A J.I, que espero nunca lea esto.
Iba por la calle desierta. La noche estaba un poco
fría, pero dentro de todo, aceptable. Hasta hace un rato había estado lloviendo
y ahora el viento barría la masa de hojas acumuladas por las escobas de las
señoras. El asfalto mojado le daba a las veredas un aire límpido y solitario.
"La calle esta como recién bañada", pensé.
Naturalmente estaba ebrio, ebrio a voces, como para tumbar a una mula con mi
aliento. Ebrio y además muy lleno. Había comido como un caballo, como un
emperador romano. El emperador romano caminaba pesadamente bajo la lluvia, cual
personaje de Dostoievski. Ahora debería de pisarme un carruaje, asaltarme un
bandido que lleva un cuchillo, o algo por el estilo.
No eran muchas cuadras. Había hecho el trayecto muchas
veces. Caro me esperaba como siempre. Qué lindo y que feo, que te esperen.
Seguridad y compromiso a un tiempo, como una mano que medio acaricia y medio
estrangula. De cualquier modo, estaría ya estaría dormida; O casi dormida, con
su fingida indiferencia, murmurando y dando vueltas entre las sábanas blancas y
muy limpias. Eso o estaría despierta, con pantuflas y una remera vieja y
descolorida, que seguramente era mía, y que entonces le quedaría tiernamente
grande.
Siempre doblo en Bolivia cuando voy por Haedo. Siempre
no es casualidad. Era la costumbre. Justo en la esquina de Haedo y Bolivia está
tu casa o, más bien, la casa de la infancia, la casa de tu primo, la casa que
en ese tiempo no era mía o suya o tuya, era un poco de todos y un poco de
nadie. Era un poco la casa de todo el barrio: la única casa con terraza, la única
casa con bodega, la única casa con sótano, con taller mecánico, verdulería y carnicería.
Era en realidad para nosotros la única casa verdadera. Tenía todas las
cualidades: gente entrando y saliendo a toda hora, gitanos, incontables
bicicletas y partes de bicicletas, tarros de polvorones, álbumes de figuritas,
botellas de vino tinto y de licor Tía María, carreras de autitos, cacería de
polillas, pillaje y exploración, asados todos los domingos, que también ocurrían
viernes o sábados o jueves o sencillamente ocurrían continuamente, porque tu
casa (su casa, nuestra casa) era como una fiesta, como una navidad contínua,
ininterrumpida, un asado de toda la semana, imparable. Entrabamos y salíamos
constantemente, buscándonos unos a otros o todos juntos, siempre pasando entre
la gente, entre la mercadería, esquivando los cajones de cerveza o de verdura o
de ginebra llave, y siempre éramos vos, él y yo, estuviésemos de a dos,
separados o los tres juntos. Y cuando estábamos juntos, estábamos más allá del cálculo.
El resto de las casas (mi casa, por ejemplo, o la
tuya) eran simples habitáculos, meros conjunto de paredes muertas y techos a
punto de caerse, cuadriculas, con sus miserias y pequeñas cenas de domingo,
cines y cuentas que pagar. Estaban insertas, todas ellas y sus habitantes en un
tiempo diferente, aburrido, en algo que iba de nada a lo mismo y de lo mismo a
nada. Yo (y creo que vos también) siempre odie mi casa, y me la hubiera pasado
en la calle toda mi infancia si no te hubiera conocido a vos y a tu primo, o a
tu primo y a vos, si respetamos el orden cronológico. ¿pero acaso hacemos las
cosas que hacemos por una causa? ¿Acaso la cosa más maravillosa que nos pasa en
la etapa más maravillosa de la vida, vos, en mi caso, puede concebirse como un
resultado de dos más dos, como la mecánica de las fichitas de domino, cayendo
una tras otra en una secuencia tan determinada como inevitable? Claro que no.
Porque muchas veces la cosa falla y queda una ficha de pie, interrumpiendo la
cadena y como revelándose. Y yo sabía, o lo se ahora, que pese a que te conocí
por tu primo, en realidad fue al revés: por vos termine conociéndolo a él, y a
mí, y a todo.
