Por
más que me esfuerce no logro recordar quien la trajo. Posiblemente alguna de
las amigas de mama, o tal vez algún vecino. Quizás fue un regalo alguien le dio
a papa en la fábrica. O tal vez... es decir, es imposible, pero... muchas veces
no puedo evitar pensar que no la trajo nadie; Que, como las calamidades o las
enfermedades, vino sola.
Lo
que, si recuerdo, aunque vagamente, fue la fecha. Fue en invierno. Llego un día
de Julio. Recuerdo que había sol. Yo y Leti (el burro por delante decía mama
frunciendo el ceño) jugábamos en el jardín. Como la tarde declinaba hacia
bastante frio, por lo cual Leti estaba enfundada en esa campera gris perla que
le daba un aspecto extraterrestre, como si fuese un astronauta que en vez de
jugar en el jardín estuviese explorando la luna. Tal vez o, más bien,
precisamente por ello jugábamos a la caminata lunar.
El
juego consistía en caminar muy lentamente, balanceándonos hora en un pie, ahora
en otro, como si experimentásemos la gravedad lunar o estuviésemos bajo el
agua. Por alguna razón nos imaginábamos la gravedad lunar como estar sumergidos
en agua. Entonces, mientras caminábamos torpemente (no Valia hacer trampa),
rebotando, teníamos que encontrar objetos para la misión. Entonces Leti traía
una piedrita amarillo verdosa y decía "traje un sapo lunar", y yo traía
una bolita y decía que había encontrado el ojo de un marciano. Si la
importancia de su objeto superaba al mío, Leti se reía de manera excéntrica y
revoleaba los ojos en un paroxismo de divertimento. Daba pequeños saltitos que rompían
por completo el ambiente del juego y me decía con los ojos que siguiéramos explorando.
En cambio, si mi objeto era superior que el suyo, Leti no decía nada. Apretaba
los labios en un gesto de enojo y se daba la vuelta para buscar un objeto que verdaderamente
excepcional. Buscaba ganar en absolutamente todos los juegos, lo cual terminaba
pasando tarde o temprano por pura voluntad de ella. Porque el que quiere ganar –
creo que esto se lo escuche a algún profesor - se esfuerza siempre. Lo que no decía
ese profesor es que cuando alguien gana el juego se termina.
A
mí nunca me gusto ganar. Es decir, si me gustaba, como les gusta a todos los
nenes. Pero lo que a mi más me importaba de jugar con Leti era precisamente
eso: jugar con ella. Entonces ella se esforzaba para ganar y yo me esforzaba
para que el juego continuara. Y como ella se esforzaba mucho por ganar, yo me
esforzaba proporcionalmente porque no lo hiciera (por lo menos no tan fácil, no
tan rápido) aunque al final casi siempre terminaba saliéndose con la suya.
Para
ganar a lo que sea Leti siempre se enfocaba en sus propias fuerzas. Ganaba en
base a llevarse puestas las cosas, a las personas, y muchas veces también a las
reglas. Supongo que visto desde afuera era una nena malcriada, una caprichosa.
Y yo un obsecuente. Visto desde adentro no era muy diferente el asunto. Pero
una cosa es aceptar las verdades de nuestro carácter en el fuero interno y otra
escuchar que te las griten a la cara. Por eso, cuando luego de dos o tres
victorias obscenamente fáciles Leti me grito que la estaba dejando ganar, (peor
que la derrota era la falsa victoria) tuve quizás por primera vez el deseo de
ganar. Entonces empecé a mirar.
Así
como Leti se enfocaba en sí misma, yo siempre observaba el entorno. Mirar era
mi arma. Como la caminata lunar se trataba de encontrar rápidamente objetos
raros, mi observar el terreno era un arma para nada despreciable que podía
medirse con la rapidez de piernas y reflejos de Leti. Ella podía llegar antes a
cualquier objeto, pero para eso tenía que verlo antes. Comencé a rodear la casa
barriendo el suelo con atención. Buscaba ver esas algo que pasáramos por alto a
simple vista: una chapita, un gusano multicolor, una piedrecita extraña. Y entonces,
ahí estaba: la muñeca. Apoyada contra la pared trasera de la casa, casi oculta
por un caño de desagüe que bajaba desde la canaleta del techo. Era una muñeca
de trapo, sentada casi demasiado recta contra la pared formaba una ele con las piernas,
dos salchichas de trapo que se extendían sobre el pasto. Los bracitos caían
inertes a los costados. Llevaba un vestido verde hecho de tela y llevaba el
cabello - hecho de largos piolines de lana colorada - en dos coletas. Los ojos
eran botones, también rojos. La levante y me la lleve caminando, seguro de mi
victoria: Había encontrado una Marciana viva.
