Micaela
Maugeri, estudiante de abogacía, se quedó ese día unas horas de más. Es algo
común con los pasantes que se los explote todo lo humanamente posible, y
Micaela realizaba su pasantía en el edificio de Tribunales. Un Estudiante de abogacía
es casi casi un abogado. Sera por eso que casi no da lástima verlos pasarse el
día entero revisando informes, leyendo expedientes y llevando café de aquí para
allá. Al igual que sucede con el campo de la medicina, en el del Derecho los
pasantes son los eslabones inferiores de la pesadilla burocrática, de la cual
el edificio de Tribunales, ubicado en el corazón del centro porteño, es uno de
los principales epicentros. Alguien debería de realizar un estudio comparativo
de naturaleza Kafkiana acerca de las tenebrosas relaciones y paralelismos entre
la burocracia legal y su prima la de Sanidad. Después de todo, el Estado es como
un gran cuerpo (Hobbes Dixit) del cual los legistas son algo así como sus médicos.
Los
pasantes suelen realizar durante días y días jornadas inhumanas,
maratónicamente largas, durante las cuales llevan una existencia casi pesadillesca
en donde vivir es siempre un estar entre pasillos polvorientos y viejos
expedientes. Si comprendemos esta existencia de monje franciscano, se comprende
bien como estos futuros abogados aprenden aquí la mística facultad de perder el
sentido del tiempo casi al mismo tiempo que el gusto por la luz del sol. El
amor al trabajo y a la dedicación, ideales que declaman la victoria del capitalismo,
no emanan sino de este habito adquirido a fuerza de matar todo lo otro que de
humano hubo alguna vez en el oficinista, medico o abogado, que una vez
convertido a su función, queda inexorablemente abolido como ser vivo para pasar
a ser o maquina o, aún peor, apéndice de máquina, engranaje. El dicho debería
estar inscripto sobre la puerta de cada escuela de leyes: Que el que aquí entre
abandone toda esperanza”.
En su
propio caso, Micaela venia hacia días subsistiendo en ese estado de autómata y
de pseudozombi. Ese viernes (Micaela no tenía noción de que era Viernes, como
tampoco tenía noción de que hacia frio o de que hacía casi dos días que no
dormía: todo eran pasillos y mas pasillos de empapelados pesadillescos y tareas
absurdas) habia sido especialmente agotador. Había todo un torbellino de casos
y demandas, de re aperturas y procesos cíclicos o elípticos, de callejones sin
salida legal y de puros formalismos hechos con el mero afán de romper las
pelotas. La carga de trabajo se había venido incrementando de manera silenciosa
pero furiosa, sin prisa y sin pausa, como se forma una terrible nube de
tormenta antes del estallido.
Micaela lo presentía, de alguna forma lo venía
oliendo desde el comienzo de la semana. No por nada había más (increíblemente,
como si eso fuese físicamente posible, pero había mas) gente que de costumbre.
No por nada había recibido una cantidad significativamente mayor de pedidos
absurdos y de búsquedas de expedientes viejos y con olor a pis, que siempre
figuraban en archiveros de metal herrumbroso, pequeños castillos de la
inutilidad, o en algún altillo o habitación destartalada e infestadas de pulgas
o de algo peor conocidas como "dependencias adjuntas". Una
dependencia adjunta era básicamente cualquier espacio cerrado en donde se
pudieran apilar expedientes, viejas máquinas fotocopiadoras y cualquier traste
o cachivache que se le ocurriese al jefe de sección.
Era
precisamente en la dependencia adjunta número 27 en donde Micaela debía ir a
buscar un legajo correspondiente al caso de Leinmann y vecinos contra la
Sociedad anónima Dietrich. Este despacho adjunto, ubicado en el ala este, era
un infecto altillo de un cuartucho que surgía al final del pasillo, de una
puerta tan pequeña y disimulada que bien pasaba por un closet o un cuchitril
para guardar escobas y trapeadores o para que los lascivos abogados tuviesen
sexo con sus secretarias, o bien las abogadas con sus respectivos cadetes.
Le habían
solicitado el legajo un poco después del café de maquina (dos monedas de un
peso, horrible y semejante a ese liquido que escurren los trapos de piso
viejos) y la medialuna ( con gusto a humedad, seguramente del día anterior,
traída seguramente por algún hijo de puta de algún bar aledaño, y colocada con
una piedad maligna en la bandeja), por lo que el horario del pedido habría sido
entre las diez y las once de la mañana. Luego, lógicamente, se sucedieron
muchos otros pedidos y llamadas, con sus correspondientes anulaciones (que
luego eran nuevamente reclamados) o agregados (que luego eran descartados o
sencillamente ignorados), sumados a los intermitentes, pero constantes pedidos
de remises y tés y cafés y por que no también algún mate (¿Quién ceba mate,
che?) y ya que estamos Mica podría irse a comprar unas facturas ¿no? Claro que
si señor gordo de mierda, claro que Doctora hija de puta, por supuesto
secretaria putita, como no Pichón de Garca inescrupuloso, pensaba ella. Mica
puede ir a traerles el desayuno a todos.
- No no. No se haga problema que por supuesto
las pago yo, usted solo va y las trae – Dijo el Arribalzaga, haciendo el amague
de sacar su billetera del bolsillo.
