2 sept 2019

La Ventana

Toda felicidad es inocencia

Marguerite Yourcennar




- No quiero dormir en la cama – dijo Lucia. Por supuesto, nadie la escucho. Lo dijo en voz baja, para sí misma. Estaba sola en la habitación de paredes frías. Una habitación color crema bastante desabrida: Una cama con colcha de flores que hacía juego con las cortinas; Una cómoda, un baúl, algunas muñecas (de trapo, de porcelana) aquí y allá. Y en el centro, ella. Cuando estaba así, sola en su cuarto, sentía que las cosas se convertían en algo diferente a lo que eran siempre. La luz del sol, por ejemplo. Mirandola bien, se daba cuenta que era un foco. Lucia cedió a la conocida sensación de dejarse arrastrar por aquella corriente invisible y entonces su imaginación le trajo otra cosa: Un escenario. Y el foco era ahora un reflector, y ella estaba sobre el escenario, más grande y linda y con un hermoso vestido blanco de lentejuelas. Los reflectores la cegaban y no podía distinguir a nadie entre el público. Sentía todas las miradas clavadas en ella, y la apremiaba la sensación de que todos (el teatro estaba lleno) esperaban algo de ella. ¿pero qué cosa? ¿debía cantar, debía bailar, tenía que decir algo importante? No tenia ni idea. Como siempre, la sensación de miedo que le venía cuando no sabía la respuesta a lo que le preguntaban en clase. Un poco de vergüenza, un poco de impotencia, el frio paralizante.

De pie bajo los reflectores, Lucia comenzó a oír los murmullos. Un cuchicheo eléctrico y paralizante. Contrariamente a cuando, a escondidas, escuchaba hablar a sus papas o a sus hermanos, Lucia no pudo rescatar una sola palabra de los bisbiseos que venían del público. Tuvo la idea de que no hablaban ningún lenguaje. Sonaban… si tuviera que compararlo con algo, diría que sonaban como las bombitas eléctricas a punto de quemarse, es decir, como pequeñas moscas de vidrio y lata frotándose fastidiosamente unas contra otras. Sonaban como cucarachas eléctricas. Lucia lo pensó y tuvo un escalofrió. Casi sin darse cuenta se llevó las manos a los costados, como queriendo protegerse de algún modo del zumbido que – ahora lo notaba – iba creciendo poco a poco. Miro a sus costados, buscando ayuda, y no vio nada mas allá de sus brazos desnudos. Aquellos brazos, sus brazos de adulta, los que sin duda tendría en un futuro, le maravillaron. Eran mullidos y redondeados. Tuvo ganas de tocarse los hombros, de recorrerse los codos y el busto con las manos, tan fascinada estaba con su súbito crecimiento. En vez de eso, se quedó quieta. Tenía miedo. Comprendía que inmediatamente mas allá de la luz del reflector – ahora pálida y decreciente - que la clavaba al escenario estaban las horribles cosas danzantes, aquellas cucarachas que bailaban de forma macabra. Lucia no sabía que eran aquellas cosas, no sabía cómo había llegado a saber de ellas, ni mucho menos sabía en qué consistía todo aquello de la danza y el escenario. Había llegado a saber, eso sí, que de una forma u otra ella tendría que bailar con ellas tarde o temprano.
A decir verdad, como toda criatura de corta edad, Lucia se movía guiada por intuiciones sin tener muy en claro lo poco que sabía de forma consciente. Las cosas y las ideas eran como grandes borrones de tinta al costado de la hoja. Cosas que había que tapar con el codo para no ver. Estos borrones la habían venido protegiendo hasta ahora.
Pero aquellas cosas (asfixiantes, ciegas, que te queman si te rozan y te matan si te atrapan) estaban ahí, demasiado cerca como para ignorarlas, girando como trompos llenos de púas, como ruedas dentadas que trituran lo que sea que las toca, invisibles; Y exigían algo de ella. Exigían que bailase. Lucia sabía que la perseguían desde hace tiempo, que poco a poco se le habían ido enroscando en los pies y en las manos, como ranas, como frías serpientes de gelatina. Las sentía en sus sueños y las escuchaba cada noche cuando estaba acostada y tapada hasta la cabeza. Tenía que hablar, hablar antes que la bombilla del reflector se apagase del todo. Entonces sería demasiado tarde. Las cucarachas la despedazarían.

