— ¿Seguro que puedo
mirar, señor?
— Por supuesto, Andy. Debes
hacerlo.
El león dejó caer la zarpa
que cubría sus ojos. Me miró, entre receloso y atemorizado.
— No tengas miedo,
Andy. Es allí donde debes mirar -señalé la caja sobre la mesa-. Eres un león
bravo, Andy. ¿No dirás que le temes a un ratoncito inofensivo?
— No, señor -dijo
Andy, un poco más seguro de sí mismo. Se sentó rígidamente sobre sus patas
traseras y miró hacia la caja. Yo fui apretando en orden una serie de botones;
algunas luces se fueron apagando, otras realzaron la iluminación de la mesa y
especialmente de la caja, cuya tapa se abrió con un movimiento de resortes que
produjo en Andy un ligero estremecimiento; y del interior brotó una especie de
selva de trapos y cartón pintado.
— Observa bien, Andy.
Ahora verás al Ratoncito Feliz.
Después de unos instantes apareció
el ratón, olisqueando y tratando de roer el cartón que simulaba un árbol. Miré
al león de reojo; estaba tranquilo y seguía la escena atentamente.
El ratoncito cobraba
confianza y se movía alrededor de las burdas construcciones de la caja; por
instantes desaparecía entre el follaje, luego su cabecita feliz volvía a
emerger mostrando la sonrisa indeleble, de oreja a oreja.
— Observa bien, Andy,
y ten en cuenta que es sólo un ratón.
Apreté otro de los botones
del panel, que tenía junto a mi rodilla derecha. Entre el follaje apareció una
especie de soldadito de juguete, un cazador con una ametralladora de juguete.
El ratoncito comenzó a bailotear alrededor del muñeco. El cazador giraba, como
buscando apuntarle. De pronto sonó una ráfaga de metralla. Las balas perforaban
el follaje pintado, aquí y allá. En algunos lugares surgían lenguas de fuego
que dejaban un olor a trapo quemado y luego se extinguían. Andy movía la nariz
con inquietud y era sacudido por breves estremecimientos, pero no apartaba la
vista de la escena.
Por fin, una serie de balas
alcanzó al Ratoncito Feliz, quien dio algunas volteretas y cayó entre los
trapos pintados de verde. Moví algunas llaves y me levanté. Andy había vuelo a
taparse los ojos con la zarpa derecha.
— Mira, Andy -díje. Había
ido hasta la caja y levantaba el menudo cuerpo acribillado, tomándolo por la
punta de la cola-. Debes mirar.
Andy miró.
— Acércate, muchacho.
No hay ningún peligro.
Andy se acercó lentamente.
— Observa con
atención. ¿Puedes decirme lo que ves?
Andy carraspeó, un poco más
animado.
— Veo que el Ratoncito
Feliz conserva su sonrisa, señor.
— Muy bien, Andy. ¿Y
sabrías decirme por qué conserva su sonrisa?
— Porque ha muerto en
el cumplimiento de su deber -dijo Andy, repitiendo cuidadosamente la lección-.
No hay mayor felicidad que morir cumpliendo el deber que señala la ley.
— Muy bien, Andy
-aprobé, y le di un terrón de azúcar-. Creo que pronto estarás listo para
volver a la selva -agregué-. ¿Tú qué opinas?
— Espero que usted
tenga razón, señor.
* * *
Sue. Sue. Sue. Este nombre
me atormentaba. Hacía días que lo llevaba en la mente; surgía de improviso; y
más que el nombre, sin resonancias ligadas a ninguna imagen concreta, me
provocaba una creciente inquietud todo un entorno borroso, confuso, que lo
envolvía. Hasta sentía ganas de llorar. Sue. Sue. Sue. “Tal vez” -me dije- “tal
vez hace demasiado tiempo que no visito a las primas gatas.”
* * *
Un hombre pensativo
contemplaba la maravillosa puesta de sol a través del amplio ventanal del piso
17 de la Oficina de Planificación. El sol aparecía apretado entre los gruesos
nubarrones y el mar, un fragmento chato de moneda hinchada al rojo vivo. En
primeros planos la atmósfera se había coloreado como en una serie de telones de
distintas densidades, produciendo un rojo-rosado-violáceo realmente imposible,
una figura más bien oval con el sol sobre el extremo inferior izquierdo. Luego
había distintos tonos de violeta, hasta un violeta oscuro casi negro; y verde y
dorado salpicando en distintos puntos, aliviando un poco las tensiones del
paisaje. Los nubarrones, negruzcos, lejos del sol, formaban un techo sobre la
ciudad.