-
Encontré una parte de un robot de exploración - había dicho Leti mientras me
enseñaba, orgullosa, un par de tijeras oxidadas y manchadas de tierra. Yo sabía
muy bien que aquellas tijera oxidada las había sacado del costurero de la
abuela que mama tenía bien guardado en el estante alto del ropero de su pieza.
Obviamente Leti había aprovechado que yo había rodeado la casa para entrar a
buscarla (lo cual rompía las reglas) y luego a enterrarla y desenterrarla. Decirle
tramposa era lo mismo que dar por terminada la caminata y yo, por supuesto, no tenía
la menor intención de hacerlo, no después de haber encontrado lo que ahora era
mi as en la manga. Entonces saque la muñeca – que llevaba oculta detrás de mi -
y se la puse delante del ojos diciéndole que yo había capturado viva a una
habitante de la luna.
-
Eso no se puede - me había dicho ella en tono de protesta. Yo sonreí y le dije
que sí, que se podía. Los ojos de Leti buscaban en la muñeca algún indicio,
alguna pista. Rápidamente comprendí lo que pasaba. Creía que yo la había sacado
de algún otro sitio, que de ninguna manera la muñeca podía estar ahí en el jardín.
Conocíamos todos y cada uno de los juguetes de la casa.
-
La encontré al lado del caño del agua - le dije por toda explicación.
-
A ver - dijo ella. Y me siguió rodeando la casa hasta que llegamos al lugar.
-
Ahí estaba - volví a decirle, señalando el sitio exacto. Leti reviso la zona y
luego de unos segundos declaro que estaba bien, que yo ganaba. Luego me miro y
me pregunto si le regalaba la muñeca. Ella generalmente no jugaba con muñecas.
Pero, por supuesto, yo tampoco. Entonces se la regale.
-
¿cómo dijiste que se llamaba? - me pregunto.
-
Marciana - le dije - Porque vive en la luna.
-
Entonces es Lunática - dijo ella al tiempo que salía corriendo a dejarla (más
bien tirarla, revolearla) a su pieza, entre el resto de los juguetes y peluches
que tenía desperdigados sin el más mínimo orden, y por el cual mama siempre la
retaba apenas entraba a la pieza. Desde ese día Lunática empezó a ocupar un
lugar cada vez más importante en nuestras vidas.
Todo
fue ocurriendo poco a poco, muy gradualmente, tal como se incuba una enfermedad
lenta pero finalmente terminal. Pequeños indicios. Pistas. El primer síntoma,
justamente, fue lo del cuarto. Un poco después de aquella caminata lunar, descubrí
que Leti había empezado ordenar su cuarto. Primero una vez cada tanto y luego,
para alegría de mama, constantemente, todos los días. Tanto que empecé a ser yo
el que se llevaba, por comparación, las llamadas de atención.
Lo
siguiente que paso fue que Leti empezó a cerrar la puerta del cuarto con llave.
Esto no le gustó mucho a mama, que luego de varios intentos fallidos de entrar al
cuarto tuvo una charla con Leti en la que (nunca supe lo que hablaron)
acordaron que, dado que mama tenía una copia de todas las llaves, podía encerrarse
en su cuarto siempre y cuando no dejara la llave puesta. Hasta ese entonces la casa
había sido para mí una gran habitación en la que pasaba indiferentemente de un
cuarto al otro sin mayores problemas, como si las puertas solo fueran aberturas
que servían para separar los espacios (el comedor para comer, la cocina para
cocinar, el baño para lavarse y los cuartos para jugar y dormir) pero nunca
para impedir el acceso. Fue entonces que comprendí el significado de una puerta
cerrada.
Recuerdo
que, al menos al principio de todo aquello, intente que todo siguiese como
hasta ese entonces, es decir, que volviese a ser lo que había sido siempre. Fue
inútil. Leti parecía haber obtenido, de la noche a la mañana, un sentido de la
privacidad que yo no entendía ni compartía en absoluto.
-
Dale, déjame pasar - le decía yo - Juguemos a algo.
