Me
divertía contando los círculos antideslizantes de la línea amarilla cuando escuché
la conocida vibración que anuncia la llegada del subte cuando súbitamente sentí
un empujón. Inmediatamente perdí el equilibrio y mi centro de masa se desplazó
irremediablemente según las leyes de la gravedad, directamente hacia las vías;
¡Caía,
me caía a las vías! No podía creerlo pese a que la certeza del desastre surgía
en mi como la alarma de un botón de pánico. Intente hacer equilibrio, una
especie de antena parabólica, entre espasmódica y desesperada, con los brazos y
las piernas. Por un segundo tuve la esperanza de poder aferrarme a algo: la
solapa de algún saco, la tira de alguna mochila, la mano desprevenida o solicita
de algún héroe. Pensé que quizás podría aferrarme al aire. Pero (lo sabía antes
de intentarlo) era inútil. Manotee en la nada mientras sentía como uno de mis
pies resbalaba y perdía terreno. Mas que aterrado, me sentí ridículo. Se me ocurrió
que exactamente así se sentiría una mosca atrapada en un mosquitero. Ese
movimiento de las patitas, tan frenético como impotente.
Sentí
un leve dolor en las puntas de los pies: eran mis dedos que en vano luchaban en
ese segundo por agarrarse al suelo. Todos los músculos de mi cuerpo se habían contraído
para intentar evitar el desplazamiento. Si la respuesta muscular se hubiera
producido un segundo antes (no ahora, que ya estoy en el aire, cayendo) podría
haber evitado la caída. Claro que para eso tendría que haber tenido noticia del
empujón. Alguna vez había leído que la demora entre el estímulo y la respuesta
demoraba unas pocas fracciones de segundo. Esas pocas fracciones marcaban la
diferencia entre la vida y la muerte.
Una
masa inconexa de pensamientos y sentimientos estallaron en mi cabeza. De entre
ellos uno destacaba con particular urgencia: me iba a morir. Me iba a morir, me
Moria, en breve dejaría de existir. Caería al piso y el tren me aplastaría. ¿Qué
podía hacer? ¿esquivarlo? ¿detenerlo? Ridiculo: No había nada que hacer.
Ahora
caía al piso. Sentía el gusto a tierra y el olor a mugre, a pis de rata, a
pasto quemado, de las vías. ¿Sentía algún dolor? Tal vez llegaría a sentirlo,
el dolor de la caída. Dolor en las costillas, en el cuello, en los codos y en
las rodillas. El frio aguijón del metal contra los huesos. Quizás escucharía algún
grito, si es que alguien llegaba a gritar. Luego, lo sabía, no sentiría nada.
No gritaría, no pediría socorro. Cerraría los ojos o los dejaría abiertos. Vería
la luz del vagón locomotora. Y tal vez, si tenía suerte, la cara espantada o diabólicamente
sonriente del maquinista. Y luego nada.
El vagón, de varias toneladas de acero, me pasaría por encima. Primero
me aplastaría las piernas, luego me trituraría al nivel de la cintura. Después
me reventaría las costillas y la caja torácica, haciendo estallar uno a uno,
pero casi al mismo tiempo una buena cantidad de órganos. El cerebro entraría en
shock justo antes de ser aplastado el mismo. Un mecanismo bastante inútil si no
se sobrevive. Quizás algún brazo o alguna pierna conservaría su forma, se salvaría
de ser reducido a pulpa, cortado por los engranajes y disparado contra el
costado del andén.
Caí
y escuché la bocina. No recuerdo si llegue a pensar algo más. Y eso fue todo.
O,
mejor dicho, debió haberlo sido. Lo fue, ¿cierto? Estoy muerto... ¿o no? Bueno,
vamos a ver: o lo estoy o no lo estoy. Pero escucho la bocina: clara,
ininterrumpidamente, como una alarma de incendios. Un tono monótono pero urgente.