- Claro,
como no Dr. Arribalzaga.
E iba. Si,
como no, como no, Señor Arribalzaga. Como no, señor gordo hijo de puta, tomador
de cocaína olímpico, parasito incurable, como no. Con todo el gusto del mundo,
la puta que lo pario. A Micaela Maugeri, estudiante del último año de abogacía,
le daba terror y también un poco de asco pensar que ella estaba sufriendo todo
eso solamente para algún día convertirse en esas momias de traje viejo y cara
llena de ojeras. ¡qué caras, por dios! Era una suerte que la rutina casi
militar de los pasantes de Tribunales le impidiese casi por completo ese asunto
molesto de pensar: Cumplir con todos los pedidos, por absurdos que estos
fuesen, requería una precisión y constancia de autómata. Un pensamiento, una
idea, una miradita de más a esa planta o a esa ventana eran una distracción que
interrumpía la armonía de ese ritmo fabril. Tales transgresiones eran notadas
de inmediato y archivadas para siempre en la memoria de los abogados y
directores de sector. Era la escolástica medieval: la individualidad no era
algo que estuviese permitido.
Llegadas
las seis de la tarde, horario de cierre para los no iniciados, aquel pedido
inicial del legajo para Leinmann contra Dietrich había sido olvidado
completamente. La memoria es una cosa curiosa, pero esto comienza uno a saberlo
cuando la supervivencia depende de su correcto funcionamiento. Es como todo:
solo nos interesamos por su funcionamiento interno cuando comienza a fallar. La
memoria de Micaela tenía un seguro contra incendios que consistía en acordarse
a última hora de cualquier cosa que se olvidara en el transcurso del día. A las
6:35, mientras llevaba una bandeja con café y sanguchitos a la sala de
reuniones número siete, recordó el pedido. No es que fuese una perfeccionista,
ni que tuviese una especial pulcritud o sentido de la responsabilidad tal como
para no dejar para el Lunes un pedido que fue hecho un viernes. Lo que sucedía
era otra cosa. El movimiento de la rueda burocrática funcionaba (esto Micaela
lo había aprendido al dedillo) fundamentalmente a base de absurdos y errores
puros, pero estos errores obedecían todos a una coherencia interna y superior,
que no obstante era totalmente incomprensible para los simples cadetes y
asistentas, e incluso también para los abogados, jueces y fiscales, pero (y
esto lo creía Micaela) de ningún modo podía serlo para la Justicia, que era la
deidad abstracta y trascendente para la que todos oficiaban de sacerdotes y
sacerdotisas. La justicia, que en un plano suprasensible e incorpóreo era,
debía ser, sin dudas una armonía de perfecto orden y sentido, se hipostasiaba
en el mundo sensible y corpóreo como un caos lleno de suciedad y de todo
sentido. Micaela creía que en la Justicia, con J mayúscula, todos los errores y
sinsentidos quedaban perfectamente justificados y ordenados. Pero incluso
dentro de este orden había pedidos y tareas que debían ser ejecutados con
celeridad y precisión, como si la estabilidad del edificio entero dependiese de
ello. No había forma racional de saber que pedidos, de entre los miles que se
realizaban diariamente en Tribunales, era de esos pedidos importantes. Esto no
podía saberse ni por el número del juzgado, ni por originarse en tal o cual
oficina, ni por quien lo ordenaba (los mismos jueces realizaban casi todo el tiempo
los pedidos más absurdos e inverosímiles), ni por ningún tipo de santo y seña
en el modo de ser pedido. Y sin embargo cada cual sabía si se le había
encomendado un pedido importante o no: Era intuitivo. La justicia descendia del
plano trascendente al plano material como si fuese el espíritu Santo. Asi fue
que cuando le pidieron el legajo aquel sintió el inconfundible escalofrió con
ráfaga eléctrica corriéndole desde la cadera hasta la nuca, algo que era como
una descarga que la sacaba, si bien solo parcialmente y por unos minutos, de su
automatismo habitual. Luego venia la presión taquicardica de cumplir con el
pedido sin desentonar del pachorriento y gris andar general del resto de los
cadetes y ayudantas, como disimulando lo transcendental de la tarea. Porque no
fuese cosa que creyeran que ella era una idealista o una trepadora, tratando de
destacarse por sobre la media.
El destino
de estos pedidos, sobre todo si eran mal ejecutados, tenían consecuencias
determinantes para el pobre pasante. Micaela había escuchado muchísimas
historias, todas dignas de un sainete
criollo, en donde por las razones más lógicas o más increíblemente
inverosímiles, algún pobre cadete o asistenta no había podido cumplir en tiempo
y forma con un encargo esencial, y entonces le ocurrían terribles desgracias,
que iban desde perder la beca y el empleo hasta ser expulsado de la facultad o
sufrir alguna desgracia familiar o revés amoroso, llegando incluso a haber
historias que terminaban con el suicidio o el loquero para el empleado
ineficiente.Si bien Micaela creía que estos últimos casos extremos eran solo
mitos que servían a modo de metáfora coercitiva, sentía ella también un poco la
presión de finalizar con esas tareas lo antes posible.