Así fue que un día mientras vaciábamos botellas viejas
de gaseosa (bellisimas, todas de vidrio, llenas de tierra, con los viejos
logotipos de Fanta, Coca Cola y Paso de los Toros) en la terraza, como piratas
que entierran un tesoro escondido, vos entraste por la puerta, como quien entra
a buscar algo que se olvidó, toda despeinada, con un aro en la nariz y una
remera de los redondos (me acuerdo muy bien), y entonces tu primo te dijo sin
mirarte "¿qué haces acá?"; Y yo, todo lo contrario, no te dije una
palabra, ni siquiera hola (siempre fui muy tímido, un pelotudo se diría más tarde)
pero no pude dejar de admirarte (porque era eso, admirarte, contemplarte, como
quien mira un tigre enjaulado) hasta que te por fin te fuiste, porque mientras estuviste,
esos cinco minutos que fueron una eternidad, con tu arito en la nariz y tu
actitud como perdida ("esta chica piensa en otra cosa", "no se
que hace acá", "nos desprecia", "Es hermosa",
"ojala se quede a comer", "¿quien es?", "¿no entiendo por
qué no se va de una vez, tan tranquilos que estábamos?", todo eso pensé y
tal vez otras cosas), durante ese tiempo no pude sacarte los ojos de encima.
Por suerte vos ni me miraste, o me miraste una vez, como quien registra n
bulto, una silla o una mesa, solo para ubicarla mentalmente y no llevársela
puesta. No mirarme era dejarme mirarte tranquilo, pero eso vos no lo sabias.
Entonces te fuiste como llegaste, dando azotando la puerta de chapa y sin decir
chau, pero ya era tarde. La corriente eléctrica, el torrente de sensaciones o
imágenes iba a continuar durante un buen rato.
Después me enteré que eras su prima, que tu primo era
tu primo (hasta entonces solo había sido Marcelo o Chelo) y que vos eras la
prima de mi mejor amigo, y entonces yo era para vos el mejor amigo de tu primo,
de tu primito, el amiguito de tu primito, un chico medio raro, flaco, enclenque,
con un pelo desastroso y anteojos de tiempo en tiempo. Vos para mi eras Helena
de Troya, un novedoso Norte en la brújula, una enigmática X, un insoportable
signo de interrogación y la prima de mi mejor amigo, todo eso y un poco otras
cosas.
Después seguiste viniendo, por suerte. Por suerte y
por desgracia. Y me fui enterando de otras cosas. De tu hermana, por ejemplo.
Con ella siempre me lleve fantástico, o al menos esa impresión me daba. Tal vez
fue porque era medio sorda, sordomuda decían ustedes. Yo también era medio
mudo, y tu hermana tenía unos ojos celestes muy grandes y muy lindos, algo estúpidos
es cierto, pero lindos como cachorritos después de todo. ¿Por qué me era tan
fácil llevarme con tu hermana, pero tan incomodo verte y hablarte a vos? Creo
que era porque tu hermana era más buena pero también mas fea. O no. No es tanto
que fuese fea. Pero no tenia ese algo, ese componente diabólico tuyo, y
entonces me parecía como una falsa vos, como una versión de prueba tuya.
También me entere de tu viejo, del Cesar, como le decías.
Al principio me extrañaba que no le dijeras "papa" o al menos “viejo”
y si "el cesar", como si fuese un conocido o el borracho de la
esquina. Y después me di cuenta de que era un poco ambas cosas, y que si le decíamos
(porque ahora yo también) "el cesar" era para no decirle de otra
manera. "El cesar" era una cortesía para evitar "El loco".
Recuerdo que escuchabas cumbia. Cumbia y los redondos,
combinación extraña si lo pienso ahora, con mis veintisiete años. Extraña pero que
en ese entonces me parecía lo más normal del mundo, lo más adecuado a lo que vestías
y a lo que decías, a como caminabas y hablabas.
