Marguerite Yourcennar
-
No quiero dormir en la cama – dijo Lucia. Por supuesto, nadie la escucho. Lo
dijo en voz baja, para sí misma. Estaba sola en la habitación de paredes frías.
Una habitación color crema bastante desabrida: Una cama con colcha de flores
que hacía juego con las cortinas; Una cómoda, un baúl, algunas muñecas (de
trapo, de porcelana) aquí y allá. Y en el centro, ella. Cuando estaba así, sola
en su cuarto, sentía que las cosas se convertían en algo diferente a lo que
eran siempre. La luz del sol, por ejemplo. Mirandola bien, se daba cuenta que
era un foco. Lucia cedió a la conocida sensación de dejarse arrastrar por aquella
corriente invisible y entonces su imaginación le trajo otra cosa: Un escenario.
Y el foco era ahora un reflector, y ella estaba sobre el escenario, más grande
y linda y con un hermoso vestido blanco de lentejuelas. Los reflectores la
cegaban y no podía distinguir a nadie entre el público. Sentía todas las
miradas clavadas en ella, y la apremiaba la sensación de que todos (el teatro
estaba lleno) esperaban algo de ella. ¿pero qué cosa? ¿debía cantar, debía
bailar, tenía que decir algo importante? No tenia ni idea. Como siempre, la
sensación de miedo que le venía cuando no sabía la respuesta a lo que le
preguntaban en clase. Un poco de vergüenza, un poco de impotencia, el frio
paralizante.
De
pie bajo los reflectores, Lucia comenzó a oír los murmullos. Un cuchicheo eléctrico
y paralizante. Contrariamente a cuando, a escondidas, escuchaba hablar a sus
papas o a sus hermanos, Lucia no pudo rescatar una sola palabra de los
bisbiseos que venían del público. Tuvo la idea de que no hablaban ningún
lenguaje. Sonaban… si tuviera que compararlo con algo, diría que sonaban como
las bombitas eléctricas a punto de quemarse, es decir, como pequeñas moscas de
vidrio y lata frotándose fastidiosamente unas contra otras. Sonaban como
cucarachas eléctricas. Lucia lo pensó y tuvo un escalofrió. Casi sin darse
cuenta se llevó las manos a los costados, como queriendo protegerse de algún
modo del zumbido que – ahora lo notaba – iba creciendo poco a poco. Miro a sus
costados, buscando ayuda, y no vio nada mas allá de sus brazos desnudos.
Aquellos brazos, sus brazos de adulta, los que sin duda tendría en un futuro,
le maravillaron. Eran mullidos y redondeados. Tuvo ganas de tocarse los
hombros, de recorrerse los codos y el busto con las manos, tan fascinada estaba
con su súbito crecimiento. En vez de eso, se quedó quieta. Tenía miedo. Comprendía
que inmediatamente mas allá de la luz del reflector – ahora pálida y
decreciente - que la clavaba al escenario estaban las horribles cosas
danzantes, aquellas cucarachas que bailaban de forma macabra. Lucia no sabía
que eran aquellas cosas, no sabía cómo había llegado a saber de ellas, ni mucho
menos sabía en qué consistía todo aquello de la danza y el escenario. Había
llegado a saber, eso sí, que de una forma u otra ella tendría que bailar con
ellas tarde o temprano.
A
decir verdad, como toda criatura de corta edad, Lucia se movía guiada por
intuiciones sin tener muy en claro lo poco que sabía de forma consciente. Las
cosas y las ideas eran como grandes borrones de tinta al costado de la hoja.
Cosas que había que tapar con el codo para no ver. Estos borrones la habían
venido protegiendo hasta ahora.
Pero
aquellas cosas (asfixiantes, ciegas, que te queman si te rozan y te matan si te
atrapan) estaban ahí, demasiado cerca como para ignorarlas, girando como
trompos llenos de púas, como ruedas dentadas que trituran lo que sea que las
toca, invisibles; Y exigían algo de ella. Exigían que bailase. Lucia sabía que
la perseguían desde hace tiempo, que poco a poco se le habían ido enroscando en
los pies y en las manos, como ranas, como frías serpientes de gelatina. Las
sentía en sus sueños y las escuchaba cada noche cuando estaba acostada y tapada
hasta la cabeza. Tenía que hablar, hablar antes que la bombilla del reflector
se apagase del todo. Entonces sería demasiado tarde. Las cucarachas la despedazarían.
