27 ago 2018

Una Noche en Tribunales (2018v)


Micaela Maugeri, estudiante de abogacía, se quedó ese día unas horas de más. Es algo común con los pasantes que se los explote todo lo humanamente posible, y Micaela realizaba su pasantía en el edificio de Tribunales. Un Estudiante de abogacía es casi casi un abogado. Sera por eso que casi no da lástima verlos pasarse el día entero revisando informes, leyendo expedientes y llevando café de aquí para allá. Al igual que sucede con el campo de la medicina, en el del Derecho los pasantes son los eslabones inferiores de la pesadilla burocrática, de la cual el edificio de Tribunales, ubicado en el corazón del centro porteño, es uno de los principales epicentros. Alguien debería de realizar un estudio comparativo de naturaleza Kafkiana acerca de las tenebrosas relaciones y paralelismos entre la burocracia legal y su prima la de Sanidad. Después de todo, el Estado es como un gran cuerpo (Hobbes Dixit) del cual los legistas son algo así como sus médicos.
Los pasantes suelen realizar durante días y días jornadas inhumanas, maratónicamente largas, durante las cuales llevan una existencia casi pesadillesca en donde vivir es siempre un estar entre pasillos polvorientos y viejos expedientes. Si comprendemos esta existencia de monje franciscano, se comprende bien como estos futuros abogados aprenden aquí la mística facultad de perder el sentido del tiempo casi al mismo tiempo que el gusto por la luz del sol. El amor al trabajo y a la dedicación, ideales que declaman la victoria del capitalismo, no emanan sino de este habito adquirido a fuerza de matar todo lo otro que de humano hubo alguna vez en el oficinista, medico o abogado, que una vez convertido a su función, queda inexorablemente abolido como ser vivo para pasar a ser o maquina o, aún peor, apéndice de máquina, engranaje. El dicho debería estar inscripto sobre la puerta de cada escuela de leyes: Que el que aquí entre abandone toda esperanza”.
En su propio caso, Micaela venia hacia días subsistiendo en ese estado de autómata y de pseudozombi. Ese viernes (Micaela no tenía noción de que era Viernes, como tampoco tenía noción de que hacia frio o de que hacía casi dos días que no dormía: todo eran pasillos y mas pasillos de empapelados pesadillescos y tareas absurdas) habia sido especialmente agotador. Había todo un torbellino de casos y demandas, de re aperturas y procesos cíclicos o elípticos, de callejones sin salida legal y de puros formalismos hechos con el mero afán de romper las pelotas. La carga de trabajo se había venido incrementando de manera silenciosa pero furiosa, sin prisa y sin pausa, como se forma una terrible nube de tormenta antes del estallido.
 Micaela lo presentía, de alguna forma lo venía oliendo desde el comienzo de la semana. No por nada había más (increíblemente, como si eso fuese físicamente posible, pero había mas) gente que de costumbre. No por nada había recibido una cantidad significativamente mayor de pedidos absurdos y de búsquedas de expedientes viejos y con olor a pis, que siempre figuraban en archiveros de metal herrumbroso, pequeños castillos de la inutilidad, o en algún altillo o habitación destartalada e infestadas de pulgas o de algo peor conocidas como "dependencias adjuntas". Una dependencia adjunta era básicamente cualquier espacio cerrado en donde se pudieran apilar expedientes, viejas máquinas fotocopiadoras y cualquier traste o cachivache que se le ocurriese al jefe de sección.
Era precisamente en la dependencia adjunta número 27 en donde Micaela debía ir a buscar un legajo correspondiente al caso de Leinmann y vecinos contra la Sociedad anónima Dietrich. Este despacho adjunto, ubicado en el ala este, era un infecto altillo de un cuartucho que surgía al final del pasillo, de una puerta tan pequeña y disimulada que bien pasaba por un closet o un cuchitril para guardar escobas y trapeadores o para que los lascivos abogados tuviesen sexo con sus secretarias, o bien las abogadas con sus respectivos cadetes.
Le habían solicitado el legajo un poco después del café de maquina (dos monedas de un peso, horrible y semejante a ese liquido que escurren los trapos de piso viejos) y la medialuna ( con gusto a humedad, seguramente del día anterior, traída seguramente por algún hijo de puta de algún bar aledaño, y colocada con una piedad maligna en la bandeja), por lo que el horario del pedido habría sido entre las diez y las once de la mañana. Luego, lógicamente, se sucedieron muchos otros pedidos y llamadas, con sus correspondientes anulaciones (que luego eran nuevamente reclamados) o agregados (que luego eran descartados o sencillamente ignorados), sumados a los intermitentes, pero constantes pedidos de remises y tés y cafés y por que no también algún mate (¿Quién ceba mate, che?) y ya que estamos Mica podría irse a comprar unas facturas ¿no? Claro que si señor gordo de mierda, claro que Doctora hija de puta, por supuesto secretaria putita, como no Pichón de Garca inescrupuloso, pensaba ella. Mica puede ir a traerles el desayuno a todos.