Tu primo parecía odiarte. Vivía evitándote, intentando
evitarte. Siempre se iba (nos íbamos) de algún lugar si se enteraba que vos
venias. Cuando "El cesar" te esperaba, o cuando decía "Jessi
viene en un rato" o "ya salió para acá", vos declarabas búsqueda
implacable de moras, o de repente querías salir a andar en bici, ir al rio, lo
que sea que nos sacara del cuarto o de la casa, antes de que llegaras, En una época
realmente pensé que te odiaba. Pensaba al principio que algo oscuro y terrible había
pasado en su familia, algo que los separaba. Después me di cuenta de que tu
primo estaba loco por vos. Perdidisimo, incluso más que yo; Tanto que, como
suele suceder, en su intensidad confundía el amor con el odio, la atracción con
la repulsión, la adoración con el desprecio. Estabas bien fregada entre
nosotros dos, yo tan pavote y el tan estúpido. Y pese a que te evitaba(mos), o
tal vez por eso mismo, coincidíamos todo el tiempo; Tanto que era una maravilla
como te encontrábamos casi a cualquier hora y en cualquier lugar de la casa o
del barrio, en cualquier calle o esquina o negocio.
Vos vivías en Olivos, y llego una época en que yo iba
directamente a tu casa en vez de a la de tu primo. Vos me lo habias dicho un
dia, un dia que buscándote me fui hasta tu casa con no recuerdo que excusa:
"vos veni cuando quieras", me habias dicho, y me lo habías dicho con
una sonrisa o tal vez sin ella pero si con tus ojos marrones y tu flequillo
pelirrojo, que para el caso tenían el mismo efecto;
¿sabrías entonces que decirme así esas palabras era
como echarme encima un hechizo? Un hechizo que residía un poco en la vaguedad
de la propuesta y un poco en el esplendor de tus 16 años, que para mis trece en
ese momento eran la adultez misma. Dieciséis años y fumabas, andabas sola por
la calle con una botella de cerveza en la mano y una piedra en la otra, y
siempre ambas terminaban contra la pared de alguna fábrica abandonada. Como
podías no ser para mi toda la anarquía y la furia que (yo no sabía hasta
entonces) amaba tanto y ¿quién sabe?, acaso comencé a amar el desorden del
mismo modo que a tener una irresistible debilidad por las pelirrojas: buscándote.
Flor de proyección dirían los psicólogos y tendrían razón. Punto para ellos.
Pero en ese entonces, quedándome solo con vos en la
casa usurpada por el chanta de tu viejo (que en ese entonces era el Cesar y
estaba loco, cosa que ahora pienso le queda muy bien a todo emperador romano) o
tirados en el puente de Villate, tomando una cerveza caliente o fumando unos Malboros
que solo nos servían para ahogarnos y toser, siempre a escondidas, no pensaba
nada de lo anterior. En esa época no pensaba nada de nada, tan solo vivía. Vivía
desbocadamente y no obstante ya (¡incluso de tan chico!) con un poco de
nostalgia, como si supiese inconscientemente que con cada día vivido en esa
felicidad estaba saliendo de un territorio mágico e irrecuperable. Ahora sé que
era así, que mi instinto no fallaba, que esa época era precisamente la llamada
“niñez dorada”, que en realidad no tiene nada de niñez ni nada de dorada. La
ausencia del tiempo cronometrado, la llama del amor inocente y la amistad
ideal, la casa infinita y la abundancia de dias y dias y días. ¡Carajo! ¡Era un
tobogán eterno del que nunca queríamos salir, un juego del que nadie quería
bajarse!
Una vez llegaste a la casa y yo estaba solo. Solo en
la casa de tu primo, en tu casa, que también era la mía. Toda la familia era también
a grosso modo mi familia. Yo era uno de los pocos privilegiados, quizás el más
privilegiado de entre los privilegiados; Mas privilegiado que la pareja de la
mama de tu primo, más privilegiado que los conocidos del Abuelo (especie de
Arcadio Buendia, de mecánico patriarca de la familia, autoridad moral y gastronómica,
arquetipo de sabiduría de la clase media, un gran tipo que mantenía con sus
asados a medio barrio de vagos y borrachos, y también un hijo de puta que le
robaba toda la nafta que podía a sus clientes, un hombre que podía agarrar
carbones de la parrilla sin quemarse y que podía quedarse dormido en el inodoro
por horas) y que los clientes habituales de la verdulería. Mi jerarquía social
en la casa estaba aún por encima de los borrachos del barrio, especie de
sequito o permanente mesa redonda que como los dioses o los héroes tenían
apodos más que nombres propios; seres que para mí eran en ese entonces, como
ahora, misterios insondables de locura o sabiduría, viene a ser lo mismo. Yo podía
entrar y salir a cualquier hora, podía charlar con la abuela o el abuelo o con
el Cesar o con el Caña (hermano del cesar, mafioso como pocos, nos dejaba
disparar sus escopetas en la quinta que tenía cerca del rio), podía quedarme a
comer o a cenar o a dormir o a lo que quisiese, porque mi derecho venia del
tiempo paleozoico del jardín de infantes.