Llevando las manos hacia las rodillas, Lucia dio un paso al frente, apenas un pasito, y dijo con su voz de nena de seis años:
- No quiero dormir en mi cama -dijo, y mientras lo decía escucho risas, las risas atronadoras de aquellas cosas que se burlaban. ¿no eran también las risas de sus hermanos, de sus padres? ¿Quién iba a creerle lo de las cucarachas? Supo que estaba sola. Justo antes de despertarse sintió que una garra de hierro la tomaba por la garganta, y otra en el estómago, y otra en el tobillo. Muchísimas garras. Despertó sintiéndose rara, con una sensación completamente nueva para ella.

Lo que no era nuevo eran sus ganas de llorar. El hermoso vestido blanco de lentejuelas había desaparecido. Era de vuelta ella misma. Sus brazos eran de vuelta cortos, sus piernas demasiado inútiles. Llevaba su pijama amarillo, tan feo como las paredes. Se examino con cuidado, buscando marcas de aquellas garras que la habían asido en el momento final y luego de comprobar que no tenía nada, entonces recién ahí se largó a llorar.

- Pero niña ¿por qué no? - le había preguntado su madre en la cocina, cuando Lucia fue a repetirle, más bien a anunciarle, su decisión inquebrantable.
- No me gusta la ventana –respondió Lucia.
- La ventana, ¿qué tiene la ventana? – Su madre de espaldas era siempre como una pared. Algo seguro. Lucia pensó en la solidez de las paredes, en su poderosa capacidad para dejar afuera lo que sea que estuviese afuera. Las paredes eran seguras, las ventanas no.
- La ventana da a la calle – explicito Lucia queriendo explicar lo que a ella le parecía obvio.
- Pero claro, ¿adónde quieres que dé? - le retruco su madre, usando el sentido común que, pese a su fama de estúpidos, tenían todos los gallegos.
- Madre, no quiero dormir más allí – volvió a decir Lucia. No tuvo valor para agregar que tenia miedo de las alas, de las antenas. De las manos. Tengo miedo de las manos. Eso era lo que tenia que decir, pero no lo dijo. También había soñado con ellas: Manos, manos hechas de sombra, con dedos largos como velas y brazos que se retorcían, que borboteaban como el agua hirviendo. Decenas de brazos que entraban todos juntos por la ventana. Lucio alzo la vista y miro la cara de su madre. La expresión que vio en sus ojos la hizo darse cuenta de que si lo había dicho. Manos.
¿Manos, que manos? - le pregunto. Esa nena estaba cada vez más rara.
- Hay manos que entran y me agarran y... - Lucia se esforzaba por reprimir un violento acceso de llanto que la acometía - y un día me van a llevar.
Al escuchar esto, su madre se dio vuelta y retomo violentamente el chac chac chac del cuchillo sobre las capas de cebollas.
- Ya déjate de hacer la tonta si no quieres que te de una hostia - dijo su madre como si todo aquello fuera asunto zanjado. Lucia supo que no convenia insistir. Cuando la voz de madre tomaba aquel tono metálico significaba que no quería saber más nada de las manos, de la ventana o de lo que fuera que se estuviese discutiendo. Si madre no la había escuchado, entonces no tenía sentido siquiera probar con el resto de su familia. Volvió a su pieza e intento al menos cerrar la traba de la ventana, pero no lo consiguió. El cierre estaba demasiado oxidado, demasiado duro. Tuvo que conformarse con cerrar las cortinas y colocar a Josefina (la muñeca más grande que tenía) de espaldas contra la ventana.
Su madre, que seguía trajinando en la cocina, solo volvió a pensar en aquella conversación muchos días más tarde, cuando Lucia ya había desaparecido irremisiblemente.


1 comentario:

Jora dijo...

Este cuento se me hizo muy “Escalofríos”, me refiero a la serie de terror de Fox Kids.