 - No no. No se haga problema que por supuesto las pago yo, usted solo va y las trae – Dijo el Arribalzaga, haciendo el amague de sacar su billetera del bolsillo.
- Claro, como no Dr. Arribalzaga.
E iba. Si, como no, como no, Señor Arribalzaga. Como no, señor gordo hijo de puta, tomador de cocaína olímpico, parasito incurable, como no. Con todo el gusto del mundo, la puta que lo pario. A Micaela Maugeri, estudiante del último año de abogacía, le daba terror y también un poco de asco pensar que ella estaba sufriendo todo eso solamente para algún día convertirse en esas momias de traje viejo y cara llena de ojeras. ¡qué caras, por dios! Era una suerte que la rutina casi militar de los pasantes de Tribunales le impidiese casi por completo ese asunto molesto de pensar: Cumplir con todos los pedidos, por absurdos que estos fuesen, requería una precisión y constancia de autómata. Un pensamiento, una idea, una miradita de más a esa planta o a esa ventana eran una distracción que interrumpía la armonía de ese ritmo fabril. Tales transgresiones eran notadas de inmediato y archivadas para siempre en la memoria de los abogados y directores de sector. Era la escolástica medieval: la individualidad no era algo que estuviese permitido.
Llegadas las seis de la tarde, horario de cierre para los no iniciados, aquel pedido inicial del legajo para Leinmann contra Dietrich había sido olvidado completamente. La memoria es una cosa curiosa, pero esto comienza uno a saberlo cuando la supervivencia depende de su correcto funcionamiento. Es como todo: solo nos interesamos por su funcionamiento interno cuando comienza a fallar. La memoria de Micaela tenía un seguro contra incendios que consistía en acordarse a última hora de cualquier cosa que se olvidara en el transcurso del día. A las 6:35, mientras llevaba una bandeja con café y sanguchitos a la sala de reuniones número siete, recordó el pedido. No es que fuese una perfeccionista, ni que tuviese una especial pulcritud o sentido de la responsabilidad tal como para no dejar para el Lunes un pedido que fue hecho un viernes. Lo que sucedía era otra cosa. El movimiento de la rueda burocrática funcionaba (esto Micaela lo había aprendido al dedillo) fundamentalmente a base de absurdos y errores puros, pero estos errores obedecían todos a una coherencia interna y superior, que no obstante era totalmente incomprensible para los simples cadetes y asistentas, e incluso también para los abogados, jueces y fiscales, pero (y esto lo creía Micaela) de ningún modo podía serlo para la Justicia, que era la deidad abstracta y trascendente para la que todos oficiaban de sacerdotes y sacerdotisas. La justicia, que en un plano suprasensible e incorpóreo era, debía ser, sin dudas una armonía de perfecto orden y sentido, se hipostasiaba en el mundo sensible y corpóreo como un caos lleno de suciedad y de todo sentido. Micaela creía que en la Justicia, con J mayúscula, todos los errores y sinsentidos quedaban perfectamente justificados y ordenados. Pero incluso dentro de este orden había pedidos y tareas que debían ser ejecutados con celeridad y precisión, como si la estabilidad del edificio entero dependiese de ello. No había forma racional de saber que pedidos, de entre los miles que se realizaban diariamente en Tribunales, era de esos pedidos importantes. Esto no podía saberse ni por el número del juzgado, ni por originarse en tal o cual oficina, ni por quien lo ordenaba (los mismos jueces realizaban casi todo el tiempo los pedidos más absurdos e inverosímiles), ni por ningún tipo de santo y seña en el modo de ser pedido. Y sin embargo cada cual sabía si se le había encomendado un pedido importante o no: Era intuitivo. La justicia descendia del plano trascendente al plano material como si fuese el espíritu Santo. Asi fue que cuando le pidieron el legajo aquel sintió el inconfundible escalofrió con ráfaga eléctrica corriéndole desde la cadera hasta la nuca, algo que era como una descarga que la sacaba, si bien solo parcialmente y por unos minutos, de su automatismo habitual. Luego venia la presión taquicardica de cumplir con el pedido sin desentonar del pachorriento y gris andar general del resto de los cadetes y ayudantas, como disimulando lo transcendental de la tarea. Porque no fuese cosa que creyeran que ella era una idealista o una trepadora, tratando de destacarse por sobre la media.
El destino de estos pedidos, sobre todo si eran mal ejecutados, tenían consecuencias determinantes para el pobre pasante. Micaela había escuchado muchísimas historias, todas dignas de un sainete  criollo, en donde por las razones más lógicas o más increíblemente inverosímiles, algún pobre cadete o asistenta no había podido cumplir en tiempo y forma con un encargo esencial, y entonces le ocurrían terribles desgracias, que iban desde perder la beca y el empleo hasta ser expulsado de la facultad o sufrir alguna desgracia familiar o revés amoroso, llegando incluso a haber historias que terminaban con el suicidio o el loquero para el empleado ineficiente.Si bien Micaela creía que estos últimos casos extremos eran solo mitos que servían a modo de metáfora coercitiva, sentía ella también un poco la presión de finalizar con esas tareas lo antes posible.