— ¿Preocupado por la
tormenta? -era la voz de Teo. El hombre pensativo no se volvió.
— No -respondió-. No
es la tormenta. Sabes, aumentan las noticias en forma estadísticamente
alarmante. Evidentemente hay una falla en la producción de Kcrem.
— Un 0,4% no me parece
en verdad alarmante -murmuró Teo, mirando los papeles.
— No lo sería, si no
se hubiese alcanzado un grado de eficacia de 99,9999%. -Frank, el hombre
pensativo, dejó el sillón y se volvió hacía el otro-. Es grave -agregó.
— Después de todo
-murmuró Teo- tal vez nada de esto haya tenido nunca ningún sentido.
— Bueno, nos pagan por
nuestro trabajo.
— ¿Te has comunicado
con Kcrem?
— Sólo notas sutiles,
que han respondido con la misma cautelosa mesura. Pero creo que se impone una
entrevista con el Gordo.
* * *
Elmer bailoteaba en mi
bolsillo, mientras yo me preguntaba por qué y una vocecita apenas audible
musitaba de tanto en tanto “Sue, Sue, Sue” en mi mente. Como si alguien me
aferrara de los brazos y me fuera guiando hacia donde yo no quería ir, los
pasos me llevaron hasta la estación policial. Sin embargo, seguí de largo.
Luego regresé. Elmer se puso tenso. Lo acaricié con la mano derecha, como
pidiéndole perdón por mi falta de voluntad.
El agente me recibió de
manera amable. Me preguntó nombre, clase, dirección y todo el formulismo de
rigor. Anotó cuidadosamente los datos en una tarjeta y la entregó a un
compañero, haciéndole una seña especial.
— Bien -dijo luego.
— Bueno -dije yo, y
extraje a Elmer del bolsillo. El ratón bailoteó alegremente sobre el escritorio
y miró al agente con ojos de curiosidad, siempre con esa gran sonrisa de oreja
a oreja. El agente arrimó dos dedos de su mano derecha a las patitas del ratón
y jugaron brevemente a pisarse y esquivarse.
— ¿Bien? -repitió
luego. Yo carraspeé.
— Bueno -dije-. Acabo
de robarlo de mi trabajo.
— Oh, oh -murmuró el
agente, y volvió a juguetear con Elmer-. Simpático el bichito, ¿verdad?
— Sí -respondí-, me
habría gustado llevarlo a casa.
El compañero volvió con un
montón de otras tarjetas que depositó ante el agente, sobre el escritorio.
Elmer las olisqueó y trató de roer alguna. El agente le dio a roer su dedo
índice, apartándolo de las tarjetas mientras las estudiaba.
— Ajá. Hmmm.
Yo me sentía muy nervioso.
No debí haberlo hecho. No debí robar a Elmer pero ya que lo había robado, no
debí entregarme. Quién sabe lo que me esperaba ahora. Esas manos invisibles,
esa fuerza que me hacía hacer siempre lo que no quería.
— Bueno, bueno -dijo
al fin el agente, apartando las tarjetas-. Una distracción, sin duda. Usted lo
devolverá mañana, ¿verdad? O tal vez prefiera hacerlo ahora mismo.
— ¿No van a detenerme?
El agente rió.
— Lo más que podemos
hacer es darle este pase para el psiquiatra, para que le tramite unos días de
licencia. Tal vez esté un poco cansado. Mire, señor Marco T., clase E, sus
antecedentes son intachables. Este asunto no vale la pena ni registrarlo. Ojalá
todos los ciudadanos fueran como usted. Por otra parte, el animalito es realmente
simpático, ¿verdad? -Elmer bailoteaba sobre el escritorio, con su eterna
sonrisa.
— El laboratorio ha
logrado maravillas con ellos -dije.
— ¿Y qué tal usted con
sus leones? -evidentemente, en las tarjetas tenían una información muy amplia
acerca de m í.
— No es fácil. No es
fácil -respondí-. Pero algo vamos logrando. Creo que Andy estará listo en un
par de semanas…
— Bien, bien -me
extendió una tarjeta amarilla, el pase para el psiquiatra-. Vaya a verlo. Unas
vacaciones le vendrán bien, créamelo.
