una nena de no mas de ocho años un tremendo cachiporrazo en el hombro. Fue un golpe brutal, dado con todo el peso del cuerpo. Tal fue el golpe que la nena no pudo evitar lanzar un alarido que sono mas al aullido de un perro que a una voz humana. Al escuchar el aullido, el encargado sonrio satisfecho. Le gustaba ese cocinero, tenia madera de encargado. La nena escapo a la carrera, casi a los saltos. Tenia una mano aferrada al hombro, una mano que mas bien era una garra. R estaba seguro que el hombro había quedado dislocado.
Desde un rincon, R. miraba la escena con una mezla de asombro y otra de incredulidad. ¿eso era la realidad, o era una mala toma de alguna pelicula surrealista? ¿era algo extraordinario, alguna ridicula festividad empresarial? ¿eran esos niños realmente niños? Embargado como estaba por una sensacion de estar soñando, R. tuvo la tentacion de creer que todos esos chicos eran en realidad habilidisimos actores enanos, especialmente contratados para montar toda aquella faena. Sí, sí, pero, ¿con que objeto? De cualquier manera, todo habia terminado. Los empleados juntaban en una pila las bolsas sobrevivientes, mientras que otros barrian entre maldiciones los desperdicios de la vereda. En la esquina siguiente se veian las luces del camion de la Basura. 
Sin saber bien porque, R. comenzo a reirse. Fue riendose todo el camino hasta el baño, donde se lavo las manos y la cara en la bacha. De repente comprendió por que se reia. Esa escena se repetia todos las noches, en todos los locales de Buenos Aires. 
Las ratas no perdian siempre; Algunas veces ganaban. Y entonces uno podia escuchar las sirenas, podia oler el humo de los incendios. Habia noches, noches de suerte, en que los incendios iluminaban Buenos Aires como un Arbol de Navidad.
Durante las semanas que R. trabajo ahi, esa escena se repitio absolutamente todas las noches. Siempre, a la hora de cerrar, habia que defender las bolsas hasta que llegase el camion de la basura. Ese era el fin tacito de las hostilidades, acordado por ambas partes.
R. descubrio que el encargado llevaba, en una pizarra del comedor, la cuenta de los empleados que daban mas golpes y mas hazañas cometian. Tambien tenia una pizarra donde anotaba las faltas de los empleados. Ahí estaban los Aquiles y los Hector, los Paris y los Nestor. R. también se dio cuenta que el encargado premiaba y castigaba a los empleados según el desempeño que tenían en estas batallas. No importase cuanto o cuan duro trabajase uno, cuan profesional o habilidoso fuese en las tareas, o lo responsable que fuese con las faltas o las llegadas tarde. Para el Encargado, el valor intrínseco, el alma de un empleado, su potencialidad y el trato que se merecia estaban determinados por su desempeño en estas batallas.
Dado su poco interés en erigirse héroe en las carnicerías diarias, R. fue quedando cada vez más en el fondo de la escala social. Los compañeros con los que entro comprendieron la mentalidad del encargado tan rápido como R, por lo cual se esforzaron en destacar en los enfrentamientos. Muchos de ellos, que eran menos habilidosos y hasta mas estúpidos y vagos que R fueron subiendo posiciones mientras que R. se quedaba fregando pisos y limpiando bandejas.
No es que le importase gran cosa. El sueldo era exactamente el mismo. Desde el punto de vista de R., lo mejor era hacer siempre la menor cantidad de trabajo posible. Y como el hecho mismo de las batallas no estaba descripto de ningún modo en las responsabilidades que había firmado en el contrato, R se mantenía constantemente al margen, como mero espectador.
Al cabo de un tiempo, R se canso de toda aquella parafernalia y dejo de ir a trabajar. Lo hizo casi sin pensarlo, de un dia para el otro. No recibió ningún llamado exigiéndole que se volviera pero, al cabo de una semana, llego el telegrama de despido. Era tan impersonal como definitivo. No daba lugar a replica. R. había incumplido el contrato y la empresa lo había despedido. No tenia derecho a indemnización ni ninguna otra cosa. Cobraria los días que había trabajado, y eso era todo. Nada mas ni nada menos.
R. fue directamente a cobrar al edificio administrativo. No volvió a pasar por la sucursal en la que trabajo. No se despidió de los demás empleados. No volvió a ver al encargado.
Un tiempo después, R. volvió a pasar por el frente de la sucursal. Habian pasado algunos meses. Los empleados habían cambiado casi todos pero, no obstante, reconoció dos o tres caras. Para su sorpresa, el Encargado no estaba entre ellas. ¿acaso lo habrían cambiado de sucursal, o seria que lo habían despedido? R. pensó que tal vez, solo tal vez, alguno de los furiosos y harapientos niños se hubiese cobrado venganza en algún enfrentamiento. Sin saber bien porque, R. sonrio ante esta idea. ¿Cómo serían ahora las cosas sin el Encargado?