Pero al
mismo tiempo ocurría que mientras uno se moviese dentro del caos habitual,
podía cometer casi todos los errores imaginables siempre que las tareas fuesen
de las no trascendentes: desde enviar una carta a una dirección inexistente
hasta echarle sal al café, sin consecuencia alguna; Puesto que el caos y el
desorden eran el estado natural de Tribunales, no se observaba particularmente
a nadie, y entonces el error propio quedaba o tapado por un fallo ajeno o contrapesado
por algún parche rápido. También ocurría que una inminente catastrofe quedaba
nivelada por algún tema más urgente, de modo que ya a nadie le importaba y la
gran bola de papeleo seguía su marcha impunemente y sin mayores consecuencias.
En ese estado natural, del que por supuesto quedaban exentos los pedidos
esenciales, reinaba casi un clima cordial y dicharachero (un extranjero diría
que es la viveza criolla) y generalmente los abogados simulaban sostener una
buena opinión de todo el mundo, cuando la realidad era que estaban en la más
profunda ignorancia hasta de sus propios casos, y la mayor parte del tiempo se
la pasaban masturbándose en sus despachos o teniendo sexo con algún
subordinado, si no es que dormían muertos de aburrimiento o borrachos como
cubas. Todo el mundo era inocente hasta que se demostraba lo contrario cuando
eran defensores, y culpables hasta que se demuestre lo contrario cuando eran
fiscales; Y claro que para demostrar esto o lo otro tenía que existir la
voluntad de querer demostrarlo, la cual no existía casi nunca; Salvo, claro está,
en los pedidos esenciales. Cuando algún dependiente comenzaba a demorarse o a
cometer la más mínima imperfección con uno de estos encargos, las miradas de
todos los enterados comenzaban a fijarse, impacientes, en el infractor. Y así
como antes el cadete podía cometer todos los errores avalado por la uniformidad
del caos general, desde que es puesto bajo el ojo de algún juez o algún fiscal
o tan solo de un abogado, queda sometido a la más minuciosa de las vigilancias.
De hecho, la excelencia requería tales proporciones a los ojos de los jefes que
estos empezaban a ver errores incluso donde no los había. Micaela lo había
visto: Lo que cambia no es la efectividad del pasante sino la perspectiva con la
cual se lo juzga. Y de eso era imposible volver: una vez que alguien caía en
desgracia con algún superior, podía darse por muerto, burocráticamente
hablando.
Micaela no
podía creer como justo a ella se le había pasado por alto un pedido de tal
importancia, y por eso no dudo, pese a que ya había terminado la jornada, en
dirigirse a toda velocidad hacia el susodicho despacho para encontrar el
bendito legajo, que era para ella el indulto o la bula papal, y llevarlo a la
carrera al despacho del cerdo de Arribalzaga, que era quien lo había pedido.
Si se movía
con rapidez y celeridad, pero sobre todo poniendo una cara de anciano
descompuesto (la expresión de los administrativos por excelencia), estaría aun
a tiempo de camuflar su olvido. Si, Arribalzaga había estado toda la mañana
persiguiendo a la rubiecita culona que estaba recién ingresada al departamento
de archivo, no había manera de que se hubiera percatado del olvido. Entonces,
pensaba Micaela, si colocaba el legajo debajo de la pila de expediente sin
revisar, en el lugar correspondiente a la mañana de hoy, el error era achacable
a cualquiera que hubiese pasado por la oficina de Arribalzaga, y este número
ascendía desproporcionadamente. Incluso podría culparse al propio Arribalzaga
por no ver un informe tan importante cuando el mismo estaba en la oficina.
Encontrar
la dependencia adjunta número 27 no fue una tarea tan fácil como se lo imagino
en un primer momento: La puerta estaba casi escondida al final de un pasillo y
la poca iluminación ayudaba a ocultarla. Había cierta similitud con los
pasadizos secretos de los castillos. El cuarto era de tres por dos y, exceptuando
la luz mortuoria que salía de un foquito parpadeante y zumbon, estaba
completamente en penumbras. Micaela noto entonces que los archiveros de metal
verde ocupaban las cuatro paredes, llegando todos hasta el techo y reduciendo aún
más el tamaño del a habitación, de modo tal que el único movimiento posible era
girar sobre sí misma para ver filas y filas de cajoneras verdes. El olor a
encierro de esa bóveda de expedientes era prácticamente inaguantable, una
mezcla de olor a orina humana, a humedad (instantáneamente podía pensarse en el
moho o en un pantano) y a tabaco barato.
Era un
asco, sin dudas un asco. Ese hijo de puta de Arribalzaga se las iba a tener que
pagar, junto con tantas otras. Una por una y con intereses, no había duda. Hacía
un calor terrible ahí adentro, era insoportable, peor que una morgue, que un
sauna o un vagón del Sarmiento en pleno febrero.
Increíble
el olor que hay acá adentro. – pensó Micaela, mientras abría con rabia una
cajonera al azar - ¿habrán usado algún pegamento? Esto está todo desordenado,
rarísimo que las cajoneras no tengan ni siquiera una mugrosa etiqueta con
lápiz, ninguna referencia. ¿Cómo podía alguien encontrar algo esas condiciones?