— ¿Eso es todo?
-pregunté.
— Todo -respondió,
tendiéndome la mano. Elmer saltó a su brazo, corrió por él, luego por el mío y
saltó a mi bolsillo. Tomé la tarjeta.
— Gracias -dije-.
Adiós.
— Adiós, amigo. Duerma
tranquilo.
* * *
En el Ámbito Sutil, figuras
celestes se desplazaban con alegre y cautelosa velocidad. Voces susurradas,
cánticos apenas esbozados, aleluyas inaudibles para casi todos los seres
humanos poblaban los aires. Algo estaba por suceder.
Mairam E., clase F., me
miró con ojos asombrados.
— Se deslizó en mi
bolsillo -expliqué confusamente-. Simpático el bichito, ¿verdad?
Ella se ruborizó.
— Señor Marco T.,
clase E,…
— Puedes Ilamarme
Marco.
— …usted Sabe muy bien
que Elmer no puede haber saltado a su bolsillo. Por otra parte, su presencia en
mi laboratorio…
— Escucha, Mairam, con
tu suero preparas admirablemente a estos bichos; tu colaboración con mi trabajo
es inapreciable. Pero no quería decirte esto; quería decirte…
— Señor Marco T.,
clase E,…
— Escucha, Mairam, no
hay que ser tan rigurosos con esto de las clases. Es una convención social,
solamente un problema de dinero. Muy pronto tú pasarás a ganar un sueldo igual
al mío, y también serás clase E. Quiero saber si entonces…
— …entonces, si se da
el caso remoto de que yo pase a ser clase E, y sólo entonces, señor Marco T.,
clase E, usted podrá saber lo que desea saber. Mientras tanto, mi deber es
mantener rigurosamente las distancias. Usted debería saberlo mejor que yo.
— Debería saberlo,
pero no sé qué me pasa. Te seré franco: yo robé a Elmer. Quería tenerlo en
casa, quería que fuese mi amigo. Sabes, logras maravillas con estos bichitos,
parecen casi humanos. No puedo tolerar la idea de tener que ametrallarlos para
que esos estúpidos leones…
— Por favor, señor
Marco T., clase E, no continúe. En estos casos corresponde ver al psiquiatra.
Unos días de vacaciones le sentarán muy bien, si me permite el consejo.
— Sí, se lo permito,
gracias. Es el mismo que me dieron los policías. Aquí tengo el pase. Veré qué
hago.
* * *
El Gordo, evidente clase C,
no se sentía del todo cómodo ante Frank, clase B.
— Permítame señalar,
señor, y esto sea dicho con el mayor respeto, no me parece enteramente justo
adjudicar a Kcrem la entera responsabilidad de ese 0,4%.
Frank suspiró.
— ¿Qué otra
posibilidad cabe?
— Mutación -respondió
brevemente el Gordo-. Una simple mutación en algunos individuos.
Frank se rascó la cabeza.
— Lo hemos pensado,
desde luego. Pero el chequeo de esta posibilidad también correspondería a Kcrem,
¿no es verdad?
— Para ello -respondió
el Gordo, ya más seguro de sí mismo- necesitaríamos atribuciones especiales. Se
trataría de invadir el fuero íntimo de una serie de respetables ciudadanos de
diversas clases.
— ¿No existen formas
de operación menos, digamos, traumáticas?
El Gordo sacudió la cabeza.
— No. Un verdadero
chequeo debe hacerse a fondo. Y es por lo menos una empresa complicada y
costosa. Kcrem está dispuesto a hacerlo, desde luego, pero la orden debe venir
de arriba. ¿No es así, señor?
— Eleven un informe.
Nosotros elevaremos el nuestro. Supongo que en breve llegará la notificación
para que comencemos a actuar. Pero insisto en que la entera responsabilidad
corresponde a Kcrem.
— De acuerdo, señor.
* * *
— Sue,Sue,Sue… ¿no le
dice nada?
— No, doctor. Ojalá me
dijera algo. Es obsesionante.
— Para mí es muy
claro, pero preferiría que lo dijera usted mismo.
— Oh, déjeme, doctor.
Estoy cansado. Tengo sueño.
— ¿Tiene qué?