La sensación es rara, como quien despierta de un sueño. Los bocinazos suelen
ser cortos y punzantes. La ley de propagación del sonido enuncia que la
potencia de un sonido aumenta a medida que el emisor se acerca y disminuye según
se aleja. Y sin embargo esta bocina suena y suena, es un pitido continuo y
estridente, sin curva, como si en su punto más alto la onda de sonido de la
bocina se hubiera congelado. Recién entonces me doy cuenta de que si no veo
nada es porque tengo los ojos cerrados. Los abro. Primero uno, despacio. Después
el otro, rápido. Es imposible que vea lo que estoy viendo, y sin embargo... Todavía
estoy vivo. O al menos eso creo. No caben dudas de que sigo en la estación de
subte. Veo, desde mi posición, el andén contrario. Las personas esperan el
subte. Algunas, dos o tres, me miran entre asombradas y aterradas. Pero,
pienso, hay algo raro en todo esto. Tardo todavía algunos segundos más en darme
cuenta de que se trata.
¡Es
el espacio, el espacio está completamente inmóvil! ¿el espacio, o más bien tendría
que decir el tiempo? Es difícil decirlo. Espacio inmóvil o tiempo congelado es
para mí exactamente lo mismo. O bien nada se mueve o bien el tiempo se detuvo.
Como sigo escuchando la bocina decido que el tiempo es el que se detuvo. Si la
escucho es porque hay ondas de sonido. Y si hay ondas de sonido entonces el
espacio no puede estar inmóvil. Si escucho es porque mi cerebro está
interpretando la onda sonora y construyendo, en los oscuros vericuetos de mis
conexiones neuronales, esto que ahora llamo "molesto sonido de
bocina". Comprendo que si escucho un continuo timbre es porque mi cerebro está
recibiendo siempre la misma onda; Que no puede dejar de recibirla y que
entonces la interpreta como continua.
Pues
bien, supongamos que el tiempo se detuvo. Entonces, ¿puedo moverme? Intento
mover las piernas y los brazos. Supongo que pienso esto: brazo, muévete.
Pierna, muévete. Supongo que envió las órdenes a través de mi sistema nervioso
a los receptores musculares de las extremidades. Pero o bien no envió la orden
o bien la orden no viaja o quizás los músculos de las extremidades no
responden. Se me ocurre que ninguna de las tres. Supongo que la orden es
enviada pero que los músculos aun están interpretando la orden anterior, es
decir, la de no moverse, la de evitar ser arrastrados por la inercia hacia las vías.
No puedo enviar, al mismo tiempo, la orden de moverme y la de no moverme. Para
poder moverme necesitaría del segundo siguiente, o al menos de la ya mencionada
fracción necesaria para que la orden pueda viajar y ser atendida.
No
puedo moverme. Ni hablar, ni gritar, ni siquiera pestañear. ¡pero puedo mirar!
Efectivamente, noto que puedo mover los ojos y mirar ya a la izquierda, ya a la
derecha. ¿se estarán moviendo mis pupilas, mis globos oculares? La duda me
viene al instante, pero no tengo forma de saberlo. Hago un paneo de todos los
campos visuales a los que puedo llegar desde mi inmovilidad general. ¿qué saco
en limpio? Tomando en cuenta lo que veo
y la disposición de mi cuerpo (puedo sentir mi cuerpo) me doy cuenta de que
estoy efectivamente cayendo a las vías del subterráneo. Mi cuerpo se halla
inclinado hacia adelante, casi a cuarenta y cinco grados del suelo. Me doy
cuenta de esto porque mi línea de visión está a la altura de la cintura de una
persona adulta, por lo cual mi cuerpo debe estar ya casi totalmente en el aire.
Si
miro hacia la derecha noto un intenso resplandor que me ciega. Sin duda es la
luz del vagón locomotora. Noto, además, que el pitido de la bocina viene
justamente de mi derecha. En cambio, si me enfoco exclusivamente en la
izquierda, noto una total y absoluta oscuridad. Probablemente porque del otro
lado está la continuación de las vías con el consiguiente túnel. Si miro a
izquierda y derecha al mismo tiempo noto una graduación muy interesante que va
desde el blanco al negro, pasando (para mi sorpresa) no por una escala de
grises sino por lo que parece ser una original gama de colores que imagino producto
o de un extraño efecto optico o de una inusual alteración de mis facultades visuales.
Entonces
caigo en la cuenta de que no es, al menos físicamente, posible mirar a
izquierda y a derecha a un tiempo. ¿y arriba y abajo? ¡también puedo hacerlo!