Además, era un asco eso, todas las hojas estaban o húmedas o resecas, como si
un plateosaurus hubiese orinado la habitación entera, dejando todo corroído y
maloliente. Curioso, no había notado que el aire estuviese tan enrarecido, tan
pesado. No… a ver en esa cajonera de allá (que poca luz hay acá, con esas
paredes amarillas parece un gran estomago). Micaela dio entonces un par de
pasos hacia atrás, sintiendo como un leve bamboleo, como si la existencia se
nublara y tirara de sí misma desde algún rincón del suelo.
Cuando
abrió los ojos, no supo muy bien que sucedía. Lo primero que advirtió fue que
la lamparita zumbadora seguía titilando al borde de agotar el límite de su
filamento. ¿Dónde estaba? ¿Estaba aun en la dependencia adjunta 27? Si,
indudablemente. La puerta se había cerrado casi del todo, y por la rendija de
la puerta entraba la luz casi mortecina del pasillo, una luz como de pasillo de
hospital. ¿Qué había pasado? Miro alrededor y vio algunos de los cajones
abiertos con un caos de sobres, papeles y cartas
Bueno, era
evidente. Quedarse dormida, no era la primera vez que le pasaba. Los baños y
esas dependencias adjuntas eran casi dormitorios oficiales. No obstante, las
otras veces habían sido siestas cortas, casi desconexiones milimétricas, micro
sueños. Todos los pasantes dormitaban intermitentemente, dos minutos por hora,
seis minutos cada cuarenta: Esa era la única forma en la que podían internarse
en jornadas de días y días de laboriosidad idiotizante. Entonces, ¿realmente se
había dormido? Trato de decidir esto mientras se ponía de pie. Noto que ni le dolía
la cabeza ni se sentía mareada, por lo cual descarto el desmayo, que de todos
modos no sería tan raro ese cuartucho infecto y sin ventilación.
Cuando
salió al pasillo vio que ya era entrada la noche. La oscuridad entraba por el
único ventanal al final del pasillo. Qué raro, dormir tanto, pensó. Al fin y al
cabo, las cosas no habían salido para nada como las había planeado: No solo no había
encontrado el expediente sino que además había perdido tiempo valioso durmiendo
como una imbécil.
¿Serian
pasadas las ocho? Maldita era la hora en la que había dejado el celular en la
mochila, siguiendo esa costumbre sectaria de no querer ser molestada en el
trabajo. Cualquier eventualidad del mundo exterior le recordaba lo pequeño que
era el edificio donde se la pasaba encerrada toda la semana. No le gustaba
darse cuenta de esto. Si el edificio era feo de día, de noche era sencillamente
tétrico, casi gótico. Micaela se había quedado ya otras veces hasta tarde, y
siempre le daba escalofríos salir sola a la plaza. Tal vez por eso, mientras apuraba
el paso por los pasillos oscuros (y entonces debían ya ser mas de las ocho,
porque a las ocho se apagan las luces) esbozaba una sonrisa resignada. Ya no
había forma de hallar el informe, de vital importancia, y le causaba gracia
especular de que misteriosas y terribles formas caería sobre ella la maldición
del empleado ineficiente.
La puerta
de la oficina estaba cerrada con llave. Era una lástima, pero no podría
recuperar su mochila hasta el día siguiente. Lo importante ahora era irse, no fuese
cosa que nadie la viese ahí dando vueltas como una pava y encima sin el
expediente… si, lo mejor era irse. Pero, ¿la habría visto alguien durmiendo en
la dependencia? Micaela se imaginó alguna malvada foto en la cartelera
principal y luego muchas y muchas fotocopias (de malísima calidad) replicadas
por todos los pasillos, sobre las bandejas de café, mezclándose con los
expedientes de modo tal que casi indefectiblemente alguna fuese a parar a
alguna cajonera y ella, Micaela Maugeri, pasase a la inmortalidad (pues era
sabido que todo papel que iba a parar a alguna cajonera quedaba preservado para
las siguientes generaciones, de hecho ella misma había visto expedientes de
principios de siglo) no en referencia a algún caso importante o por mención
honorifica, sino durmiendo en una dependencia roñosa. Pero no, seguramente
nadie la había visto, nadie podía haberla visto, o al menos
era muy poco probable, y menos probable era que si alguien la veía tuviese el
tiempo y (a esa hora, un viernes) sobre todo las ganas de fotografiarla.
Al llegar
al ascensor, Micaela comprobó, no sin fastidio, que este no funcionaba. Debían
de ser seguramente más de las doce de la noche entonces. Nunca había visto que
el ascensor dejara de funcionar. El ascensor era, junto con las cafeteras y las
copulas, de los pocos servicios ininterrumpidos del edificio de Tribunales y
del palacio de la justicia. Ahora iba a tener que bajar tres pisos por las
escaleras. A Micaela no le gustaban las escaleras, eran el lugar más sucio y abandonado
de todo el edificio. Era repugnante pensar en las telarañas y en la grasa en el
piso. No obstante, de alguna manera tenía que salir de ahí y volver a su casa,
y por eso mismo la consternación no fue menor al descubrir que la puerta de
salida estaba también completamente sellada. Sellada, si, era el termino
correcto, pues las puertas de emergencia eran, por exigencia gubernamental, a
prueba de fuego.