— Sueño -respondí
malhumorado-. Anoche no pude dormir bien. En realidad, hace varias noches…
— Sue… ño -el
psiquiatra sonreía ampliamente y se frotaba las manos-. Sue… ño. ¿Comprende?
— ¿Sue… sueño? Oh, es
una estupidez. ¿No puedo dormir porque me obsesiona la palabra sueño? ¿O la
palabra me obsesiona porque no puedo dormir? Es un círculo vicioso que no
explica nada.
El psiquiatra señaló con la
punta del lápiz una hoja de apuntes. Seguía sonriendo con satisfacción.
— Su padre, según
usted mismo me dijo hace un rato, era profesor de inglés.
Yo asentí.
— A ver, entonces,
asocie un poco más. “Sueño”, en inglés…
— ”Dream” -respondí
rápidamente -. Se dice “dream”, ¿verdad?
— Exactamente. Ahora busque
un anagrama… cambie de lugar las letras, busque un poco…
Yo resoplé.
— Eso del complejo de
Edipo… qué tontería. ¿Estoy enamorado de mi madre?
— Digamos que la
busca. “Madre” se reordena en su inconsciente subyugado por un superyo paterno,
formando la palabra inglesa “dream”. Pero la represión no permite que aflore
tal cual; lo traduce al español, y aún así sólo puede aflorar parcialmente, y
disfrazado con un nombre de mujer, otra vez en inglés… De paso, recompone la
pareja padre-madre, una evocación femenina y masculina al mismo tiempo. Allí
tiene a su Sue.
— El anagrama podría
ser también “merda”, en italiano -me había invadido una furia irracional-.
Mierda, ¿no le parece? Uno de mis abuelos era italiano, y…
— Es lo mismo. La
regresión lo lleva a las etapas anales de organización de la libido. Mierda,
madre. Lo que habría que estudiar es el porqué de esta regresión. ¿No está
satisfecho con el sueldo que gana, con su clase, con el trabajo que realiza…?
— Oh, creo que sí.
Demasiado satisfecho, tal vez.
— ¿Demasiado?
— Bueno, quiero decir…
Hay una chica clase F, que…
* * *
Esta mañana veo más cosas
que de costumbre. Todo es distinto. Los colores presentan más matices, y hay
muchos más objetos y personas que otros días. La mayoría de las personas
caminan, curiosamente, con otras dos, armadas, que van detrás como
guardaespaldas. El aire es infinitamente dulce y embriagador. Los colores del
cielo son maravillosos. Me siento muy raro.
De pronto recordé: las
pastillas Kcrem. Había olvidado tomar mi pastilla roja (para la clase E) al
levantarme. Por primera vez en mi vida. ¡Dios mío! ¿Qué ira a sucederme ahora?
Caminé nerviosamente hacia
el edificio donde trabajo. No quise tomar el ómnibus ni, menos aún, usar mi
coche en esta deliciosa mañana primaveral, donde los cadáveres sangran tiñendo
de un hermoso color bermejo… ¿Cadáveres? ¡Oh, Dios! ¿Qué irá a sucederme? Oh,
si mi madre viviera… Estaría con el corazón en la boca. Esa vieja dolencia mía.
Algo justamente relacionado con el corazón, creo. Pero le había jurado no dejar
un solo día la bendita pastilla roja. Y hoy… Sue,Sue,Sue.
Con un par de saltos, un
bandido clase K se plantó ante mí y me apuntó con un enorme trabuco.
— Todo su dinero. Ya
misino.
Las ametralladoras lo
barrieron. Miré a mis costados y vi a los hombres que me custodiaban. Uno de
ellos extrajo un frasco Kcrem, el otro me abrió la boca presionando
groseramente mis mandíbulas. Una pastilla roja. Luego, todo va desapareciendo
de mi vista: el bandido acribillado, los guardaespaldas, los colores del cielo…
y voy perdiendo memoria de estas cosas. Sue. Sue. Sue.
* * *
Entregué la receta a la
gatita que cuidaba la puerta.
— Qué tal, precioso
-saludó. Ellas no necesitan guardar respeto de clase, tienen libertades
especiales, aunque son de clase ínfima-. Hacía tiempo que no lo veíamos por
acá. Oh -silbó-. Tratamiento completo, por orden del psiquiatra. Muy bien,
chiquito. Te las arreglaste para que pague el seguro de enfermedad. Adelante,
adelante. Tendrás tu servicio de primera -apretó unos botones y ondulantes
muchachas rubias salieron a mi encuentro. Me llevaron dulcemente por mullidas
alfombras rojas.