Nunca entendí como tu familia llego a quererme tanto.
Creo que era algo más de tu familia que una cualidad mía. Ellos querían así a
casi a todo el mundo, o al menos a los locos los perdidos, los borrachos, los
elegidos, los raros; Y yo estaba entre ellos, al parecer. O al menos prometía
estarlo. Claro que no se equivocaban. Siempre tuvieron buen ojo para la gente.
Por supuesto que estaba entre ellos. ¿Estaba? Estoy, quiero decir.
Hoy día todavía saludo a tu familia cuando paso por la
esquina. El abuelo y la abuela siguen como siempre, perennes al tiempo, como
pasándose por el culo el transcurrir de los días y los años, como si ignorar el
paso del tiempo los salvase de sus efectos devastadores. El viejo aún tiene su
taller. La Abuela aún tiene, si bien no con el esplendor de ese entonces,
abierta la verdulería. Aunque tu primo tenga ya cuatro hijos y viva ya dios
sabe dónde, en Santa Fe o en el Congo Belga; Aunque vos tengas ya una nena
hermosa, con tus ojos y tus mejillas y tus reflejos pelirrojos; Aunque yo ya no
vaya a los asados y escriba relatos estúpidos. Ya no es lo mismo, pero nos
queda el pasado. Un pasado atemporal, irreconciliable con el presente, inbarajable
con el resto de las cartas-recuerdo. Mitológico.
Un día llegaste y yo estaba solo, en la pieza de tu
primo, esperándolo a él o a tu hermana o a vos o a los tres juntos; Estaba ahí
queriendo no volver a mi casa, escapándome de mi casa como siempre, de la
locura y el sinsentido y los tiempos y del colegio y del dinero y de la sombra
de eso que ya se me venía encima y se llamaba vida adulta o secundaria o
zapatillas gastadas.
Estaba acostado en el suelo, y era un día de calor. Tu
primo había salido, ya no recuerdo a donde. Vos entraste y subiste la escalera.
Escuche tus pasos en la escalera. Entraste por el taller, como entrabamos
todos. Yo estaba acostado en la pieza del chelo, mirando al techo. Sentí el
chirrido del portón e imagine tus brazos llenos de lunares haciendo fuerza y
supe categóricamente que eras vos. No sé cómo lo supe, pero lo supe. Siempre lo
sabía. Hasta hoy es incomprensible como podía saber cosas como esas. Solo me
funcionaba con algunas personas.
Tampoco era que pensase en vos muy a menudo, como
piensan en la maestra o en la hermana mayor del amigo los clásicos enamorados
infantiles de la novela. Prácticamente, creo que ya lo dije, no pensaba en
nada. Y, además, vos estabas siempre con nosotros, entre nosotros, dando
vueltas. Mi amor era más bien la intensidad de vivirte y de tenerte
precisamente ahí revoloteando, siempre un poco mayor, siempre con alguna carta
bajo la manga, o más bien bajo la falda. Y además el hecho de que eras mujer y
eso a los trece o catorce años significa abismo.
Subiste las escaleras y pensaste que no había nadie. Me
di cuenta por como recorriste la casa, casi a los saltos. Pusiste música en el
equipo destartalado y sentí el leve pero inconfundible sonido del gas saliendo
a presión de la botella de cerveza. Quise levantarme e ir y hablarte. Hablarte
de lo que sea y que tomásemos esa botella de cerveza, pero en cambio me quede
acostado. Después, mucho después, entraste a la pieza y yo seguía ahí, triste y
amargado y mirando el techo. Y hablamos.
