15 jul 2019

Safari


Un oficinista sale de su trabajo. Traje azul, zapatos marrones. Es un muchacho joven, casi un adolescente. Su cara joven y rubicunda, demasiado joven, hace un feliz contraste con sus facciones largas y elásticas. Es como si hubieran metido la cabeza de un querubín en el cuerpo de un practicante de un luchador romano para luego vestirlo con ese traje azul. Ni siquiera las cuadradas líneas del saco sport pueden ocultar todo lo que tiene de juvenil. Hace doscientos años ese mismo chico hubiera sido un feliz pastor o un sanguinario cruzado. O un viajante de comercio. O un Marinero. Quizás un Rey. Pero en esta época es un pasante de análisis de datos, un publicista o un prometedor diseñador grafico.
De cualquier forma, está feliz. Fuma un cigarrillo con otros dos sujetos de traje más viejos y menos interesantes, seguramente compañeros de oficina. Quizás esta en sus primeros días en la empresa. Quizás lo aconsejan. Le cuentan chismes de la compañía, le dicen tal o cual cosa del jefe o le revelan la forma más fácil de hacer el trabajo o de escaquearse de él. Quizás lo alienten a que le suelte los perros a la pasante de contabilidad, jovencita como él. Va a tener, le dicen, una oportunidad perfecta en el próximo after office. Bromean. Fuman más cigarrillos. Luego vuelven a entrar.
Al rato, apenas unas horas después, vuelven a salir. Llevan puestos, cada uno, su respectivo saco. Charlan unos segundos en la puerta. Se retiran. Ya no vuelven al trabajo, mañana será otro día. Se separan; Dos (el muchacho entre ellos) enfilan por la avenida. El tercero se escabulle por una calle lateral y desaparece por una boca del metro. Tras dudarlo unos instantes voy detrás de los primeros.
Los alcanzo y veo que el muchacho sigue allí. Muy bien. Me decido rápidamente por él, por el rubicundo muchacho de ancha espalda y traje azul. Me gusta su portafolio. Es de cuero verdadero, no imitación. Los sigo algunas cuadras a distancia prudencial. Ellos no sospechan nada, es divertidísimo. Entonces entran a un bar.
Espero afuera (me gusta esperar, de cierto modo he venido armada de paciencia) casi una hora, casi hasta las siete y cuarto. Queda muy poco sol, pero no hace frio. Me alegra que me haya tocado un buen día, es decir, un día de sol. Charlan en la puerta del bar. El otro va bastante bebido (me pregunto que habrán tomado). Mi Querubín está bastante mejor. Charlan, siguen charlando. Prenden cigarrillos (es una lástima que fume tanto. Con esa complexión podría ser atleta). Finalmente se despiden. El otro vuelve para el lado de la oficina. Obviamente sigo al muchacho. Sigue por la avenida. Tengo todavía varias cuadras para seguirlo tranquila. Sé que va a su casa. Sé que vive cerca. Ahora para en un kiosco, ahora compra algo. ¿Más alcohol? No, cigarrillos. Un paquete de veinte. Sé que no los va a terminar.
Ahora lo sigo de cerca. Caminamos. Estoy diez pasos atrás. Siete pasos. Cinco. Consigo que coordinemos las pisadas. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Trato de pisar donde el pisa, de respirar como él. Inhalar cuando el inhala, Exhalar cuando él lo hace. Llevar el mismo ritmo cardiaco. Juego a que sigo sus huellas. De algún modo es como cuando era chica y jugaba a no pisar las junturas entre las baldosas, a pisar solo los cuadrados de tal o cual color, a moverme como un caballo de ajedrez. Las líneas son de lava, el que las pisa se muere. Me gustaría seguirlo como un caballo. Los caballos son, en el ajedrez, las piezas más diabólicas de todas. No respetan el espacio. Entran y salen de los complicados entramados de peones y alfiles. Saltan las barricadas de torres. Simulan amenazar aquí tan solo para morder despiadadamente allá, atacan una dos tres piezas a un tiempo. Son exactamente como yo. Traicioneros.