* * *
En el Ámbito Sutil, los
coros se organizaban maravillosamente, El Aleluya llegó como un suave rumor a
los oídos de un 0,4 % de seres que muy pronto deberían sufrir una prolija
investigación por parte de Kcrem. Mairam E., clase F, primorosa en su camisón
celeste, cerró el libro y apagó la luz. Una luz tenue pareció permanecer en la
habitación. Mairam tenía una serie de sensaciones muy agradables, que no podía
explicar.
“Aleluya, aleluya.” Figuras
celestes, aladas, revoloteaban alegremente a su alrededor; pero Mairam sólo podía
percibir una extraña forma dolorosa de felicidad, algo que tenía que ver con su
vientre y con deseos indescifrables, que traían una sonrisa involuntaria a su
cara angelical.
“Aleluya, aleluya.” Mairam
comenzó a dormirse como acunada por una gran mano protectora y cálida.
* * *
Las rubias habían aceitado
sus cuerpos y también a mí me habían quitado las ropas, bañado y untado con
aceites perfumados. Toda mi piel era minuciosamente recorrida por sensaciones
placenteras. Y sin embargo… Sue seguía allí, algo me obligaba a apretar los
dientes. No podía entregarme como otras veces.
— Vamos, querido. Sé
natural. La Reina Gata espera.
Lenguas sutiles
cosquilleaban por todas partes. Otra boca, roja y caliente, se apretó contra la
mía.
* * *
El agente Thompson, clase
C, debió presentarse ante el comando Kcrem. Se le entregó el paquete de
instrucciones. Se le otorgaron plenas facultades, incluso por encima de clases.
El agente Thompson, apuesto y jovial, sonreía. Por último, el Gordo le dijo:
“Tomaremos una tarjeta, al azar, del paquete. Por allí deberá comenzar”. No
advirtió el ser alado, intangible, que guió su mano.
Me llevaron, colgando
flojamente, hasta el cuarto contiguo. Sobre la alfombra, roja y espesa, el sexo
de la Reina parecía destellar como una gema con los reflejos del fuego que
ardía en la estufa. Semisentada, la cabeza apoyada en almohadones rojos, una
pierna extendida, recogida la otra, los párpados entornados sin llegar a velar
la intensidad de su mirada de un verde vegetal.
El agente Thompson, a solas
en su despacho, estudiaba la tarjeta tomada aparentemente al azar: Marco T.
clase E.
La clase E tiene derecho a
las primas gatas, pero esto no les satisface. Sueñan con un hogar. Quieren una
compañera: el amor, eras cosas. Sin embargo, es difícil para un clase E
ascender a clase D, donde se permite el matrimonio. Al parecer, el tal Marco T.
más bien prefería descender a la clase F; según un reciente informe del
psiquiatra, el muchacho estaba enamorado de una clase F, una tal Mairam E., y
preferiría un noviazgo eterno y platónico con ella a la posibilidad de las
primas gatas o al difícil ascenso de ambos a la clase D.
“Bien”, pensó Thompson,
“por aquí hay una pista para las fallas de Kcrem. El viejo amor… -, porqué
hablarán de mutaciones esos tontos?” Luego dejó todo de lado sobre el
escritorio y se puso a silbar una canción antigua, algo con ritmo de
ferrocarril. El agente Thompson elevó la vista al cielo raso y sonrió; pero su
sonrisa no se parecía a la sonrisa de los ratones que preparaba Mairam en su
laboratorio. El silbido fue haciéndose monótono y finalmente se transformó en
una versión moderna y muy personal del Aleluya.
* * *
Todo había salido mal. La
Reina no estaba satisfecha y a mí me dolía la nuca y también el cuerpo en
varios lugares. Al incorporarme me vino una sensación de náusea y el dolor de
la nuca se hizo más agudo. La Reina me dijo que no me fuera, y cuando me vio tambalear
hacia la puerta comenzó a insultarme. Me di vuelta para escupir sobre la
alfombra. Las primas gatas acudieron solícitas, tratando de renovar su
tratamiento, pero las aparté. Unas manos volvieron a tratar de aferrarme. Sue.