Pero al mismo tiempo ocurría que mientras uno se moviese dentro del caos habitual, podía cometer casi todos los errores imaginables siempre que las tareas fuesen de las no trascendentes: desde enviar una carta a una dirección inexistente hasta echarle sal al café, sin consecuencia alguna; Puesto que el caos y el desorden eran el estado natural de Tribunales, no se observaba particularmente a nadie, y entonces el error propio quedaba o tapado por un fallo ajeno o contrapesado por algún parche rápido. También ocurría que una inminente catastrofe quedaba nivelada por algún tema más urgente, de modo que ya a nadie le importaba y la gran bola de papeleo seguía su marcha impunemente y sin mayores consecuencias. En ese estado natural, del que por supuesto quedaban exentos los pedidos esenciales, reinaba casi un clima cordial y dicharachero (un extranjero diría que es la viveza criolla) y generalmente los abogados simulaban sostener una buena opinión de todo el mundo, cuando la realidad era que estaban en la más profunda ignorancia hasta de sus propios casos, y la mayor parte del tiempo se la pasaban masturbándose en sus despachos o teniendo sexo con algún subordinado, si no es que dormían muertos de aburrimiento o borrachos como cubas. Todo el mundo era inocente hasta que se demostraba lo contrario cuando eran defensores, y culpables hasta que se demuestre lo contrario cuando eran fiscales; Y claro que para demostrar esto o lo otro tenía que existir la voluntad de querer demostrarlo, la cual no existía casi nunca; Salvo, claro está, en los pedidos esenciales. Cuando algún dependiente comenzaba a demorarse o a cometer la más mínima imperfección con uno de estos encargos, las miradas de todos los enterados comenzaban a fijarse, impacientes, en el infractor. Y así como antes el cadete podía cometer todos los errores avalado por la uniformidad del caos general, desde que es puesto bajo el ojo de algún juez o algún fiscal o tan solo de un abogado, queda sometido a la más minuciosa de las vigilancias. De hecho, la excelencia requería tales proporciones a los ojos de los jefes que estos empezaban a ver errores incluso donde no los había. Micaela lo había visto: Lo que cambia no es la efectividad del pasante sino la perspectiva con la cual se lo juzga. Y de eso era imposible volver: una vez que alguien caía en desgracia con algún superior, podía darse por muerto, burocráticamente hablando.
Micaela no podía creer como justo a ella se le había pasado por alto un pedido de tal importancia, y por eso no dudo, pese a que ya había terminado la jornada, en dirigirse a toda velocidad hacia el susodicho despacho para encontrar el bendito legajo, que era para ella el indulto o la bula papal, y llevarlo a la carrera al despacho del cerdo de Arribalzaga, que era quien lo había pedido.
Si se movía con rapidez y celeridad, pero sobre todo poniendo una cara de anciano descompuesto (la expresión de los administrativos por excelencia), estaría aun a tiempo de camuflar su olvido. Si, Arribalzaga había estado toda la mañana persiguiendo a la rubiecita culona que estaba recién ingresada al departamento de archivo, no había manera de que se hubiera percatado del olvido. Entonces, pensaba Micaela, si colocaba el legajo debajo de la pila de expediente sin revisar, en el lugar correspondiente a la mañana de hoy, el error era achacable a cualquiera que hubiese pasado por la oficina de Arribalzaga, y este número ascendía desproporcionadamente. Incluso podría culparse al propio Arribalzaga por no ver un informe tan importante cuando el mismo estaba en la oficina.
Encontrar la dependencia adjunta número 27 no fue una tarea tan fácil como se lo imagino en un primer momento: La puerta estaba casi escondida al final de un pasillo y la poca iluminación ayudaba a ocultarla. Había cierta similitud con los pasadizos secretos de los castillos. El cuarto era de tres por dos y, exceptuando la luz mortuoria que salía de un foquito parpadeante y zumbon, estaba completamente en penumbras. Micaela noto entonces que los archiveros de metal verde ocupaban las cuatro paredes, llegando todos hasta el techo y reduciendo aún más el tamaño del a habitación, de modo tal que el único movimiento posible era girar sobre sí misma para ver filas y filas de cajoneras verdes. El olor a encierro de esa bóveda de expedientes era prácticamente inaguantable, una mezcla de olor a orina humana, a humedad (instantáneamente podía pensarse en el moho o en un pantano) y a tabaco barato.
Era un asco, sin dudas un asco. Ese hijo de puta de Arribalzaga se las iba a tener que pagar, junto con tantas otras. Una por una y con intereses, no había duda. Hacía un calor terrible ahí adentro, era insoportable, peor que una morgue, que un sauna o un vagón del Sarmiento en pleno febrero.