Llevando
las manos hacia las rodillas, Lucia dio un paso al frente, apenas un pasito, y
dijo con su voz de nena de seis años:
-
No quiero dormir en mi cama -dijo, y mientras lo decía escucho risas, las risas
atronadoras de aquellas cosas que se burlaban. ¿no eran también las risas de
sus hermanos, de sus padres? ¿Quién iba a creerle lo de las cucarachas? Supo
que estaba sola. Justo antes de despertarse sintió que una garra de hierro la
tomaba por la garganta, y otra en el estómago, y otra en el tobillo. Muchísimas
garras. Despertó sintiéndose rara, con una sensación completamente nueva para
ella.
Lo
que no era nuevo eran sus ganas de llorar. El hermoso vestido blanco de
lentejuelas había desaparecido. Era de vuelta ella misma. Sus brazos eran de
vuelta cortos, sus piernas demasiado inútiles. Llevaba su pijama amarillo, tan
feo como las paredes. Se examino con cuidado, buscando marcas de aquellas garras
que la habían asido en el momento final y luego de comprobar que no tenía nada,
entonces recién ahí se largó a llorar.
-
Pero niña ¿por qué no? - le había preguntado su madre en la cocina, cuando Lucia
fue a repetirle, más bien a anunciarle, su decisión inquebrantable.
-
No me gusta la ventana –respondió Lucia.
-
La ventana, ¿qué tiene la ventana? – Su madre de espaldas era siempre como una
pared. Algo seguro. Lucia pensó en la solidez de las paredes, en su poderosa
capacidad para dejar afuera lo que sea que estuviese afuera. Las paredes eran
seguras, las ventanas no.
-
La ventana da a la calle – explicito Lucia queriendo explicar lo que a ella le
parecía obvio.
-
Pero claro, ¿adónde quieres que dé? - le retruco su madre, usando el sentido común
que, pese a su fama de estúpidos, tenían todos los gallegos.
-
Madre, no quiero dormir más allí – volvió a decir Lucia. No tuvo valor para
agregar que tenia miedo de las alas, de las antenas. De las manos. Tengo miedo
de las manos. Eso era lo que tenia que decir, pero no lo dijo. También había
soñado con ellas: Manos, manos hechas de sombra, con dedos largos como velas y
brazos que se retorcían, que borboteaban como el agua hirviendo. Decenas de
brazos que entraban todos juntos por la ventana. Lucio alzo la vista y miro la
cara de su madre. La expresión que vio en sus ojos la hizo darse cuenta de que
si lo había dicho. Manos.
¿Manos,
que manos? - le pregunto. Esa nena estaba cada vez más rara.
-
Hay manos que entran y me agarran y... - Lucia se esforzaba por reprimir un
violento acceso de llanto que la acometía - y un día me van a llevar.
Al
escuchar esto, su madre se dio vuelta y retomo violentamente el chac chac chac
del cuchillo sobre las capas de cebollas.
-
Ya déjate de hacer la tonta si no quieres que te de una hostia - dijo su madre
como si todo aquello fuera asunto zanjado. Lucia supo que no convenia insistir.
Cuando la voz de madre tomaba aquel tono metálico significaba que no quería
saber más nada de las manos, de la ventana o de lo que fuera que se estuviese
discutiendo. Si madre no la había escuchado, entonces no tenía sentido siquiera
probar con el resto de su familia. Volvió a su pieza e intento al menos cerrar
la traba de la ventana, pero no lo consiguió. El cierre estaba demasiado
oxidado, demasiado duro. Tuvo que conformarse con cerrar las cortinas y colocar
a Josefina (la muñeca más grande que tenía) de espaldas contra la ventana.
Su
madre, que seguía trajinando en la cocina, solo volvió a pensar en aquella conversación
muchos días más tarde, cuando Lucia ya había desaparecido irremisiblemente.
1 comentario:
Este cuento se me hizo muy “Escalofríos”, me refiero a la serie de terror de Fox Kids.
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