O mejor dicho, yo me incorpore y vos hablaste, con una
mano apoyada en la pared y la otra en el pico de la botella. Hablaste con ese
tono cínico y como arrastrando las palabras. Tu tono siempre me confundió un
poco. Mitad susurro, mitad estridencia. Tu familia entera tenía un problema con
la dicción. Tu hermana, más que sordomuda, era un poco estúpida. Tenía algo de
vaca o de pájaro bobo, de pajarona. En tu caso, por el contrario, pasaba como
con Mercedes la Bella o con la Leni de Kafka: tu pequeño defecto te favorecía.
Siempre pasa igual con las chicas de tu tipo: incluso donde huele a mierda
huele a flores.
No recuerdo de que hablamos, pero en un momento me
tomaste el pelo. Sabias, claro que sabias, que me movías completamente la estantería.
No podías no saberlo. Y yo sabía que sabias, que no en vano te me habías reído
descaradamente en la cara en otras oportunidades, que no en vano aludías con
maldad a todo lo sexual, a todo lo sexual a lo que, pienso ahora, vos tampoco habías
accedido del todo, pero a lo que de todos modos te acercabas infinitamente más
que yo, que me cerraba como un caracol apenas te acercabas.
Me tomaste el pelo un buen rato. Te odie
infinitamente, te odie lo suficiente como para hervir de ganas de morderte o de
besarte furiosamente, de agarrarte por el cuello o por el pelo, por ese pelo
rojizo que me volvía loco, y hacer lo que me hubiese sido imposible aun
queriendo: tirarte sobre mi cama (era la de tu primo pero daba igual) y
demostrarte que al final no eras tan grande, que no sabías tanto, que no había
tanta diferencia entre vos o cualquier otra, que eras tan mortal como la señora
del ferretero, que eras una adolescente normal y no la princesa bestia
serpiente dragona cuchilla que yo creía que eras.
Pero no. Nada. No hice nada de eso ni tampoco nada de nada,
ni siquiera alguna torpe insinuación de primerizo: nada. No recuerdo como
termino la cosa. Probablemente porque no termino de ningún modo, si entendemos
por final el desenlace de una situación. Calculo que después te habrás ido o habrá
llegado tu primo y yo me habré quedado. Seguramente me quede. Me quede con la sensación
de ausencia, con el burdo deseo de lo que yo imaginaba como tu cuerpo.
Después llegaron otros tiempos, principalmente la
secundaria, cada uno en diferentes barrios, vos que un día desapareciste, yo
que andaba ocupado, tu primo padre prematuro a los 17, el triángulo
completamente roto y rápidamente reemplazado por la adolescencia rabiosa y
desprolija, por el sórdido universo sin la casa.
Por eso no me sorprende. No me sorprende encontrarte
ahora, en esta noche de viento, justo después de la lluvia. No me sorprende
para nada encontrarte en la misma esquina de siempre: Bolivia y Haedo. Intercesión:
la X marca el tesoro.
No me sorprende para nada verte ahí, parada como
siempre, después de tantos años, la misma pose y la misma forma de cruzarte de
brazos, agarrando los codos con tus manos a la altura del estómago, como si te
abrazaras a vos misma. Tantos años sin verte y de repente y sin aviso ver que tenes
los mismos ojos, la misma cara, la misma boca, el mismo pelo cobrizo gracias a
dios sin teñir.
Que vos tampoco te hayas sorprendido, eso sí me sorprende.
Que me hayas visto de lejos, acercarme desde lejos (porque sé que me vistes de
lejos, al contrario, mío, que ensimismado como estaba, solo te vi cuando casi
te atropello) y que en tu mirada hubiese algo como tranquilidad o fatalidad, de
hilo en las manos de las moiras, eso también me sorprendió.