Increíble el olor que hay acá adentro. – pensó Micaela, mientras abría con rabia una cajonera al azar - ¿habrán usado algún pegamento? Esto está todo desordenado, rarísimo que las cajoneras no tengan ni siquiera una mugrosa etiqueta con lápiz, ninguna referencia. ¿Cómo podía alguien encontrar algo esas condiciones? Además, era un asco eso, todas las hojas estaban o húmedas o resecas, como si un plateosaurus hubiese orinado la habitación entera, dejando todo corroído y maloliente. Curioso, no había notado que el aire estuviese tan enrarecido, tan pesado. No… a ver en esa cajonera de allá (que poca luz hay acá, con esas paredes amarillas parece un gran estomago). Micaela dio entonces un par de pasos hacia atrás, sintiendo como un leve bamboleo, como si la existencia se nublara y tirara de sí misma desde algún rincón del suelo.
Cuando abrió los ojos, no supo muy bien que sucedía. Lo primero que advirtió fue que la lamparita zumbadora seguía titilando al borde de agotar el límite de su filamento. ¿Dónde estaba? ¿Estaba aun en la dependencia adjunta 27? Si, indudablemente. La puerta se había cerrado casi del todo, y por la rendija de la puerta entraba la luz casi mortecina del pasillo, una luz como de pasillo de hospital. ¿Qué había pasado? Miro alrededor y vio algunos de los cajones abiertos con un caos de sobres, papeles y cartas
Bueno, era evidente. Quedarse dormida, no era la primera vez que le pasaba. Los baños y esas dependencias adjuntas eran casi dormitorios oficiales. No obstante, las otras veces habían sido siestas cortas, casi desconexiones milimétricas, micro sueños. Todos los pasantes dormitaban intermitentemente, dos minutos por hora, seis minutos cada cuarenta: Esa era la única forma en la que podían internarse en jornadas de días y días de laboriosidad idiotizante. Entonces, ¿realmente se había dormido? Trato de decidir esto mientras se ponía de pie. Noto que ni le dolía la cabeza ni se sentía mareada, por lo cual descarto el desmayo, que de todos modos no sería tan raro ese cuartucho infecto y sin ventilación.
Cuando salió al pasillo vio que ya era entrada la noche. La oscuridad entraba por el único ventanal al final del pasillo. Qué raro, dormir tanto, pensó. Al fin y al cabo, las cosas no habían salido para nada como las había planeado: No solo no había encontrado el expediente sino que además había perdido tiempo valioso durmiendo como una imbécil.
¿Serian pasadas las ocho? Maldita era la hora en la que había dejado el celular en la mochila, siguiendo esa costumbre sectaria de no querer ser molestada en el trabajo. Cualquier eventualidad del mundo exterior le recordaba lo pequeño que era el edificio donde se la pasaba encerrada toda la semana. No le gustaba darse cuenta de esto. Si el edificio era feo de día, de noche era sencillamente tétrico, casi gótico. Micaela se había quedado ya otras veces hasta tarde, y siempre le daba escalofríos salir sola a la plaza. Tal vez por eso, mientras apuraba el paso por los pasillos oscuros (y entonces debían ya ser mas de las ocho, porque a las ocho se apagan las luces) esbozaba una sonrisa resignada. Ya no había forma de hallar el informe, de vital importancia, y le causaba gracia especular de que misteriosas y terribles formas caería sobre ella la maldición del empleado ineficiente.
La puerta de la oficina estaba cerrada con llave. Era una lástima, pero no podría recuperar su mochila hasta el día siguiente. Lo importante ahora era irse, no fuese cosa que nadie la viese ahí dando vueltas como una pava y encima sin el expediente… si, lo mejor era irse. Pero, ¿la habría visto alguien durmiendo en la dependencia? Micaela se imaginó alguna malvada foto en la cartelera principal y luego muchas y muchas fotocopias (de malísima calidad) replicadas por todos los pasillos, sobre las bandejas de café, mezclándose con los expedientes de modo tal que casi indefectiblemente alguna fuese a parar a alguna cajonera y ella, Micaela Maugeri, pasase a la inmortalidad (pues era sabido que todo papel que iba a parar a alguna cajonera quedaba preservado para las siguientes generaciones, de hecho ella misma había visto expedientes de principios de siglo) no en referencia a algún caso importante o por mención honorifica, sino durmiendo en una dependencia roñosa. Pero no, seguramente nadie la había visto, nadie podía haberla visto, o al menos era muy poco probable, y menos probable era que si alguien la veía tuviese el tiempo y (a esa hora, un viernes) sobre todo las ganas de fotografiarla.
Al llegar al ascensor, Micaela comprobó, no sin fastidio, que este no funcionaba. Debían de ser seguramente más de las doce de la noche entonces. Nunca había visto que el ascensor dejara de funcionar. El ascensor era, junto con las cafeteras y las copulas, de los pocos servicios ininterrumpidos del edificio de Tribunales y del palacio de la justicia. Ahora iba a tener que bajar tres pisos por las escaleras. A Micaela no le gustaban las escaleras, eran el lugar más sucio y abandonado de todo el edificio. Era repugnante pensar en las telarañas y en la grasa en el piso. No obstante, de alguna manera tenía que salir de ahí y volver a su casa, y por eso mismo la consternación no fue menor al descubrir que la puerta de salida estaba también completamente sellada. Sellada, si, era el termino correcto, pues las puertas de emergencia eran, por exigencia gubernamental, a prueba de fuego.