Sue. Sue.
Sue. Suero. El suero de
Mairam. Los ratones felices. ¡Mairam! ¡Mairam mía, dame tu suero para ser
feliz! Mairam mía, Mairam suero sueño / si no puedo tenerte / quiero ser un
ratón acribillado / quiero cumplir con mi deber / un ratón feliz. Mairam quiero
tu suero. Mairam, te amo.
* * *
El agente no sonreía.
— Esto es serio, Marco
T., clase E.
Yo asentí. Otra vez las
tarjetas sobre el escritorio, pero no había ratones bailoteando.
— Las primas gatas son
sagradas, sabe.
Volví a asentir.
— Es verdad -continuó,
sin levantar la vista de la tarjeta- que usted fue insultado por ellas. Pero,
vea, usted me caía simpático con aquel asunto del ratón; ahora, cuando un
hombre trata de pegarle a una mujer… a varias mujeres… -el agente frunció el
ceño-.
Lo siento. No soy yo quien
debe juzgar. Pero quiero decirle que esta vez quizás no sea suficiente un pase
al psiquiatra. Debo consultar…
Oprimió aquellos botones.
Esperó unos minutos.
Mientras tanto habían
aparecido dos hombres, que venían de afuera. Se inclinaron sobre el escritorio,
mostraron al agente algunos papeles, me señalaron, y luego fueron a sentarse en
otros sillones. El agente oprimió nuevos botones. Por fin, les hizo una seña
con la cabeza y los hombres se me acercaron.
— Señor Marco T.,
clase E, le rogamos que venga con nosotros.
Miré al agente, quien hizo
una seña de aprobación.
— No tema -dijo uno de
los hombres-. Está en libertad. Simplemente le rogamos que venga con nosotros.
Volví a mirar al agente,
quien volvió a hacer un gesto de asentimiento. Como confirmación total, juntó
mis tarjetas para archivarlas, con ademán de dar el caso por cerrado.
— ¿Adónde me llevan?
-pregunté.
— Lo requiere el
agente Thompson, de Kcrem, por un asunto oficial. Algo confidencial sobre las
pastillas que usted toma. Pero está libre; venga con nosotros si quiere, o
quédese con el agente -movió la cabeza en dirección al escritorio. Como estaban
las cosas, no me llevó mucho tiempo tomar una decisión. Sentí cierto alivio,
pero los seguí no sin recelo.
— Quietito, quietito,
como un hombrecito -Mairam inyectaba dulcemente el suero a un ratón, llamado
Miguel-. Muy bien, muy bien -Mairam sonrió, y el ratón le devolvió la sonrisa y
después se puso a brincar sobre la camilla. “Creo que le gustará al señor Marco
T.”, pensó Mairam, y pulsó el botón que comunicaba con su oficina. Pero no hubo
respuesta.
Con curiosidad, pues el
señor Marco T. jamás llegaba tarde y ya estaba bastante avanzada la mañana.
Mairam se permitió avanzar por el pasillo hacia su oficina. Golpeó suavemente
con los nudillos. “Adelante”, dijo una voz profunda. Mairam entró.
— Buenos días, Andy
-dijo.
— Buenos días,
señorita Mairam E., clase F -respondió el león.
— ¿Has visto al señor
Marco T., clase E?
— No, señorita. No ha
venido esta mañana. Y la verdad es que me preocupa. Tal vez haya optado por
esas vacaciones que le ofreció el psiquiatra; pero me pareció entender que
prefería rechazarlas.
— Así tenía entendido
yo -repuso Mairam.
— ¿Qué tal el nuevo ratón?
-preguntó Andy.
— Espléndido. Creo que
al señor Marco T. le encantará.
— Espero que vuelva
pronto.
— Imagino que no habrá
tenido ningún inconveniente serio.