Micaela
recordó entonces que las puertas eran cerradas siempre a las 10 de la noche.
Cerradas desde fuera por el ordenanza del edificio, el cual debería estar, en
ese mismísimo momento, roncando a todo pulmón en la portería de planta baja. El
ordenanza solía encerrarse en la portería, nadie sabía a qué, la mayoría de las
noches. Esto, que en las monótonas tardes burocráticas era motivo de bromas
maliciosas o de cuentos de terror, le parecía ahora a Micaela algo por completo
terrible, pues era sabido que el muy canalla no atendía nunca el teléfono de la
portería (seguramente desconectado) y que entonces ella no tenia manera alguna
de contactarse con ese ordenanza del carajo. Las opciones estaban casi
agotadas, cuando a Micaela se le ocurrió la solución más obvia (que siempre
llega, por supuesto, al final de las deliberaciones, como siendo una tomada de
pelo del inconsciente para la razón especulativa). Era cuestión de levantar un
teléfono cualquiera y de llamar, no a un compañero, sino a alguna amiga o amigo
que viviese en las inmediaciones (y había varios) y que pudiese ir hasta la
portería a pedirle al ordenanza que abriera la puerta o habilitara los
ascensores.
En vano:
Los teléfonos estaban muertos. ¿Cómo era posible? ¿Algún apagón general? No, no
tenía sentido: las luces, si bien bajas, de un color amarillento sucio, como
haciendo juego con la impresión general de madero que se pudre a la deriva,
alumbraban (era un modo de decir) regularmente los pasillos y las salas.
Además, los teléfonos funcionaban sin electricidad. ¿Se darían de baja las
líneas por la noche? No, pensar esto era aún más idiota. ¿Por qué lo harían? No
tenía sentido, al fin y al cabo, preguntarse demasiado a razón. Los hechos se
estaban dando de un modo tal que la iban encerrando en ese tercer piso del
edificio de Tribunales. Eran los hechos, pensaba Micaela, eran los hechos los
que la iban acorralando, como una cadena inexorable o una serie matemática de
evento que obedecía a una lógica oscura pero despiadada. El desencadenante,
¿Cuál era el desencadenante? Los hechos no la acorralaban a una sin un desencadenante
que lo justificase. ¿había sido quedarse dormida? No, eso ya era un efecto…
¿pero un efecto de qué? Solamente podía haber una respuesta. Solo un hecho
podía postularse como desencadenante: el haber olvidado cumplir con la tarea,
el no haber traído ese informe de la dependencia inmediatamente y con toda
diligencia. Eso mismo que estaba viviendo debía de ser, sin duda, la tan temida
maldición del empleado ineficiente, especie de maldición de Tutankamon de siglo
XXI.
Micaela
escucho entonces un chillido. Era algo lejano o más bien indiscernible a
primera escucha, algo como un chillido muy corto y casi ahogado, como si
quisiese silenciarse en el hecho mismo de emitirse. Micaela espero y lo oyó nuevamente
aquí y allá, apareciendo y desapareciendo. Se dio cuenta que no era el mismo
chillido sino varios distintos. El miedo, o tal vez la repugnancia, comenzó a
trepársele al cuello incluso unos segundos antes de que su cerebro hiciera en
enlace entre lo que estaba oyendo y la memoria de lo que ya había oído en otras
oportunidades, o al menos creía haber oído.
Solo
entonces se dio cuenta de que las ratas estaban por todos lados, como
cucarachas, moviéndose rápidamente, quien sabe desde que cañerías o grutas,
para llegar luego a los pasillos y a los archiveros. ¿Qué hacían ahí, las
ratas? Seguramente se alimentaban de los expedientes, de los inacabables y
kilométricos expedientes, legajos y formularios, que abundaban en los
despachos, oficinas, dependencias y salas por miles y miles, formando paredes y
estructuras de papel blanco, amarillo y verde, toneladas de hojas, folios y
apetitosas carpetas de cartón. Micaela aguzo el oído y noto de que las ratas
habían estado ahí desde el principio. Tal vez se habían mantenido calladas en
un primer momento, como en una especie de celada propia del ajedrez, y ahora
comenzaban a hacerse oír, chillando entrecortadamente desde todos los rincones.
Micaela podía oír todo un coro de chillidos, pues adonde dirigiera el sentido
del oído, se oían chillidos de ratas y, lo que es peor aún, ruidos de patitas y
colas que corren y se arrastran, y ruidos de dientes que mastican y de hocicos
que husmean entre las carpetas y dentro de los cajones de madera. Micaela pensó
que solamente podrían salvarse los expedientes que estuviesen en archiveros o
en cajones metálicos y bajo cerradura.
¿Qué era lo
que iba a hacer? No tenía manera de comunicarse con el exterior, y parecía que
iba a tener que pasar la noche entera en un viejo edificio apestado de ratas.