Algo se debe haber desarreglado en mi percepción, porque sin duda estoy
ejecutando movimientos oculares de sapo o de camaleón. Puedo mirar en
direcciones opuestas al mismo tiempo. El efecto es muy curioso. Descubro que la
realidad se compone de formas diferentes según combino las posiciones de mis
ojos. Incluso puedo mantener, digamos, el ojo izquierdo fijo en un punto
mientras revoleo el derecho de forma circular. Luego de probar un rato decido
que esta combinación de punto y giro es sin dudas mi arreglo favorito, porque
percibo al mismo tiempo la realidad como algo fijo y cambiante que... bueno, es
difícil explicarlo. Juego un rato más y luego me canso.
Ahora
mantengo fija mi vista en el suelo. Veo los rieles del metro y el riel eléctrico
que permite el movimiento de las formaciones. Casi todo el campo visual está
ocupado por las piedritas grisáceas que componen el suelo de los rieles. Me
dedico a contarlas, pero cuando voy por la numero cincuenta y tres me doy
cuenta de que estoy pensando. ¡pensando! ¿no debería ser imposible? Pensar, según
tenía entendido hasta ese momento, era el resultado de operaciones eléctricas
en el cerebro. Y si el tiempo estaba detenido (y ya había convenido en que lo
estaba) entonces mis operaciones mentales deberían de estar tan congeladas como
mis operaciones físicas o mi percepción sensorial. Y sin embargo, no era así.
¿o si lo era? Algo dentro mío me decía que, efectivamente y contra toda
evidencia cartesiana, efectivamente yo no pensaba. Y sin embargo, pensaba. ¿qué
es esto que hago, si no? Pero los movimientos entre mis neuronas están, tienen
que estar, sin duda, congelados. ¿mis pensamientos no deberían ser entonces ese
entramados de angustias y sinsentidos que me asaltaron mientras caía? Me
analizo a mí mismo y encuentro, con la satisfacción del detective que hace una deducción
correcta, que efectivamente en el fondo de mis procesos mentales están estos sentimientos
de pánico y confusión; Pero congelados. Es decir, no los noto como ocurriendo
sino como si fuesen recuerdos con una carga emocional imposible de desligar de
los recuerdos mismos.
¿qué
me dicen esos recuerdos? Que estoy cayendo y que estoy a punto de morir. Nada más.
Alguna vez leí que cuando uno sufre una situación traumática, la percepción se
agudiza. Había leído también que en algunos de estos casos el tiempo parece
dilatarse o contraerse; Claro que siempre mínimamente, nunca como ahora, nunca
como esto que vivo ahora. Claro que estos relatos eran siempre de gente que sobrevivía
a estas percepciones. Por lógica para contarla hay que sobrevivirla. ¿de qué
manera se agudizaba la percepción de una persona que iba a morir
irremediablemente? Eso no lo sabíamos, también por razones obvias. Bueno, quizás
yo si lo sabía. Pensé esto un buen rato. Había algo que no terminaba de
convencerme en mi razonamiento. Lo descubrí al cabo de un rato: mi razonamiento
fallaba porque presuponía que el perceptor sabía que iba a morirse. En efecto:
el cerebro de una persona que vive una explosión y la sobrevive debería
percibir exactamente igual que el cerebro que vive esa misma explosión, pero
muere en ella. Sobrevivir o no sobrevivir la experiencia traumática es algo que
ocurre siempre a posteriori de la experiencia misma. Comprendí con horror que
si mi percepción era tan extraña y novedosa no era porque iba a morir; Era
porque ya estaba muerto.
Muerto
o, al menos, destinado indefectiblemente a morir. Aunque también cabía la
posibilidad de que la mía fuera una percepción acrecentada fuera de lo común. Algún
tipo de viaje astral, de experiencia mística única en su tipo y nunca antes
vista en un mortal. Este último pensamiento me tranquilizo. Se me ocurrió que
si sobrevivía a todo esto luego podría escribir un libro de esta experiencia.
Me dedicaría a dar charlas y a lo mejor hasta podría idear algún tipo de religión
o movimiento espiritual con el cual llenarme la panza hasta el verdadero fin de
mis días. Debo haber estado pensando en estas cosas durante algún tiempo porque
de un momento a otro me dormí.