Yo estaba en libertad,
según me habían dicho, pero era una libertad muy especial. Aún no había logrado
ver a ese tipo de Kcrem, el tal Thompson, y me habían relegado a una piecita
que tenía mucho de celda. Allí pasé la noche y buena parte de la mañana. No
tenía conmigo las pastillas, y esto me producía cierta inquietud creciente. Al
promediar la mañana, comencé a tener percepciones extrañas: rumores,
presencias, siluetas. Alguien se movía a mi alrededor en la pieza vacía y tuve,
como en un relámpago, el recuerdo fugaz de unos guardaespaldas que me
custodiaban permanentemente. Luego este recuerdo se borró, y comencé a sufrir
nuevas alucinaciones. Aleteos celestes, algo como música, muy sublime, un coro
de ángeles. Después, cambios en los colores de las cosas, y objetos que iban
surgiendo, primero débilmente, luego muy concretos en la habitación. Ya no daba
más de angustia. De pronto, mis guardaespaldas se hicieron bastante visibles.
Uno estaba sentado en un sillón, fumando. El otro, acodado contra uno de los
pilares de mi cama, masticaba chicle.
— Ustedes -dije-. ¿Qué
hacen aquí?
El de la silla se levantó,
destapando un frasco de Kcrem. Extrajo una pastilla roja. Fue inmediatamente
acribillado, junto con su compañero, no se sabe desde dónde. Pero los cuerpos
no desaparecieron; quedaron enroscados en el suelo, desangrándose. No tenían en
el rostro la sonrisa de los ratoncitos felices. Me pregunté si habrían muerto
en el cumplimiento de su deber.
Se abrió por fin la puerta
y unos hombres me hicieron salir.
— Disculpe la
violencia -dijo uno, como hablando de algo sólo poco importante-. Era
necesario.
Me encogí de hombros.
— ¿Adónde vamos?
— El agente Thompson
lo está esperando.
* * *
— Debe transcurrir
todavía cierto tiempo -dijo el agente Thompson. Manejaba con gran habilidad el
largo coche deportivo. Yo, alelado, no podía contener la emoción: a mi alrededor
el mundo vibraba como si recién hubiese nacido de manos del Creador. Todos los
colores, todos los aromas, toda la luz y el cielo-. Ya verá dentro de unos días
-apuntó a un transeúnte con la pistola que llevaba en la mano izquierda-.
¡Llegó lo hora! -gritó, y el transeúnte se desplomó sin ruido. Nadie pareció
advertirlo.
— Todo empezó, tal
vez, como una aprensión maternal -dijo Thompson-. El mundo parecía duro, muy
duro, cruel, a gente que había recibido cierta educación. Les parecía
preferible ignorar algunas cosas desagradables. Así nació Kcrem, según yo
imagino; sobre todo, pensando en los hijos. Por otra parte, creían en la
muerte. Inventaron la muerte para protegerse del dolor y ya ve, perdieron todo
esto, casi todo.
Mis percepciones iban mejorando.
Casi no había un espacio vacío en el universo. Mi propio cuerpo aparecía como
algo maravilloso, casi sin límites. El agente Thompson era apenas un núcleo de
voluntad que arremolinaba sin cesar los átomos a su alrededor. El y yo, y los
demás, éramos apenas puntos muy densos de volición; el resto era como un río de
átomos y ondas que danzaban y se entrechocaban produciendo todos los matices de
todos los colores y de todos los sonidos. Un mundo maravilloso.
— Son muchos años de
pastillas Kcrem, malditas sean -dijo Thompson-. Algunos efectos pueden ser
irreversibles; pero ya ganaste algo, ¿verdad?
Asentí. Los seres celestes
eran ráfagas, eran hilos, eran cánticos puros, sonido de alabanza casi sin voz.
— El cielo está
agitado -murmuró. Anochecía. La puesta de sol era una fiesta de explosiones-.
Esos tontos de Kcrem… ¡Mutaciones! Y la Oficina de Planificación piensa que las
pastillas están perdiendo su eficacia por alguna falla de producción. No
sintieron nunca ni siquiera hablar del amor…
— Andy, estás pronto
-dije. El león asintió con la cabeza-. Volverás a la selva. Un día, un cazador…
— Lo sé, señor
-murmuró con indolencia-. Pero quisiera pedirle un favor.
— Muy bien. Dime.
— No hace falta el
suero de la señorita Mairam E., clase F. Puedo ser feliz por mí mismo.
Lo contemplé con
admiración.
— Repite eso que has
dicho.
Bajó la cabeza, como
avergonzado. Luego volvió a alzarla y me miró a los ojos.
— Usted también la
ama, señor. Sabe lo que es eso.
Mairam, la pequeña Mairam.
— ¿Y eso lo hace
feliz?
— Sí, señor. ¿A usted
no?