-
No quiero - decía ella - Andate, que ahora estoy jugando sola.
Leti
Ocupada. Leti haciendo sus cosas, Inalcanzable. Leti jugando sola era para mí
una realidad nueva y desagradable. Ahora Leti jugaba mucho más sola de lo que
jugaba conmigo. Cada día pasaba más tiempo encerrada en su pieza. No sabiendo
como reaccionar ante aquella puerta cerrada, terminé por calificarla de egoísta,
y empecé también yo a jugar por mi cuenta. Primero con mis juguetes, en mi cuarto.
Resulto que me aburria mortalmente. No podía, como al parecer si podía Leti,
poner a volar mi imaginación. Lo que a mi me divertía de un juego, creo que ya
lo dije, eran los otros. Siempre los otros. Los juguetes, por mas bonitos o
raros que sean, terminan siempre por cansarme. Rápidamente pase jugar en mi cuarto
a jugar en la calle con el resto de los chicos del barrio, a la escondida y a
la pelota. Fue en ese momento – tengo que decirlo, aunque me avergüence – que comencé
a desinteresarme por lo que hacía Leti.
Siempre que los chicos me preguntaban por Leti yo les decía que “ahí andaba”, o que no sabía. Otras veces, sin comprender del todo que podía tener Leti de interesante, evitaba la pregunta o respondía alguna barbaridad. Me molestaba la pregunta, era obvio. También me molestaba que mama no se diera cuenta del cambio o que, peor aún, estuviera de acuerdo con él; Que estuviese de acuerdo en cómo Leti había se iba volviendo cada vez más retraída. En ese tiempo creía que la incomodidad que sentía se originaba en el rechazo que sentía por parte de Leti, pero ahora creo que esa incomodidad era de alguna forma premonitoria. En alguna parte de mí, algo me decía que lo mejor era dejar a Leti en su cuarto cerrado. De ninguna manera se me ocurrió relacionar todo esto con la muñeca que encontramos en el jardín. Hasta que vi el altar.
Ocurrió
que un día, aprovechando que mama trabajaba toda la jornada, me hice con el
llavero que tenía, entre muchas llaves, la de la pieza de Leti. No puedo decir
que hiciera todo esto de forma impulsiva. Lo cierto es que la idea de que si Leti
pasaba tanto tiempo en su pieza sin dejarme entrar era porque había encontrado
algo. Algo que era más interesante que jugar conmigo. Algo que, egoísta como
era, no quería compartir conmigo. ¿Realmente tuve yo, un chico de nueve o diez
años, aquellas ideas? Quizás no. O al menos, quizás no de un modo claro. Pero
si tenia manchas, borrones, oscuridades pensadas a medias que me llevaron a
conseguir esa llave como quien tuviera un plan cuidadosamente ideado.
Ya
con la llave, espere el mejor momento para escabullirme. Cuando Leti se encerró
en el baño, supe que ese momento había llegado. Me arrimé a la puerta de su pieza
y comprobé que, como ocurría últimamente, estaba cerrada. No tenía una idea de
lo que iba a hacer una vez adentro, pero supongo que dependía de lo que encontrara.
Introduje la llave muy quedamente, sin hacer el más mínimo ruido. Y di primero
una vuelta, y luego otra. Escuche aun unos segundos, temiendo que de alguna
forma Leti estuviese al tanto de lo que ni siquiera yo sabía que haría. La casa
estaba en absoluto silencio. Bajé el picaporte y abrí la puerta.
La
pieza era exactamente la misma y al mismo tiempo estaba irreconocible. Ni un
peluche en el piso. La cama perfectamente hecha. La ropa guardada en el ropero.
Todo esto lo vi inmediatamente, apenas entrar. Estaba por inspeccionar más de
cerca cuando algo dentro mío me dijo que me detuviese. De algún modo supe que,
si tocaba algo, o siquiera daba un paso sobre el mullido piso de alfombra de la
pieza, Leti lo sabría. El cómo podía ella saberlo me quedo claro en el momento
en que vi el altar. Aquel santuario había escapado a mi inspección inicial,
cosa que bien visto era increíble. ¿Había escapado? Cuando recuerdo esa escena
tengo que decir que más que escapado, lo que ocurrió era que no estaba allí
la primera vez que mire. Como si un velo invisible lo ocultase de miradas fugaces.