Micaela recordó entonces que las puertas eran cerradas siempre a las 10 de la noche. Cerradas desde fuera por el ordenanza del edificio, el cual debería estar, en ese mismísimo momento, roncando a todo pulmón en la portería de planta baja. El ordenanza solía encerrarse en la portería, nadie sabía a qué, la mayoría de las noches. Esto, que en las monótonas tardes burocráticas era motivo de bromas maliciosas o de cuentos de terror, le parecía ahora a Micaela algo por completo terrible, pues era sabido que el muy canalla no atendía nunca el teléfono de la portería (seguramente desconectado) y que entonces ella no tenia manera alguna de contactarse con ese ordenanza del carajo. Las opciones estaban casi agotadas, cuando a Micaela se le ocurrió la solución más obvia (que siempre llega, por supuesto, al final de las deliberaciones, como siendo una tomada de pelo del inconsciente para la razón especulativa). Era cuestión de levantar un teléfono cualquiera y de llamar, no a un compañero, sino a alguna amiga o amigo que viviese en las inmediaciones (y había varios) y que pudiese ir hasta la portería a pedirle al ordenanza que abriera la puerta o habilitara los ascensores.
En vano: Los teléfonos estaban muertos. ¿Cómo era posible? ¿Algún apagón general? No, no tenía sentido: las luces, si bien bajas, de un color amarillento sucio, como haciendo juego con la impresión general de madero que se pudre a la deriva, alumbraban (era un modo de decir) regularmente los pasillos y las salas. Además, los teléfonos funcionaban sin electricidad. ¿Se darían de baja las líneas por la noche? No, pensar esto era aún más idiota. ¿Por qué lo harían? No tenía sentido, al fin y al cabo, preguntarse demasiado a razón. Los hechos se estaban dando de un modo tal que la iban encerrando en ese tercer piso del edificio de Tribunales. Eran los hechos, pensaba Micaela, eran los hechos los que la iban acorralando, como una cadena inexorable o una serie matemática de evento que obedecía a una lógica oscura pero despiadada. El desencadenante, ¿Cuál era el desencadenante? Los hechos no la acorralaban a una sin un desencadenante que lo justificase. ¿había sido quedarse dormida? No, eso ya era un efecto… ¿pero un efecto de qué? Solamente podía haber una respuesta. Solo un hecho podía postularse como desencadenante: el haber olvidado cumplir con la tarea, el no haber traído ese informe de la dependencia inmediatamente y con toda diligencia. Eso mismo que estaba viviendo debía de ser, sin duda, la tan temida maldición del empleado ineficiente, especie de maldición de Tutankamon de siglo XXI.
Micaela escucho entonces un chillido. Era algo lejano o más bien indiscernible a primera escucha, algo como un chillido muy corto y casi ahogado, como si quisiese silenciarse en el hecho mismo de emitirse. Micaela espero y lo oyó nuevamente aquí y allá, apareciendo y desapareciendo. Se dio cuenta que no era el mismo chillido sino varios distintos. El miedo, o tal vez la repugnancia, comenzó a trepársele al cuello incluso unos segundos antes de que su cerebro hiciera en enlace entre lo que estaba oyendo y la memoria de lo que ya había oído en otras oportunidades, o al menos creía haber oído.
Solo entonces se dio cuenta de que las ratas estaban por todos lados, como cucarachas, moviéndose rápidamente, quien sabe desde que cañerías o grutas, para llegar luego a los pasillos y a los archiveros. ¿Qué hacían ahí, las ratas? Seguramente se alimentaban de los expedientes, de los inacabables y kilométricos expedientes, legajos y formularios, que abundaban en los despachos, oficinas, dependencias y salas por miles y miles, formando paredes y estructuras de papel blanco, amarillo y verde, toneladas de hojas, folios y apetitosas carpetas de cartón. Micaela aguzo el oído y noto de que las ratas habían estado ahí desde el principio. Tal vez se habían mantenido calladas en un primer momento, como en una especie de celada propia del ajedrez, y ahora comenzaban a hacerse oír, chillando entrecortadamente desde todos los rincones. Micaela podía oír todo un coro de chillidos, pues adonde dirigiera el sentido del oído, se oían chillidos de ratas y, lo que es peor aún, ruidos de patitas y colas que corren y se arrastran, y ruidos de dientes que mastican y de hocicos que husmean entre las carpetas y dentro de los cajones de madera. Micaela pensó que solamente podrían salvarse los expedientes que estuviesen en archiveros o en cajones metálicos y bajo cerradura.

¿Qué era lo que iba a hacer? No tenía manera de comunicarse con el exterior, y parecía que iba a tener que pasar la noche entera en un viejo edificio apestado de ratas. No podía pensarse siquiera en comer algo, pues el buffet estaría naturalmente cerrado, y las máquinas de golosinas y gaseosas habían sido tristemente abandonadas hacia años. Nunca había sido tan consciente del orden estéril que el ser humano genera para sí mismo. Una nacía en un mundo que se regía por un orden natural y ¡paf!, terminaba como un fosforo en una cajita, dentro de un orden euclidiano y cuadriculado, rodeado de líneas rectas y paredes lisas y uniformes. Una nacía con todo el tiempo por delante, con una confusa idea de la calidad temporal, y terminaba con algo parecido a la paranoia, que era una capacidad pasmosa y casi increíble para medir y calcular el tiempo. Y a todo esto le decían civilización.