Bueno, no exactamente como yo. A mí me gusta atacar una pieza por vez. Tomarme mi tiempo. Concentrarme exclusivamente en lo que hago. Hacer (como ahora) la mímica de la sombra, acercarme al objeto amado imitándolo. Copiándolo a la perfección, viendo con sus ojos, hablando con sus palabras, pensando sus pensamientos. Ahora va a acelerar (y acelera), ahora va sin dudas a torcer a la izquierda (pero aquí hago trampa porque conozco su itinerario), ahora va a frenar a levantar esa brillante moneda del suelo (la levanta). Creo incluso saber lo que piensa. Tiene hambre. Piensa en jamón y en queso, en pan, en mostaza de Dijon. En una sprite o indian tonic. Está cansado y feliz. Cansado por el trabajo duro. Feliz porque tiene por delante dos días de libertad. Seguramente piensa en la chica (la he visto por fotos, una lánguida muchacha de trenzas castañas y piel trigueña) que indudablemente lo espera. Ella no trabaja. Seguramente lo espere con huevos revueltos, café y pan tostado. El llegara y se quitara en saco, quedando en mangas de camisa. Seguramente cambiara los zapatos por unas náuticas o algo más cómodo. Se sentaran en la mesa y ella servirá los huevos y el café. Y charlaran, charlaran de mil cosas: de las idioteces del día, de lo muy idiotas que sus los jefes, de lo caros que están los lácteos, de los disparates del parlamento. Jamás de la pasante de contabilidad. Jamás del próximo after office. Y luego, con emoción, de las idioteces que harán el fin de semana. Sonrío, o más bien noto que sonrío. Bajo la máscara de nylonreflex me descubro sonriente. Lo sé. Lo sé muy bien. Vaya si lo es. Sonrío porque me engaño, porque sé que soy perversa y, mas aun, porque disfruto serlo. Porque sé que no lo hará, que no llegara a nada de eso. No habrá tostadas ni huevos revueltos ni charlas sobre el futuro. Ya estoy prácticamente encima suyo.
Algunos prefieren distancia. Son temerosos. Novatos. El traje réflex es infalible. No solo nos hace invisibles. También amortigua los pasos. Nos hace silenciosos como gatos. O como moscas que no zumban. Como Arañas. También elimina nuestro olor y oculta nuestras malvadas sonrisas. Así uno puede acercarse, maliciosamente aunque siempre con cuidado, de una forma que de otro modo no podría.
 Estoy casi rozándolo. Veo su nuca, su cuello tenso y bien formado. La pelusilla en el cuello, el pelo cepillado y corto. Me resisto a acariciarlo, a soplar ligeramente  en su oreja. Me digo  mi misma que es muy lindo, y acto seguido me felicito por mi suerte. O por mi bien gusto, mejor dicho. Esta vez sí que he elegido bien. Cruzamos entonces la avenida con el bulevar. Algo en mi mente se activa. Inmediatamente dejo de soñar. Es la señal. Es decir, el lugar que me marque a mi misma como límite de la diversión y comienzo de la faena. Claro que esto es un decir. Porque el juego no termina sino que empieza. Algo en mi vuelve a ser frio, vuelve a ser araña. Cruzamos la calle. Calculo que desde aquí tenemos tres cuadras hasta su casa. Como siempre pasa en estos trances, me posee una sensación de euforia. También de pánico. Empiezo a temblar y desincronizo mis pasos. Le doy uno, dos metros de distancia. Siento la muda vibración del token en mi bolsillo, justo sobre mi muslo derecho. Apenas un pequeño pulso eléctrico, justo y necesario para que solamente lo sienta yo. Ellos me llaman a actuar. No les gusta que ocurra demasiado cerca del domicilio, por si hay vecinos. Los testigos siempre son molestos, más que nada porque tienen un costo extra. Miro alrededor y veo que la zona está despejada. Me digo a mi misma que es el momento ideal, y que si no me decido ahora tal vez tenga que esperar a mañana para hacerlo. Incluso tal vez tenga que cambiar de objetivo. Vuelvo a pensar en las dulces facciones del muchacho y desenfundo.
El arma es liviana. Parece de plástico o de algún material similar. Una diría que es de juguete. Pero no lo es. Estirando el brazo, vuelvo a acercarme. Me acerco casi hasta tocarle la espalda con el cañón de plástico. Algunos eligen el disparo de lejos. La cosa de francotirador, de la pericia en la puntería. A mí me gusta lo opuesto: la crueldad del disparo a quemarropa. Pienso que si el arma fuese de fuego el sentiría la quemazón del disparo en la espalda. Como una mordida o un beso. Convulsivamente aprieto el gatillo. ¿Como sentirá la descarga eléctrica del taser? ¿Tal vez como un pellizco? ¿Como una cuchillada de hielo? ¿Será un dolor localizado, como el de un puñetazo, o un dolor general y terroríficamente vago? Todos estos pensamientos los tengo casi antes de dispararle, porque mientras lo veo desplomarse (incluso cae con tanta gracia...) se me ocurre que a lo mejor no sintió nada. Nada más que a lo sumo sorpresa. Incertidumbre, quizás un poco de terror. Seguramente confusión. Tal vez piense que está un poco borracho. Tal vez se irrite consigo mismo por ensuciarse la ropa. Tal vez atine a mirar atrás, para ver si tiene que abochornarse de su torpeza. Entonces descubrirá que no puede moverse. Comprenderá que está completamente paralizado.  Inerte como si fuese un árbol o una roca. Como un juguete sin baterías. Tal vez intente hablar, tal vez quiera pedir ayuda. Pero no podrá. La descarga de la taser es fulminante. O al menos eso nos dicen.