Te salude y me saludaste. Yo como pude, vos como si
tal cosa, haciendo de cuenta que no había años de por medio. Y hablamos. Me
contaste de tu hija, de tu nada interesante trabajo de cajera de supermercado,
y yo te conté de mi sórdido trabajo de esclavo de la máquina, de mis estudios
de Filosofía y vos me retrucaste con el jardín de infantes y yo pregunte que
como se llamaba tu hija y vos no sé qué respondiste y luego dijiste que la nena
estaba con el padre, y solo note que eras más alta e infinitamente más linda de
lo que yo te recordaba, y tal vez fue el efecto del vodka revolviéndose en mi estómago
pero sentí como un sismo o un mareo el de verte desprenderte de la imagen de la
adolescente con la que había soñado durante años para volverte la mujer de
carne y hueso que ahora tenía enfrente. Haya sido lo que fuese, me di cuenta de
que el hechizo de tus dieciséis años seguía ahí, malignamente presente, como un
don irrenunciable o una enfermedad incurable que se resistia a ser curada.
¿habras visto en mi cara, en mi nervioso abrir y cerrar las manos, en lo
afectado de mis expresiones o en mi voz algo de todo esto?
Imposible saberlo porque hablabas y hablabas, medio
sonriente y ladeando un poco la cabeza de costado, como ajustando la diferencia
de altura de los centímetros que (en esa época) me llevabas pero que ahora era
un gesto sin sentido porque éramos casi iguales.
Y mientras te escuchaba se me vino encima esa tarde en
la que subiste, esa tarde y una canción de Fito Páez; Y también un poco de
miedo, miedo del inconsciente y de cómo nos dirige. Volverte a ver después de haberte
soñado tantas veces, bajo miles de formas menos de esa, la real, que ahora me
descolocaba como lo había hecho siempre. ¿justificaba ese miedo encontrarte ahí?
¿Era suficiente para interrumpir el hilo de tu charla, frenar tu nostalgia de
aquella era dorada, las preguntas por tu primo o por tu viejo, y soltarte como un
demente que resulta que te quise y que te quiero y te querré, soltarte como un
idiota de novela barata que siempre me habías gustado, aclarando que “gustado”
es una palabra que muy bien se aplica a los gustos de helado, pero que en tu
caso era que siempre me habías algo, que para mí habías sido y eras esto y lo
otro, todo esto rapidísimo y sin pausa, como un borracho (que lo era) o un
poseso (que quien sabe) o como un desesperado concursante de programa de
preguntas y respuestas, mientras vos me
mirabas muda y con tus labios en una mueca que hacía malabares entre el rictus
y la sonrisa genuina? ¿hacia falta, para completar el absurdo, aislar o mezclar
o tergiversar toda esta confesión con agregados literarios o puros delirios de
trasnochado?
Y fue por tu silencio o tal vez por tu sonrisa o tu
desprecio que forzando cada musculo de mi cuerpo y cada espacio inasible de mi cabeza
que lleve a cabo el cruce de los andes y el salto al abismo y el tiro en la
sien y la traición y el acto de fe o lo que sea y de repente me encontré con mi
mano en tu mejilla y en tu pelo y entonces sin prisa y sin pausa y sin aviso te
di primero ese beso que te o me debía: rápido, torpe, estúpido, casi infantil, inútil.
Cuenta saldada desde aquella tarde, un beso-cuenta-pendiente (tan horrible como
suena) o un beso-viaje-en-el-tiempo (mucho mejor), pero a fin de cuentas un
beso hermoso porque fue bajo la luna y con la garua que ya comenzaba a chispear
de vuelta. Los que siguieron fueron más normales, más contemporáneos, más
aburridamente largos y precisos.
En algún momento nos separamos, para recuperar el aire
y también porque vos ya empezabas a tiritar bajo la llovizna. No me invitaste a
pasar ni yo te lo sugerí. Nos despedimos y te vi entrar. Abriste la puerta del garaje
y desapareciste tras el chirrido.
Después seguí caminando, medio tambaleándome, confuso
y tironeado entre la locura de creer que eso era parte de la realidad y la tentación
de dejarlo como una mera imaginación, como un buen argumento para una canción o
una película romántica de esas que los chicos de secundaria van a ver con sus
novias en las vacaciones de invierno. Llegaría y me acostaría. Pero cuando
despertase, ¿creería lo que acababa de pasar? ¿no sería todo sueño, imaginación?
¿recordaría tu número? Entonces, antes de dormirme, se me ocurrió la idea de escribirlo.
Atribuyo cualquier posible falta a la mala calidad del Alcohol.
Y como se lee en Hamlet: the rest is silence.