Micaela reflexionaba precisamente sobre esto cuando sintió que algo peludo y frio le rozaba el tobillo, para sentir luego una sensación de pequeño tirón. Alcanzo a ver un bulto grisáceo del tamaño de una pelota de tenis; Involuntariamente salto hacia un costado ¡una rata! ¡qué asco! ¡tan cerca! Micaela caminó rápidamente por los pasillos, que ahora veía repletos de ratas que corrían en todas las direcciones. Tenia erizados los vellos de los brazos, no sabia de si horror o de puro asco. Intento, una por una, abrir alguna de las oficinas. Pero era en vano, todas estaban cerradas con llave. Sintió nuevamente que una rata, grande como un caniche, le rozaba el tobillo con el hocico (¿la habría mordido tal vez, sería el olor de la sangre?) y, ya frenética, comenzó a propinar pisoteadas y puntapiés a su alrededor. Ratas de porquería, bichos horribles, estaban equivocados si pensaban que ella se iba a quedar toda la noche ahí, con el peligro de convertirse en una comida diferente los legajos o a los expedientes.
Mientras avanzaba hacia la parte este del edificio (pues hacia el oeste estaba el buffet, lugar que creía era el objetivo principal del ejercito de ratas), noto que el número de ratas iba en aumento. Al principio solo las oía, y de hecho cuando despertó, pese a que ya debían estar por todo el edificio, no eran ni siquiera audibles. Pero, ¿Cómo era posible? ¿de dónde habían salido tantas ratas? No estaba en un galpón del puerto… ¿acaso habrían desinfectado algún sótano vecino, provocando una migración masiva? ¿O era que las ratas estaban en el edificio, también durante el día, escondidas? ¿hace cuánto, entonces? ¿Estarían acaso escondidas durante todo el día, en los entrepisos y detrás de las paredes, anidando tal vez en los ductos de aire o en los despachos clausurados? Se le revolvían las tripas con la sola idea de que ella había estado todo ese año comiendo, trabajando e incluso cogiendo (porque si, también ella, en el baño de la oficina de tal fiscal, pero en fin) en lugares frecuentemente recorridos por ratas. Sintiendo un sudor frio en todo el cuerpo, Micaela se imaginaba el lugar, diariamente pisoteado y defecado por las ratas, con gente que pasaba meses (y años) hojeando y manoseando expedientes. Claro, ahora se explicaba la desaparición misteriosa de muchos documentos y también el inexplicable estado de destrucción de algunos formularios no tan viejos. Pero, ¿y las ratas? ¿No estaban también las ratas, a su manera, condenadas al nocturno asqueo? También ellas, si tenían algo parecido al entendimiento (y por su persistencia y organización era obvio que lo tenían) deberían sentir un asco casi insuperable por tener que caminar, comer, reproducirse y defecar en un lugar que durante el día estaba plagado de abogados. Si, Micaela y el resto del personal de Tribunales no podía quejarse ni sentirse víctima: El asco era mutuo, también las ratas deberían estarlo experimentando con su sola presencia. Un coro de chillidos pareció apoyar la idea.
¿Quién sabia, en último término, quien era el legítimo dueño y señor del edificio, el verdadero sacerdote del dios de los burócratas? Abogados y ratas, es sabido, son parte de una misma línea en la cadena evolutiva. Faltaban varios eslabones en el medio, lógico, pero Micaela pudo entonces imaginar, tal vez ayudada por su asco, a la rata, habitante primitivo del edificio, y también del mundo, evolucionando milenio tras milenio hasta convertirse, con total coherencia y sin ninguna pérdida (porque la naturaleza no da saltos) en el abogado, que era algo así como la última etapa de la rata, y por eso mismo también su negación. Enséñele derecho a una rata, póngale un traje y voila, he ahí un ser humano.
 Si. Los abogados habían traicionado a la especie, habían desertado de su condición de auténticas ratas, y cual judas, habían vendido a sus antiguos maestros de cola y hocico. En otro tiempo oscuro y preadamita las ratas habían correteado día y noche, en una edénica y fagocitante felicidad, por el edificio de Tribunales, que entonces no era el edificio de Tribunales sino el templo ancestral y teratológico de la gran Ratesa; El palacio místico de alguna terrible diosa Rata, con los ojos vendados o sin ojos, que sostenía una balanza en una mano y una espada en la restante. Había entonces (aunque ahora también) una sociedad de ratas y un orden íntegramente ratuno.