Ahora comprendo que la idea de que entrar era peligroso me había venido del
frio sentimiento de saberme observado. Sobre el estante de la pared Leti solía
tener algunas fotos suyas con mama y otras cosas que consideraba bonitas. Todo
aquello había desaparecido. En su lugar, ocupando el centro del estante, estaba
Lunatica y, a sus costados, estaban apiladas las cabezas de los peluches. Una
cabeza de conejo, dos de oso y una de vaca. Mientras miraba asombrado el
grotesco cuadro sentí un escalofrió recorrerme la espina dorsal. ¿eso había estado
ahí todo el tiempo? ¿había estado ahí todos esos días, jugando con Leti?
Lunatica,
entronizada sobre aquellas cabezas, sonreía como una reina despiadada. ¿sonreía?
bueno, eso era imposible. Quiero decir, tenía la sonrisa cosida en hilo rojo.
Una sonrisa amplia y perversa, la misma que había tenido siempre... ¿o no? ¿tenía
ya una sonrisa así cuando la encontré en el jardín? Ahora creo firmemente que
no. Entonces escuche la cadena del baño.
Sali de la pieza como accionado por un resorte, cuidando de no hacer el más mínimo
ruido, cosa que quizás no pude evitar del todo al darle llave a la cerradura.
Cuando Leti salió del baño yo ya estaba en mi cuarto, deseando tambien poder
cerrar con llave mi propia puerta.
Esa
misma noche, mientras comíamos, Leti no me saco los ojos de encima. Su mirada
era fija y ausente a un tiempo. Unos ojos que parecían fríos, sin expresión, ojos
que no miraban y que daban la expresión de ser una ventana. Una ventana a través
de la cual miraba otra cosa. Era claro: sabia que había entrado a su cuarto.
No dijo una palabra en toda la comida, pero cuando mama fue a la cocina a
limpiar los platos, dejo los cubiertos y me susurro : No vuelvas a entrar a mi
cuarto.
-
Estas loca, nadie entro a tu pieza - mentí, más aterrado que enojado.
-
Mentiroso. Si que entraste – me acuso ella.
-
¿Y vos que sabes? – me defendí – No podés saber lo que hacen los demás.
-
Lunática sabe – dijo Leti, sonriendo de un modo horrendo. Su sonrisa tenia algo
de la sonrisa de la muñeca. Fija, fina, apretada como si estuviera cosida. Tuve
la certeza de que había una fila de dientes apretados detrás de la sonrisa. Aunque
tenia los pelos de punta, no pude evitar burlarme de ella.
-
¿Lunática sabe? Bueno, que lo sepa. Voy a entrar cuando me dé la gana – le espete
en todo desafiante.
-
Como quieras – me dijo sin modificar la mueca dura en su cara – Pero Lunática
dice que, si vos la vas a visitar a mi cuarto, entonces ella te va a ir a
visitar al tuyo. Y vos no tenes llave
para encerrarte.
Esa
noche dormí poco y nada. Por momentos, a la madrugada, me imagine escuchar
pequeños pasos ir y venir por el pasillo. No volví a intentar entrar al cuarto
de Lunatica – ya no podía considerarlo meramente el cuarto de Leti – e intentaba
encontrarme lo menos posible con ella. Cuando la miraba, no podía evitar ver
aquellos rasgos duros y desencajados que ahora iban reemplazando, poco a poco,
la conocida cara de mi hermana. ¿Era todo imaginación mía? Ni mama ni nadie parecía
notar estos cambios sutiles.
Cada
dia pasaba más tiempo afuera, jugando en la calle o en las casas de otros
chicos. Como si fuera un espejo invertido, Leti dejo de jugar afuera completamente.
Apenas llegaba de la escuela se encerraba en su cuarto, del que solo salía para
comer o para ir al baño. Incluso a mama le empezó a preocupar todo el tiempo
que pasaba sola.
-
¿No te aburrís todo el día en el cuarto? - le preguntaba en la comida.
-
No mami, juego sola - decía ella.
-
Sola - repetía ella - ¿pero a que jugas? - volvía a preguntar mama.
-
Con las muñecas juego. Hago bailes, cenas, cacerías - decía Leti sonriendo.