No podía pensarse siquiera en comer algo, pues el buffet estaría naturalmente
cerrado, y las máquinas de golosinas y gaseosas habían sido tristemente
abandonadas hacia años. Nunca había sido tan consciente del orden estéril que
el ser humano genera para sí mismo. Una nacía en un mundo que se regía por un
orden natural y ¡paf!, terminaba como un fosforo en una cajita, dentro de un
orden euclidiano y cuadriculado, rodeado de líneas rectas y paredes lisas y
uniformes. Una nacía con todo el tiempo por delante, con una confusa idea de la
calidad temporal, y terminaba con algo parecido a la paranoia, que era una
capacidad pasmosa y casi increíble para medir y calcular el tiempo. Y a todo
esto le decían civilización.
Micaela
reflexionaba precisamente sobre esto cuando sintió que algo peludo y frio le
rozaba el tobillo, para sentir luego una sensación de pequeño tirón. Alcanzo a
ver un bulto grisáceo del tamaño de una pelota de tenis; Involuntariamente
salto hacia un costado ¡una rata! ¡qué asco! ¡tan cerca! Micaela caminó
rápidamente por los pasillos, que ahora veía repletos de ratas que corrían en
todas las direcciones. Tenia erizados los vellos de los brazos, no sabia de si
horror o de puro asco. Intento, una por una, abrir alguna de las oficinas. Pero
era en vano, todas estaban cerradas con llave. Sintió nuevamente que una rata,
grande como un caniche, le rozaba el tobillo con el hocico (¿la habría mordido
tal vez, sería el olor de la sangre?) y, ya frenética, comenzó a propinar
pisoteadas y puntapiés a su alrededor. Ratas de porquería, bichos horribles,
estaban equivocados si pensaban que ella se iba a quedar toda la noche ahí, con
el peligro de convertirse en una comida diferente los legajos o a los
expedientes.
Mientras
avanzaba hacia la parte este del edificio (pues hacia el oeste estaba el
buffet, lugar que creía era el objetivo principal del ejercito de ratas), noto
que el número de ratas iba en aumento. Al principio solo las oía, y de hecho
cuando despertó, pese a que ya debían estar por todo el edificio, no eran ni
siquiera audibles. Pero, ¿Cómo era posible? ¿de dónde habían salido tantas
ratas? No estaba en un galpón del puerto… ¿acaso habrían desinfectado algún
sótano vecino, provocando una migración masiva? ¿O era que las ratas estaban en
el edificio, también durante el día, escondidas? ¿hace cuánto, entonces?
¿Estarían acaso escondidas durante todo el día, en los entrepisos y detrás de
las paredes, anidando tal vez en los ductos de aire o en los despachos
clausurados? Se le revolvían las tripas con la sola idea de que ella había
estado todo ese año comiendo, trabajando e incluso cogiendo (porque si, también
ella, en el baño de la oficina de tal fiscal, pero en fin) en lugares
frecuentemente recorridos por ratas. Sintiendo un sudor frio en todo el cuerpo,
Micaela se imaginaba el lugar, diariamente pisoteado y defecado por las ratas,
con gente que pasaba meses (y años) hojeando y manoseando expedientes. Claro,
ahora se explicaba la desaparición misteriosa de muchos documentos y también el
inexplicable estado de destrucción de algunos formularios no tan viejos. Pero,
¿y las ratas? ¿No estaban también las ratas, a su manera, condenadas al
nocturno asqueo? También ellas, si tenían algo parecido al entendimiento (y por
su persistencia y organización era obvio que lo tenían) deberían sentir un asco
casi insuperable por tener que caminar, comer, reproducirse y defecar en un
lugar que durante el día estaba plagado de abogados. Si, Micaela y el resto del
personal de Tribunales no podía quejarse ni sentirse víctima: El asco era
mutuo, también las ratas deberían estarlo experimentando con su sola presencia.
Un coro de chillidos pareció apoyar la idea.
¿Quién
sabia, en último término, quien era el legítimo dueño y señor del edificio, el
verdadero sacerdote del dios de los burócratas? Abogados y ratas, es sabido,
son parte de una misma línea en la cadena evolutiva. Faltaban varios eslabones
en el medio, lógico, pero Micaela pudo entonces imaginar, tal vez ayudada por
su asco, a la rata, habitante primitivo del edificio, y también del mundo,
evolucionando milenio tras milenio hasta convertirse, con total coherencia y
sin ninguna pérdida (porque la naturaleza no da saltos) en el abogado, que era
algo así como la última etapa de la rata, y por eso mismo también su negación. Enséñele
derecho a una rata, póngale un traje y voila, he ahí un ser humano.
Si. Los abogados habían traicionado a la
especie, habían desertado de su condición de auténticas ratas, y cual judas,
habían vendido a sus antiguos maestros de cola y hocico. En otro tiempo oscuro
y preadamita las ratas habían correteado día y noche, en una edénica y
fagocitante felicidad, por el edificio de Tribunales, que entonces no era el
edificio de Tribunales sino el templo ancestral y teratológico de la gran
Ratesa; El palacio místico de alguna terrible diosa Rata, con los ojos vendados
o sin ojos, que sostenía una balanza en una mano y una espada en la restante.
Había entonces (aunque ahora también) una sociedad de ratas y un orden
íntegramente ratuno.