El abogado, que como se sabe es un tipejo muy pragmático, pero nada original, simplemente había tomado el arquetipo de la ratesa y lo había sustituido por la justicia. Había quitado la rata, pero había conservado la venda, la balanza y la espada. Los abogados eran, sin duda, una raza bastarda que había evolucionado no del mono, sino de la rata, especie más persistente precisamente por mas maligna. El traje, el portafolio, la engrapadora, la pluma imitación de Parker y el teléfono celular eran esa falsa huida de la naturaleza de roedor, aun presente en los auténticos abogados. No era suficiente para otorgarles plena humanidad, apenas podían ocultar la cola. No obstante, había algo inconsciente en los humanos evolucionados del mono o creados a imagen y semejanza de dios, algo que marcaba nítidamente la diferencia entre el hombre – mono y el abogado u hombre – rata, algo que se transmitía de generación en generación, como un sentimiento inconsciente de odio y asco, de profunda desconfianza, para con los doctorados en leyes.
Al pasar por delante de un archivero alto como una biblioteca vio que, desde arriba, una rata se arrojaba al vacío, directamente hacia ella, que la vio justo a tiempo para hacerse a un lado pero no para evitar una mordida en el codo. La cosa se ponía grave, pues el chillido de las ratas era ya un griterío inmenso, un aquelarre de chillidos bestiales, y los cuerpos peludos de las ratas ya no corrían rápidamente buscando la complicidad de la sombra, sino que ahora se le mostraban abiertamente, sosteniendo la mirada y mostrando dos ojos amarillos como granos de pus. Micaela tuvo la oscura pero terrible intuición de que las ratas la estaban rodeando. Había una indudable telepatía entre ellas: No procedían como una multitud de seres desordenados y egoístas, sino que, en su aparente caos y suciedad, funcionaban en un perfecto orden, de manera similar a las hormigas o al nado sincronizado. Micaela reconoció que las ratas eran entonces oscura e incomprensible superiores a los abogados y a su absurdo y laberintico sistema de justicia. La justicia bursátil de los abogados era sin dudas un laberinto, pero un laberinto artificialmente construido. En cambio, la justicia de las ratas se movía completamente en las sombras, abismalmente y con la ferocidad de todo lo que es mudo y no habla ni escribe. No eran un cuerpo abstracto, sino un cuerpo colectivo, repleto de uñas y dientes. Y estómagos.
Si, sin duda la estaban cercando. Era un hostigamiento progresivo y sutil, una tortura en parte psicológica y en parte física. ¿Cuándo había comenzado? Probablemente había comenzado cuando el ordenanza (¿sería cómplice?) había cerrado las puertas. Sin dudas que valdría la pena investigar entre una posible traición de los porteros y los ordenanzas de viejos edificios en relación a las ratas. Seguramente estas tendrían varias clases de oro persa para tentar la fidelidad de los pobres. Después de todo era algo común el que, completamente abandonados al peor estrato social de su especie, los proletarios tuviesen motivos para jurarle lealtad al pueblo de las ratas, con los que al fin y al cabo tenían más en común que con el cheto de Barrio Norte. ¿Cuándo lo habían planeado? ¿Cuándo notaron que se había dormido? Era muy posible pero (y esto lo pensaba mientras corría ya por los pasillos) más bien no parecía que fuese planeado, sino que (corría golpeando las puertas y gritando, puesto que ya la habían mordido dos veces más) lo que había desde antes era una intención declarada, por parte de las ratas (y ahora se le acercaban por grupos, amenazantemente), una intención de guerra declarada, solapada por los horarios fijos de los abogados y la luz del sol (y los chillidos eran ya gritos de odio, y parecía que las ratas perdiesen interés por mordisquear los archivos y olfatearan cada vez más su carne), y entonces era obvio que las ratas habían estado esperando la oportunidad para poder actuar impunemente( y al doblar el pasillo y mirar para atrás verifico, presa del pánico, que las ratas la seguían a montones, chillando y echando baba), impunemente como ahora que Micaela estaba sola y sin la ayuda de ningún abogado y de ningún humano (y hubo que sacarse los tacos alto y correr descalza, porque detrás venían ellas con las fauces abiertas y el lomo gris erizado) Las ratas tenían toda una noche y media mañana para llevar a cabo su ofensiva contra la raza bastarda de los abogados (trepando por las paredes, cerrando estratégicamente las salidas) Las ratas atacaban a tambor batiente, orgullosamente, según el plan previsto. Y no había duda de que querían comérsela, que la venganza de seres tan primitivos y resentidos no podía terminar sino con una acción de antropofagia. Micaela recordó entonces, metiendo la mano en el bolsillo, que tenía una llave: La llave de la dependencia adjunta 27. Si podía llegar hasta ahí (y quedaba solo a dos pasillos) podía encerrarse bajo doble llave hasta la tarde del otro día, a la espera de que llegase alguien.
A pura carrera, no reparando ya en nada sino en evitar los tarascones de las ratas que la atacaban como torpedos, llego hasta la puerta de la dependencia 27. La puerta estaba entornada, tal como ella la había dejado, así que de un salto abrió la puerta y la cerro tras de sí, dándole llave. Del otro lado se escuchaban, furiosos, los chillidos de las ratas, que inútilmente rasguñaban la puerta. Estaba salvada, gracias a dios salvada de ser reducida a huesos por esos horribles animalejos. Frente a eso, incluso el hediondo olor a pis que llenaba el cuarto era música de Chopin.