Mama le decía que bueno, que estaba bien, que ya algún día íbamos a salir al zoológico
o a algún parque. Nosotros decíamos que sí. Pero yo sabia que no, que a Leti no
le interesaba el zoológico porque, sencillamente, Leti tenia un zoológico
dentro de su cuarto. Un Zoológico lleno de cabezas decapitadas. Por mi parte
cada vez me integraba más un grupo de chicos de la cuadra con los cuales hacíamos
de todo: desde picados contra los del club a excursiones al rio o a los muchos
descampados de la zona industrial en la que vivíamos.
En
la última época Leti empezó a faltar al colegio. Primero con mentiras. Fiebres
inexistentes. Sospechosos dolores de panza. Sueño injustificable. Luego sin dar
excusas o haciendo berrinches, verdaderas explosiones de ira y llanto. Y después,
cuando ya se le habían acabado las excusas y las enfermedades falsas, comenzó a
enfermarse de verdad. Al principio con mama pensábamos que mentía. Pero tuvimos
que admitir, sobre todo cuando arranco a temblar y a vomitar, que realmente tenía
algo. El doctor dijo que era indigestión, después gripe, después gripe de estación
y más tarde indigestión de vuelta. Mama trabajaba y no podía faltar todos los días
para cuidarla. La cosa hubiera sido grave de no ser porque al cabo de dos o
tres días de “reposo absoluto” Leti se sentía siempre un poco mejor. Llegamos a
acostumbrarnos a que se sintiera mal tres o cuatro de los días de la semana.
Desde el episodio del Altar yo me había obligado a hacer de cuenta que todo lo
que pasaba con Leti era normal. Es difícil explicarlo ahora, donde puede
parecer que dejar estar así a una nena que nunca había sido enfermiza era cualquier
cosa menos normal. En mi caso, la muñeca de sonrisa cosida era lo que me facilitaba
la ceguera. ¿Tenía mama temores parecidos? Ahora creo que si, que los tenía.
Temores o bien… otra cosa. Algo más.
Los
meses pasaban y Leti estaba cada vez más pálida y más flaca. Un día mama decidio
que ya era suficiente y saco turno en una clínica privada del centro. Esa noche
nos habló y dijo que si Leti seguía con esos malestares probablemente tuviéramos
que internarla. Leti escucho todo sin decir una palabra. Hablaba muy poco y
solo para responder a lo que le preguntaban. Era una sombra de su expresividad
de antaño. Mama volvió a preguntarle si lo entendía y ella le dijo que si, que lo
entendía.
A
la mañana siguiente mama no pudo entrar al cuarto de Leti. Habían dejado la
llave puesta. Mama estuvo lo que me pareció un rato larguísimo golpeando la
puerta y ordenándole a Leti que abriera. Del otro lado de la puerta no llegaba ninguna
respuesta, ningún sonido. Mama me ordeno quedarme cuidando la puerta y salió a buscar
al cerrajero del barrio, que estaba apenas a dos manzanas. Apoye la oreja
contra la puerta y escuche.
No
se escuchaba nada. Al menos al principio. En su apuro, mama no había escuchado
bien. O mejor dicho, había escuchado buscando una voz, un ruido. Si hubiera
escuchado con atención, pegando el oído a la puerta aguantando la propia respiración,
la hubiera oído. Mama no había inspeccionado el terreno. Si uno ponía el alma
en un vilo, si hacia desaparecer, en puntas de pies, el peso del propio cuerpo,
si proyectaba no solo su atención sino todo su ser dentro del cuarto de Leti,
intentando llenar todo el espacio, palpando centímetro a centímetro cada rincón
del cuarto, podían escucharse, muy quedos, unos pasos ahogados. Secos. Pasos
solapados dados por pies de trapo, por piececitos rellenos de algodón. Pasos de
muñeca, que recorrían el cuarto, yendo y viniendo, yendo y viniendo, yendo y
viniendo. No recuerdo cuanto tiempo me mantuve escuchando, casi hipnotizado de
terror por la silenciosa marcha en el cuarto de Leti. Probablemente fueron solo
unos minutos, pero el terror gelido que nacio dentro mio aquella tarde se
mantiene vivo, en mayor o menor medida, hasta hoy, hasta el punto en que
detesto el silencio, en que no puedo soportar la total ausencia de ruido, pues
temo que en algun momento oire nuevamente aquellos pasos.
1 comentario:
Buen giro al final. Admito que me desilusioné un poco de que pudiese tratar de un muñeco diabólico, pero el halo de misterio entorno al cuarto fue genial.
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