Pensé en las primas gatas.
Suspiré.
— No sé, Andy. No sé.
— Es una mujer muy
especial, ¿verdad?
— Sí, Andy. Es una
mujer muy especial.
* * *
— ¡Señor Marco T.,
clase E! -exclamó Mairam, radiante-. ¡Por fin ha vuelto!
Ahora podía verla como un
núcleo celeste, resplandeciente. Nuestros átomos se entreveraban alegremente.
Sentí deseos de besarla, y sucedió algo imprevisto.
Un solo latido rítmico.
Un solo ser, que no estaba
ni dentro ni fuera de nosotros.
Un soplo.
— ¡Marco! -ella estaba
ligeramente asustada. Yo sonreí.
* * *
— No sé cómo diablos
encarar mi informe -dijo Thompson-. Los tontos de Kcrem y los más tontos de más
arriba quieren algo concreto.
— Thompson.
Levantó la vista.
— Hay novedades. Lo
supe. Diga cualquier disparate en su informe. Nada tiene importancia.
— ¿Novedades?
— Algo en el Ámbito Sutil.
Es el tiempo. Ya viene el tiempo. Lo sé, no sé cómo.
* * *
A nuestro alrededor,
cadáveres, hombres agonizantes, tableteos de ametralladoras. Por un instante
pensé en las pastillas rojas. Luego sacudí la cabeza.
— Por querer
protegernos del Infierno, nuestros ancestros nos privaron del Cielo -dije.
Thompson sonrió.
— Tal vez el pecado
original haya sido el miedo -dijo.
— Marco. Marco -Mairam
me tomó una mano-. Marco, estoy haciendo estudios acelerados. En un año pasaré
a clase E, y en otro más, a la clase D. Entonces podremos…
Sacudí la cabeza.
— No, chiquita. No
hagas disparates. De todos modos, no te lo permitirían.
— ¿Quiénes?
— Ellos -dije,
señalando las figuras celestes que revoloteaban a su alrededor.
— ¿Quiénes?
* * *
— Como consecuencia de
mi informe -dijo Thompson-, serás degradado a clase F, para comenzar. Luego
seguirá el descenso de clases, si todo marcha de acuerdo con lo previsto.
— Gracias, Thompson.
* * *
Mairam lloraba.
— No entiendo.
¡Sencillamente no entiendo!
— ¿Qué pasa?
— Otra vez he sido
degradada. ¡Oh, Dios! ¿Por qué? -Mairam, ya no tomarás tus pastillas verdes.
Mairam, mírame.
Mairam me miró.
Luego comenzó a sonreír. Y
sonrió, sonrió, sonrió.
* * *
Creen que las clases
indican un status económico y social. Es cierto, pero no es toda la verdad: en
orden inverso, indican un status perceptivo… Pero debo apresurarme; ya está
casi todo listo. Y esto es algo que no me puedo perder.
* * *
Thompson, borracho clase Y,
con una metralleta en cada mano, grandes bolsas bajo los ojos, se divierte
despachando guardaespaldas invisibles desde la terraza del Café de la Paix.
* * *
Andy, en su selva, salta
sobre un cazador y le deja la marca de sus zarpas en el cuello. El cazador
consigue disparar su ametralladora.
* * *
He tornado algunas
pastillas rojas, las últimas. Me arrastro en cuatro patas por la alfombra roja.
La Rei na muestra sus aceitadas nalgas. Las primas gatas aúllan y maúllan.
Busco uno de esos pechos enormes y me prendo golosamente de un pezón. En el
hogar, la leña arde silenciosamente. La Reina gime.
* * *
Una estrella enorme en el
cielo. Como un sol. Se mueve lentamente hacia Occidente. Un soplo celeste me
viene a despertar. Es Thompson.
— ¡Vamos, Marco!
¡Llegó la hora!
* * *
Viajamos como ondas, como a
caballo de los átomos; es un desplazamiento vertiginoso y fulgurante, que cruza
el firmamento. Caemos de rodillas ante Ellos.
Mairam, radiante, inclina
su cabeza sobre la cabeza del niño que bebe de su pecho. Las ondas celestes,
una sola voz apenas audible, canta: “Santo, Santo, Santo. Gloria a Dios en el
cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”. Amén.
Autor: Mario Levrero
Montevideo,
19 de
enero de 1977
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