El abogado,
que como se sabe es un tipejo muy pragmático, pero nada original, simplemente había
tomado el arquetipo de la ratesa y lo había sustituido por la justicia. Había
quitado la rata, pero había conservado la venda, la balanza y la espada. Los
abogados eran, sin duda, una raza bastarda que había evolucionado no del mono,
sino de la rata, especie más persistente precisamente por mas maligna. El traje,
el portafolio, la engrapadora, la pluma imitación de Parker y el teléfono
celular eran esa falsa huida de la naturaleza de roedor, aun presente en los
auténticos abogados. No era suficiente para otorgarles plena humanidad, apenas
podían ocultar la cola. No obstante, había algo inconsciente en los humanos
evolucionados del mono o creados a imagen y semejanza de dios, algo que marcaba
nítidamente la diferencia entre el hombre – mono y el abogado u hombre – rata,
algo que se transmitía de generación en generación, como un sentimiento
inconsciente de odio y asco, de profunda desconfianza, para con los doctorados
en leyes.
Al pasar
por delante de un archivero alto como una biblioteca vio que, desde arriba, una
rata se arrojaba al vacío, directamente hacia ella, que la vio justo a tiempo
para hacerse a un lado pero no para evitar una mordida en el codo. La cosa se
ponía grave, pues el chillido de las ratas era ya un griterío inmenso, un
aquelarre de chillidos bestiales, y los cuerpos peludos de las ratas ya no
corrían rápidamente buscando la complicidad de la sombra, sino que ahora se le
mostraban abiertamente, sosteniendo la mirada y mostrando dos ojos amarillos
como granos de pus. Micaela tuvo la oscura pero terrible intuición de que las
ratas la estaban rodeando. Había una indudable telepatía entre ellas: No
procedían como una multitud de seres desordenados y egoístas, sino que, en su
aparente caos y suciedad, funcionaban en un perfecto orden, de manera similar a
las hormigas o al nado sincronizado. Micaela reconoció que las ratas eran
entonces oscura e incomprensible superiores a los abogados y a su absurdo y
laberintico sistema de justicia. La justicia bursátil de los abogados era sin
dudas un laberinto, pero un laberinto artificialmente construido. En cambio, la
justicia de las ratas se movía completamente en las sombras, abismalmente y con
la ferocidad de todo lo que es mudo y no habla ni escribe. No eran un cuerpo
abstracto, sino un cuerpo colectivo, repleto de uñas y dientes. Y estómagos.
Si, sin
duda la estaban cercando. Era un hostigamiento progresivo y sutil, una tortura
en parte psicológica y en parte física. ¿Cuándo había comenzado? Probablemente
había comenzado cuando el ordenanza (¿sería cómplice?) había cerrado las
puertas. Sin dudas que valdría la pena investigar entre una posible traición de
los porteros y los ordenanzas de viejos edificios en relación a las ratas.
Seguramente estas tendrían varias clases de oro persa para tentar la fidelidad de
los pobres. Después de todo era algo común el que, completamente abandonados al
peor estrato social de su especie, los proletarios tuviesen motivos para
jurarle lealtad al pueblo de las ratas, con los que al fin y al cabo tenían más
en común que con el cheto de Barrio Norte. ¿Cuándo lo habían planeado? ¿Cuándo
notaron que se había dormido? Era muy posible pero (y esto lo pensaba mientras
corría ya por los pasillos) más bien no parecía que fuese planeado, sino que
(corría golpeando las puertas y gritando, puesto que ya la habían mordido dos
veces más) lo que había desde antes era una intención declarada, por parte de
las ratas (y ahora se le acercaban por grupos, amenazantemente), una intención
de guerra declarada, solapada por los horarios fijos de los abogados y la luz
del sol (y los chillidos eran ya gritos de odio, y parecía que las ratas
perdiesen interés por mordisquear los archivos y olfatearan cada vez más su
carne), y entonces era obvio que las ratas habían estado esperando la
oportunidad para poder actuar impunemente( y al doblar el pasillo y mirar para
atrás verifico, presa del pánico, que las ratas la seguían a montones,
chillando y echando baba), impunemente como ahora que Micaela estaba sola y sin
la ayuda de ningún abogado y de ningún humano (y hubo que sacarse los tacos
alto y correr descalza, porque detrás venían ellas con las fauces abiertas y el
lomo gris erizado) Las ratas tenían toda una noche y media mañana para llevar a
cabo su ofensiva contra la raza bastarda de los abogados (trepando por las
paredes, cerrando estratégicamente las salidas) Las ratas atacaban a tambor
batiente, orgullosamente, según el plan previsto. Y no había duda de que
querían comérsela, que la venganza de seres tan primitivos y resentidos no
podía terminar sino con una acción de antropofagia. Micaela recordó entonces,
metiendo la mano en el bolsillo, que tenía una llave: La llave de la
dependencia adjunta 27. Si podía llegar hasta ahí (y quedaba solo a dos
pasillos) podía encerrarse bajo doble llave hasta la tarde del otro día, a la
espera de que llegase alguien.
A pura
carrera, no reparando ya en nada sino en evitar los tarascones de las ratas que
la atacaban como torpedos, llego hasta la puerta de la dependencia 27. La
puerta estaba entornada, tal como ella la había dejado, así que de un salto
abrió la puerta y la cerro tras de sí, dándole llave. Del otro lado se
escuchaban, furiosos, los chillidos de las ratas, que inútilmente rasguñaban la
puerta. Estaba salvada, gracias a dios salvada de ser reducida a huesos por
esos horribles animalejos. Frente a eso, incluso el hediondo olor a pis que
llenaba el cuarto era música de Chopin.