Al
despertar estaba en completa oscuridad. Mirase donde mirase, no había nada. De
hecho, mirar era más bien hacer la intención de estar mirando. En la completa
oscuridad en la que me encontraba ahora hablar de puntos cardinales era tan ridículo
como hablar de arriba y de abajo estando sumergido en un espacio infinito. Me
di cuenta de que, nuevamente, tenía los ojos cerrados. Me sentí estúpido por
cometer de vuelta el mismo error. Entonces me di cuenta de que los tenía
cerrados porque no podía abrirlos. Bueno: era natural. No podía mover los
parpados, por ende no podía abrir los ojos. Pero ¿cómo había hecho antes para
abrirlos? No lo sabía. Solo recordaba
que se habían abierto apenas había comprendido que los tenía cerrados. Ahora también
lo comprendía y sin embargo seguía sin poder abrirlos. Estuve largas horas
luchando por abrir los ojos y en algún momento, cuando ya me había rendido y
estaba pensando en cualquier otra cosa, repente volví a tener un campo de visión
con formas y colores. De hecho, me di cuenta que estaba viendo en un momento
cualquiera, cuando ya hacia probablemente horas que miraba el suelo pedregoso
del andén.
Por
un momento crei que la bocina ha dejado de sonar pero, apenas lo note, vuelvo a
oírla. Supongo que me he acostumbrado a ella de tal manera que puedo por completo.
La bocina es igual al sonido de la bocina. Empiezo a pensar en otras cosas y
dejo de oírla nuevamente. Al cabo de un rato vuelvo a dormirme.
Dormía
y despertaba de a intervalos. Claro que "dormir" no era la manera más
apropiada de explicar lo que me pasaba en esos apagones de conciencia. Mas bien
era, me repito, una perdida aleatoria de la conciencia. Dejaba de percibir la
realidad y el paso del tiempo de la misma forma en que dejaba de percibir, cada
tanto, el sonido de la bocina. Mi conciencia era como una lamparita que se prendía
y se apagaba siguiendo los dictados de alguna voluntad inapresable que se
encontraba mas allá de mi control. Se me ocurrió que quizás era la misma
voluntad que mantenía el tiempo congelado mientras mi cuerpo caía perpetuamente
hacia las vías. Por supuesto que todas estas son especulaciones. Espero no se
me reprochen estas divagaciones en una situación tan importante como la mía. ¿qué
otra cosa podría hacer?
Yendo
a problemas concretos: he intentado en numerosas ocasiones girar la cabeza o
volverme o, al menos, girar los ojos de manera de ver quien fue el que me
empujo. Lamentablemente parece serme imposible. Se que, si lograra de algún modo
girarme, podría ver de frente a mi asesino. Quisiera saber si tuvo o no la intención
de matarme. Creo recordar que el empujón me fue dado con las manos, pero bien podría
haber sido un topetazo con el hombro o un empellón dado de costado con todo el
cuerpo. Incluso una patada dada en plena espalda podría haber tenido el mismo
efecto.
Para
pasar el tiempo me imagino todas las posibles variantes de mi asesino: Puede
haber sido un sujeto de gabardina y sombrero de ala ancha. Mejor aún: una
fedora parecida a la que usaba el inspector ardilla. El sombrero le cubriría la
cara. Me estaría empujando con una mano, mientras con la otra ocultaba el
rostro bajando lo más posible el ala del sombrero. La mano le cubriría casi
toda la cara, pero no podría disimular la sonrisa de sicario, que asomaría
fragmentada entre los dedos y la mano. Aunque también podría ser un adolescente
de remera y blue jeans. Quizás sería demasiado joven, casi un niño. Un niño psicópata,
hijo de su generación. Odiaría a todos y a sí mismo. Al mundo entero. No tendría,
como el villano de gabardina, motivos profesionales, sino que me habría matado
pura y exclusivamente para sentir el placer de matar. ¿No había tenido yo
mismo, muchas veces, la misma curiosidad?
En ese plano también me imaginaba a una adolescente, esta vez mujer,
demasiado linda o demasiado fea pero siempre extraña, rubia y de pelo lacio. La
mirada perdida, unos ridículos anteojos de marco que encerraban una mirada fría,
como de reptil. Estiraba los labios en una sonrisa cruel mientras me decía algo
como "Porque odio los Lunes". Claro que cualquier mujer me remitía a la
trillada fantasía romántica en donde la asesina era una chica despechada por mi
o algo por el estilo. Cada una de estas posibilidades tenía cientos de
variantes, cada cual más realista o más descabellada que la anterior. Mis
especulaciones acerca de mi asesino cubrieron, a lo largo de los días, todas
las posibilidades: asesinos seriales japoneses, compañeros de trabajo celosos o
vengativos, indigentes drogadictos que intentaban robarme, sicarios enviados
desde Irak o Afganistán que por error me confundían con un agente de la CIA,
torpes y gordinflonas mujeres embarazadas que me empujaban en su torpeza con pesados
cochecitos donde llevaban horribles bebes con olor a pis o a coliflor, ciegos que
envidiosos de mis capacidades visuales no dudaban en, amparados como estaban
por su supuesta condición desvalida, enviarme a mi también hacia la oscuridad.