Como eran pasadas las diez de la noche, R. calculo que no faltaba mucho tiempo para que cayera la cortina y, acto seguido, comenzase la batalla.  ¿el nuevo encargado seria más o menos bestial que el anterior? R. tenía curiosidad por ver cómo, en que formación ordenaba a los empleados. El nuevo encargado era un chico rubio y bajito, de anteojos. R. pensó, algo desilusionado, que no inspiraba ni un tercio del respeto que el encargado anterior. El encargado anterior era un hombre de acción, un hombre de mando. Podria haber sido tranquilamente capataz de esclavos en la construcción de las pirámides o de la muralla China. Podria haber sido capitán de Galera o traficante de esclavos. Comparado con él, el nuevo encargado parecía un oficinista cadete recién salido de alguna dudosa escuela de negocios. En efecto, se acercaba la hora del cierre y en vez de estar arengando a los empleados y repartiendo armamento, el nuevo encargado alternaba entre limarse las uñas con deferencia y hacer algunas cuentas con una calculadora de bolsillo que sacaba y ponía de su uniforme. Al final, dio la consabida orden de bajar la persiana.
Como si fuesen bichos bolitas esperando la caída de la noche, desde los cuatro costados de la esquina comenzaron a llegar los desperdicios, los atacantes, los mendigos de ocho a quince años, con sus consabidos perros y piojos. Una luz de felicidad de encendio en R. cuando contemplo, entre el enjambre, al timido pero hábil pulpito morado, rodeado de su fiel tropa de caracoles.
Pero cuando la cortina de acero bajo solo hasta la mitad, R. supo que algo no andaba bien. Su sospecha se confirmo cuando noto, algo inquieto, que todavía no habían sacado ninguna bolsa. R. miro al encargado: no parecía nervioso. El resto de los empleados tampoco estaba en el animo correcto. ¿Qué ocurria?
Fue entonces que una de las empleadas, una chica que no debía tener mas de dieciocho años y que no debía medir mas de un metro con cincuenta centímetros, abrió la puerta del local con una sonrisa angelical y entonces, uno a uno y en fila, los chicos y los perros fueron ingresando. Luego ingresaron las zariguellas y las comadrejas, y luego las moscas. A las ratas y a los piojos no se les permitio la entrada. Los empleados charlaban entre ellos y hacían bromas. La chica de casi dieciocho años, una rubia de rulos casi hasta la cintura, se dejaba abordar por el nuevo encargado. Uno o dos empleados salieron a la la esquina a fumar un cigarrillo. El resto descansaba o se apoyaba con descaro en el mostrador. Cuando absolutamente todos los mendigos habían entrado, el encargado dio una orden inaudible, y entonces todos, todos menos el encargado y los empleados, se pusieron a trabajar.
Incredulo, R. veía a los sucios y polvorientos nenes fregar el piso, grasoso de todo el dia, con los pesados lampazos. Los perros y las comadrejas lamian la grasa de debajo de las mesas y de los complicados angulos que las sillas hacían con el suelo, angulos normalmente inalcanzables para los lampazos. Las moscas hacían lo propio con los vidrios y los paneles del techo. Los que estaban sobre la freidora eran los mas castigados, y sobre estos las moscas se apelotonaban como avispas en un panal.
Mientras que los nenes trapeaban y barrean, las nenas vaciaban las bandejas y ordenaban las sillas, levantándolas y colocándolas sobre las mesas ya limpias. R. noto que dos o tres nenas (las mas grandes, de catorce a quince años) eran conducidas por los cocineros al frigorífico trasero. R. no tenia idea de que tarea iban a realizar, pero lo cierto es que volvieron a salir bastante mas tarde, cuando ya el resto se estaba retirando.
Una vez que el atajo de miserables había dejado el local reluciente como una bola de cristal, dos empleados los llamaron a formar una fila frente a la caja número uno y ahí, se le entrego a cada niño una hamburguesa al azar, y medio vaso de gaseosa o de hielo, depende lo que tocara en suerte. Los perros y las moscas tenían que contentarse con lo que habían lamido de los muebles o comido del piso, por lo cual no podían emitir quejas.
Una vez que recibieron su pago, fueron echados casi a empujones del local. Las nenas de catorce o quince salieron las últimas.  
Como nadie parecía reparar en su presencia, El pequeño pulpito morado comenzó a trepar el vidrio de la sucursal, decidido a chupar su grasa diaria. Dio una orden invisible y los caracoles avanzaron con él.

2 comentarios:

Jora dijo...

Muy bueno, he visto cosas parecidas en el microcentro...

¿Salió inspirado por ese video viral de los niños limpiando en una sucursal de McDollar?

Sebastian P. dijo...

Sip