Los
chillidos, que en un primer momento eran insoportables, fueron aquejándose para
convertirse en algo que se asemejaba tenebrosamente a un oscuro y resentido
murmullo.
Dentro de
la dependencia, segura tras su puerta de chapa y sus paredes de concreto,
Micaela Maugeri sonreía. Estaba mortalmente cansada y algo mordisqueada. Estaba
al borde de un ataque de pánico, pero se había salvado. Eso había sido una
victoria, una victoria doble: Victoria ante la raza de las ratas arcaicas, y
victoria sobre la raza de las ratas modernas y sus estúpidas maldiciones de
pasillo. Ella iba a ser la primera, sí señor, la primera en terminar la pasantía
sin cumplir con esos ritos estúpidos. Y luego de ello, de salir impune, continuaría
con su carrera, con su vida.
Micaela
estaba ya a punto de dormirse, apoyada contra la pared, cuando de repente
volvió a oír el agudo chillido de las ratas. No eran chillidos furiosos, sino
calmadamente maliciosos, como un murmullo que salía de algún lugar
indistinguible. Micaela se hecho boca abajo y, bien pegada al suelo, espió por
la rendija de la puerta. La tenue línea de luz se observaba sin sombras y sin
cortes, lo cual indicaba que no había ratas rascando la puerta ni intentando
colarse por debajo. Oyó entonces un ruido metálico a sus espaldas, y en un solo
movimiento, completamente lívida, se incorporó quedando de espaldas contra la
puerta. Vio entonces que el ruido había sido provocado por una rejilla metálica
que había caído del techo. Micaela se dio cuenta entonces que se trataba del
ducto de ventilación que (debería haberlo notado antes) recorría todo el
edificio.
Al levantar
la mirada alcanzo a ver que del oscuro agujero rectangular salía, como en un vómito,
una catarata de garras, colas, dientes y ojos amarillos, una marea de ratas.
Fue
extraña, para los empleados del despacho del sr Arribalzaga, doctorado en leyes
y respetado profesional, la desaparición de Micaela Maugeri, chica que pese a
ser algo olvidadizo a veces, era un ejemplo de compromiso y responsabilidad,
como todos los practicantes. Durante varios los empleados del despacho
intentaron comunicarse infructuosamente con ella, sea telefónicamente o por carta.
Según lo que se sabía, había salido de tribunales un viernes como cualquier
otro, luego de cumplir diligentemente con sus obligaciones (y por eso era
sospechosa esa desaparición) y luego no se la había vuelto a ver. No fue sino a
las dos semanas, cuando el señor Arribalzaga entro en crisis por un legajo
faltante para el importantísimo caso de Leinmann contra Dietrich, cuando en la
mecánica atribución de culpas se llegó a la conclusión, clarificadora a la vez
que tranquilizadora respecto a la salud y al empleo de sus compañeros, de que
dicho legajo debió ser presentado en el despacho del señor Arribalzaga hacia
precisamente dos semanas y cuatro días, y que era precisamente a Micaela
Maugeri (que entonces no era tan responsable ni trabajadora) a quien se le
había encargado esa tarea crucial e imposible de desoír por cualquier empleado
sensato y responsable.
Cuando
Agustina Aguirre (Avispada, tacos altos, hermosos ojos celestes, diecinueve
años, estudiante inicial de derecho y al parecer destinada naturalmente a la
burocracia gracias a poseer el grado necesario de psicopatía) fue hasta la
dependencia adjunta numero 27 a buscar el legajo faltante, noto que la puerta
se hallaba cerrada con llave. Al intentar colocar la llave, noto que esta no
ingresaba correctamente, y que entonces algún gracioso debía haber dejado la
llave puesta del lado de adentro y luego cerrado la puerta, que tenía traba
automática. Al Luego de llamar a cerrajería, logro por fin abrir la puerta.
Al entrar,
no noto nada particular. La dependencia estaba húmeda y sucia hasta la negrura.
Al abrir un cajón al azar, percibió un olor particularmente rancio, y entonces
descubrió (no sin asco) que los cajones estaban salpicados de excremento de
rata. A lo lejos, como desde una ubicación remota, se oyeron chillidos.
Nota del
autor: Me decido a
publicar este cuento como quien recibe a fin de año uno de esos chocarreros
reconocimientos al esfuerzo, que casi siempre constan en una ridícula placa de
acrílico o en una lapicera barata que nunca vamos a usar. Digo esto porque
reconozco que, como la plaquita o la lapicera, este cuento es, como cuento,
narrativa y formalmente muy malo. O al menos lo era en su versión original. Si
me decidí a publicarlo es porque a los errores no hay que esconderlos. Me llevo
semanas escribir el cuento, y varios días corregirlo. No recuerdo haber escrito
nunca un cuento con tantos cambios y accidentes como este.
Por último
y nuevamente, mis disculpas al lector si al leer el cuento han tenido la
fastidiosa sensación de estar ordenando una habitación o esperando un colectivo
que sabemos va a llegar lleno.
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