Los motivos variaban también dentro del mismo asesino: ya me mataban para
callarme algún secreto importante como para castigarme por no revelarlo. O lo hacían
por amor o lo hacían por despecho. Tenían un motivo elaborado u obedecían a un
impuso rabioso y momentáneo. Ya se vanagloriaban de mi muerte como corrían
arrepentidos a entregarse a la policía. O escapaban o eran capturados. Algunos
incluso saltaban detrás mío para morir conmigo. O eran empujados por la turba
furiosa pero justiciera. A veces lo que sucedía era que el asesino ni siquiera
se daba cuenta de que me empujaba. A veces ni siquiera tenía un motivo. A veces
absolutamente nadie notaba mi muerte. Y si la notaban, a nadie parecía
importarle.
En
algún momento, no sabría decir cuando, perdí la noción del tiempo. Ya no
recuerdo si estoy aquí hace días o si estoy ya hace meses o incluso años. Los vacíos
de conciencia de los que he hablado ocurren con mayor frecuencia que nunca y,
por si fuera poco, descubrí que no tengo forma de saber cuánto “tiempo” pasa
entre apagón y apagón. He notado que no recuerdo tampoco gran cosa de mi vida
pasada. He elucubrado tanto que bien podría ser que los pocos recuerdos que
tenga sean puramente invenciones mías. No hay ninguna razón, pienso, que impida
que yo haya estado siempre aquí, cayendo. Incluso palabras como
"cayendo" y "vida anterior" se me antojan extrañas y casi
carentes de significado. ¿qué significa cayendo? Comprendo que es una expresión
para expresar cierto tipo de movimiento que por lo general va de arriba a abajo
y que obedece a algo llamado gravedad. Pero lo que sea esta “gravedad”, no
tengo la menor idea. Tampoco entiendo nada de arribas o abajos y - ¿para qué
mentirles? - no logro comprender del todo bien aquello del movimiento. Algo en
mi me dice que es algo completamente distinto de esto que ahora veo ahora (las
piedras, las líneas de metal, lo blanco que quema allí y lo negro allá) pero, ¿qué
otra cosa podría ser? Si me pongo a analizar la expresión "vida
anterior" me pasa exactamente lo mismo. No entiendo eso de
"anterior" y por "vida" entiendo existir, que es
precisamente lo que hago ahora.
De
repente tuve este pensamiento: "si puedo pensar con el tiempo detenido es
porque estoy pensando no con mi cerebro físico, sino con otra cosa". El
pensamiento salió armado desde lo profundo de mi mismo. No lo comprendo en
absoluto. Naturalmente, puedo pensar. No comprendo tampoco por qué digo que el
tiempo está detenido. Puedo contar las palabras que acabo de decir. Fueron
ocho. ¿podría contar de uno a ocho si no fuera a través del tiempo? Vaya...
hago estas reflexiones como quien recuerda una canción, pero no entiende la
letra de lo que canta...
Existo
nuevamente. Acabo de salir de la oscuridad una vez más. Veo estas piedras, veo
lo blanco de un lado, lo negro del otro. Estas líneas plateadas (tengo el deseo
de seguirlas) entre las piedras. Poseo prolongaciones que no se mueven y me
recuerdan a las ramas de los árboles. Me parece ridículo tenerlas si no sirven
para nada. Si me sirvieran para seguir las líneas, sería algo. Existo. No sé ni
cómo ni para qué. Tampoco tengo mucha necesidad de saberlo. Antes, hace algún
tiempo (no sé cuánto) me preocupaban estas preguntas. Ahora ni siquiera las
entiendo. Las preguntan vienen como corolario del malestar. No estoy seguro de
si el malestar es por las preguntas o si las preguntas vienen por el malestar.