Cae boca abajo. De un salto estoy a su lado. Lo miro conteniendo el aliento. La caída lo ha despeinado. Tiene varios mechones de pelo dorado sobre su rostro. Suavemente, con ternura, se los aparto como lo haría una madre. Noto (ahora si) el terror en su cara congelada. Me maravilla como el terror puede manifestarse incluso en un rostro inmóvil, en un rostro que ha sido congelado artificialmente en un gesto anterior, forzosamente petrificado por la corriente eléctrica cuando reflejaba el pensamiento del hogar y del fin de semana. Un rostro afable, apacible, aburguesadamente feliz. Esos son sus rasgos ahora mismo y no obstante, de algún modo, su exuda terror, desborda miedo puro. Me doy cuenta que son los ojos. Los ojos, si están abiertos, son la única parte del cuerpo que no puede inmovilizarse del todo. Veo que también mueve, un poco, las puntas de los dedos. Después de todo el taser no es del todo infalible. Tomo nota mental de esto para quejarme con la administración. Mágicamente, como si supieran que pienso en ellos, aparece a mi lado la van de vidrios polarizados. Como siempre, no la he oído llegar. Mi mirada sigue fija en el rostro contraído pero aun hermoso del chico. Decido que quiero darme, por esta vez, un gusto. No me importa que este fuera de las prácticas recomendadas. Me quito un guante y mi mano, solo mi mano, se vuelve visible. Una mano blanca y suave flotando en el aire. Le acaricio la cara y los cabellos. El terror acumulado en sus ojos se inflama hasta el punto de desencajarlos del rostro. ¿Habrá comprendido? Puede que alguna vez haya escuchado acerca de nosotros. Que haya oído rumores. Si no, debe estar creyéndose loco. Pobrecito. Quiero sacarlo de la incertidumbre. Pero ellos me hablan. Me dicen que si vivo o muerto, y yo les digo que vivo. Que vivo pero que esperen, que esperen solo un segundo. Lo suficiente para quitarme la máscara y la capucha. Sé que ahora me ve: que ve mi cabeza, mi pelo rubio casi platinado, Lo sacudo para que al menos lo note mientras pueda ver. Que vea también mis ojos, azules como el hielo, despiadados (y yo los suyos, también azules, transparentes como un lago). Que vea (ahora si) mi sonrisa amplia, una sonrisa de oreja a oreja. Hermosa, Triunfante. Ellos se acercan y le cercenan la cabeza de un golpe limpio. Es un golpe violento. Los machetes laser son decididamente terribles. El corte cauteriza la herida casi al instante, pero de todos modos ese segundo alcanza para que un chorro de sangre se dispare sobre la vereda. El otro, el que no dio el golpe, carboniza todo con un lanzallamas. Son muy efectivos, verdaderos profesionales. Me dicen que me ponga la máscara y yo obedezco. No he terminado de acomodarme que ellos ya han subido el cuerpo a la van y colocado la cabeza en la consabida bolsa de los trofeos. Pienso, como siempre, que la eficiencia de la empresa amortiza de algún modo el costo del Safari.
Me hacen señas de subir a la camioneta. Los turistas somos varios y todavía tenemos que cazar a tres o cuatro oficinistas más. Luego iremos de copas a algún bar exclusivo. Y luego... ¿quién sabe? Berlín es una ciudad preciosa. Y Exótica. Tan exótica, sobre todo para una sudamericana. Estoy por subir cuando noto que falta algo. Algo que siempre he querido pero que solo ahora, cuando ya estoy en mi tercer safari, tengo la audacia de solicitar.

- ¿puedo sacarme una foto con la pieza? - les pregunto mezclando picardía e inocencia. Ellos suspiran pero aceptan. Como siempre, son muy serviciales. Aunque se simulan estrictos no les importan estas cosas. Sobre todo si ayudan a la hora de la propina. Me fotografían una, dos, tres veces. En una sonrío, en la otra rio abiertamente. En la tercera simulo darle un piquito a mi bien parecido trofeo. Si la foto sale bien voy a subirla a mis redes sociales.

1 comentario:

Jora dijo...

De vez en cuando te sale algo de ciencia ficción, eh! Muy buen relato, y con misterios inconclusos. Por un momento pensé que se trataba de algún tipo de yautja (depredadores, los de la película). Antes pensé que era una asesina serial nomás. Lo más bizarro de todo es que sea una sudamericana cazando a un oficinista européo, haha!