Los chillidos, que en un primer momento eran insoportables, fueron aquejándose para convertirse en algo que se asemejaba tenebrosamente a un oscuro y resentido murmullo.
Dentro de la dependencia, segura tras su puerta de chapa y sus paredes de concreto, Micaela Maugeri sonreía. Estaba mortalmente cansada y algo mordisqueada. Estaba al borde de un ataque de pánico, pero se había salvado. Eso había sido una victoria, una victoria doble: Victoria ante la raza de las ratas arcaicas, y victoria sobre la raza de las ratas modernas y sus estúpidas maldiciones de pasillo. Ella iba a ser la primera, sí señor, la primera en terminar la pasantía sin cumplir con esos ritos estúpidos. Y luego de ello, de salir impune, continuaría con su carrera, con su vida.
Micaela estaba ya a punto de dormirse, apoyada contra la pared, cuando de repente volvió a oír el agudo chillido de las ratas. No eran chillidos furiosos, sino calmadamente maliciosos, como un murmullo que salía de algún lugar indistinguible. Micaela se hecho boca abajo y, bien pegada al suelo, espió por la rendija de la puerta. La tenue línea de luz se observaba sin sombras y sin cortes, lo cual indicaba que no había ratas rascando la puerta ni intentando colarse por debajo. Oyó entonces un ruido metálico a sus espaldas, y en un solo movimiento, completamente lívida, se incorporó quedando de espaldas contra la puerta. Vio entonces que el ruido había sido provocado por una rejilla metálica que había caído del techo. Micaela se dio cuenta entonces que se trataba del ducto de ventilación que (debería haberlo notado antes) recorría todo el edificio. 
Al levantar la mirada alcanzo a ver que del oscuro agujero rectangular salía, como en un vómito, una catarata de garras, colas, dientes y ojos amarillos, una marea de ratas.

Fue extraña, para los empleados del despacho del sr Arribalzaga, doctorado en leyes y respetado profesional, la desaparición de Micaela Maugeri, chica que pese a ser algo olvidadizo a veces, era un ejemplo de compromiso y responsabilidad, como todos los practicantes. Durante varios los empleados del despacho intentaron comunicarse infructuosamente con ella, sea telefónicamente o por carta. Según lo que se sabía, había salido de tribunales un viernes como cualquier otro, luego de cumplir diligentemente con sus obligaciones (y por eso era sospechosa esa desaparición) y luego no se la había vuelto a ver. No fue sino a las dos semanas, cuando el señor Arribalzaga entro en crisis por un legajo faltante para el importantísimo caso de Leinmann contra Dietrich, cuando en la mecánica atribución de culpas se llegó a la conclusión, clarificadora a la vez que tranquilizadora respecto a la salud y al empleo de sus compañeros, de que dicho legajo debió ser presentado en el despacho del señor Arribalzaga hacia precisamente dos semanas y cuatro días, y que era precisamente a Micaela Maugeri (que entonces no era tan responsable ni trabajadora) a quien se le había encargado esa tarea crucial e imposible de desoír por cualquier empleado sensato y responsable.
Cuando Agustina Aguirre (Avispada, tacos altos, hermosos ojos celestes, diecinueve años, estudiante inicial de derecho y al parecer destinada naturalmente a la burocracia gracias a poseer el grado necesario de psicopatía) fue hasta la dependencia adjunta numero 27 a buscar el legajo faltante, noto que la puerta se hallaba cerrada con llave. Al intentar colocar la llave, noto que esta no ingresaba correctamente, y que entonces algún gracioso debía haber dejado la llave puesta del lado de adentro y luego cerrado la puerta, que tenía traba automática. Al Luego de llamar a cerrajería, logro por fin abrir la puerta.
Al entrar, no noto nada particular. La dependencia estaba húmeda y sucia hasta la negrura. Al abrir un cajón al azar, percibió un olor particularmente rancio, y entonces descubrió (no sin asco) que los cajones estaban salpicados de excremento de rata. A lo lejos, como desde una ubicación remota, se oyeron chillidos.








Nota del autor: Me decido a publicar este cuento como quien recibe a fin de año uno de esos chocarreros reconocimientos al esfuerzo, que casi siempre constan en una ridícula placa de acrílico o en una lapicera barata que nunca vamos a usar. Digo esto porque reconozco que, como la plaquita o la lapicera, este cuento es, como cuento, narrativa y formalmente muy malo. O al menos lo era en su versión original. Si me decidí a publicarlo es porque a los errores no hay que esconderlos. Me llevo semanas escribir el cuento, y varios días corregirlo. No recuerdo haber escrito nunca un cuento con tantos cambios y accidentes como este.
Por último y nuevamente, mis disculpas al lector si al leer el cuento han tenido la fastidiosa sensación de estar ordenando una habitación o esperando un colectivo que sabemos va a llegar lleno.  

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