De todos modos, no las entiendo en absoluto, por lo que dejo que se vayan del
mismo modo como vinieron.
Si
tuviese que resumir mi existencia en este universo de piedras, lineas y quietud
lo haria asi: existo - no existo - existo - no existo - existo - no existo.
Existir es mirar las piedras, las formas que tengo delante, la luz o el túnel
oscuro. También es formularme las preguntas y sentirme ya contento o ya triste.
A veces también es recibir pensamientos extraños, con palabras extrañas, que emergen
a mi conciencia de algún sitio. Algunas palabras como "muerte" o
"tiempo" se repiten más que otras.
No
existir es algo de lo que no estoy muy seguro. No sé qué es, ni como es, ni lo
que hago cuando no existo. Si no lo percibo de ninguna manera entonces no puede
ser. Y sin embargo, puedo inferir que hay momentos en que no existo. Lo infiero
de ciertas discontinuidades en mi existencia. A veces, sin entender por qué,
mis pensamientos se interrumpen. También mis percepciones. Y luego, cuando me
doy cuenta de que nuevamente pienso o veo, noto que no recuerdo desde cuándo.
Supongo que no existir ocurre siempre en una región de oscuridad insondable. También
se me ocurrió que quizás cuando yo no existo exista otro, aquí, que mire las
piedras o las personas del andén. A lo mejor nos turnamos. No existir no me disgusta
en modo alguno.
Después
de mucho tiempo me ha surgido otro pensamiento armado. Me da miedo ponerlo en
palabras. Pero comprendo muy bien su sentido: el deseo de dejar de existir. No
me gusta para nada este sentido. He existido siempre. Existir tampoco me
desagrada en absoluto. ¿de dónde me viene esta idea?
Hay
algo que me atemoriza de la luz. No llego a saber que es. Tengo la sospecha de
que es porque la luz de la derecha esta más cerca. Si, debe ser eso. Cada tanto
miro a lo blanco y veo que su fulgor se acerca, que su brillo se acrecienta y
que el sonido es más penetrante, como más urgente.
¡Y
no es solo el sonido! ¡también son las piedras! las piedras son cada vez más
grandes. De tanto en tanto noto que puedo distinguirlas con mayor detalle, como
si crecieran muy despacio a lo largo de los siglos, pero sin detenerse.
He
tenido este pensamiento: "las cosas se están moviendo" y también este
otro "las cosas se mueven de vuelta, muy lentamente, lo cual significa
que". Aquí el pensamiento se corta. Las palabras se desarman. Pero el
sentimiento horrible, el de las malas ideas, crece de forma monstruosa e
ilimitada. Tengo que descartar este pensamiento cuando comienza a crecer así.
Hace que todo se vuelva insoportable.
Me
es imposible alejarlo. La idea viene cada vez que veo las piedras o la luz. No
entiendo el porque me atemorizan tanto estas cosas. Son cosas que siempre han
estado ahí. Las piedras, la luz, el túnel, la gente. Así es el mundo. También
he notado que las caras de la gente se modificaron casi imperceptiblemente
desde la última vez que las mire. Son los ojos. Una buena cantidad me mira.
Tienen un brillo extraño que no les había visto antes.
He
decidido cerrar los ojos (es una extraña forma de no ser que descubrí). No
quiero ver las caras horribles de la gente ni sentir el pensamiento monstruoso
que desborda. Ya no me importa si las piedras crecen o si la luz se acerca.
Noto
algo distinto. Desagradable. Es algo insoportable. ¡Dolor! ¡Esto se llama dolor
y lo siento ahora mismo! En el cuello, en las rodillas y en los codos. De
manera constante lo siento. Lucho (semanas, años, siglos enteros) por abrir los
ojos y en algún momento lo consigo. Huelo tierra. Huelo aceite. Siento la cara
presionada contra algo sucio y puntiagudo. Ahora veo que son las piedras.
Ocupan todo mi campo de visión. Mire donde mire veo piedras. Escucho la bocina
y (esto es nuevo) también otras pequeñas bocinas. Gritos. Reconozco que son
gritos. Todo suena al unísono, como un coro terrorífico.
Ahora
las piedras cerca de mi cara tiemblan. Siento a la luz inmediatamente a mis
espaldas, gigante, abarcándolo todo.
Luego
dolor, pero solo por un instante. Un instante tan corto que ni siquiera me
alcanza para sentir alivio.
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