Laura
y su hijo llegaron un domingo a la tarde. El tren, que había recorrido el
ultimo tramo a una velocidad exasperantemente lenta, llego a la estación
realizando un lastimoso traqueteo, dando la impresión de una criatura moribunda
que llega a su madriguera justo con sus últimas fuerzas. Cuando la exhausta formación se detuvo del
todo, bajaron y se amontonaron con el resto de los pasajeros que traían, como
ellos, el equipaje en el vagón de carga. Recibieron las dos valijas
polvorientas y comenzaron a caminar por el andén. Apenas salieron del alero que
bordeaba la estación, notaron que hacía calor. Mucho calor. Laura casi pudo
sentir en la boca la pegajosa humedad del aire. Un aire pesado que parecía
escaparse mientras más se lo buscaba. Telen era un pueblito perdido en el
interior de la provincia. Federico se agarró de la mano de su mama y busco en
su cara la forma correcta de encarar todo aquello. Laura sonrió y entonces
Federico también. El chico quería ayudar llevando una de las valijas. A Laura
le gustaba consentir aquellos arranques de altruismo que tenia a veces su hijo
así que salieron de la estación con una valija cada uno.
Las
calles, en su mayoría, eran de tierra. Casi no se cruzaron con gente en las primeras
cuadras. Laura caminaba, en parte inmersa en los recuerdos que le iban
volviendo (había vivido en Telen buena parte de su vida, se había ido hacía
muchos años) mientras Federico se dedicaba a examinar ese mundo totalmente
nuevo, tan distinto de su departamento en Buenos Aires, con ojos como platos.
La casa de la abuela quedaba a veinte minutos de caminata desde la estación.
Laura
le decía así, “la abuela”, en vez de “mama”. Se había acostumbrado a ese
distanciamiento, a esa forma indirecta de parentesco sobre todo nombrándosela a
Federico. La abuela esto, Fede, y la abuela lo otro. Aquel recurso de la
tercera persona la había ayudado a despegar la figura de su madre de todo lo
que no quería, pero tendría que enfrentar más temprano que tarde: los
reproches, la amargura, el orgulloso “te lo dije”.
Al
irse del pueblo se había peleado con su familia. Peleada y de novia. Lo primero
precisamente porque lo segundo. Y ahora volvía soltera - o más bien separada,
lo cual era incluso peor - y con un nene. Sabía que esa vuelta tenia a los ojos
de su madre – que eran en realidad los ojos del pueblo entero – toda la
apariencia de una capitulación, de una derrota. Volver así era como volver con
una deuda. Endeudada. Y cuando se esta endeudada hay que pagar un precio. ¿Qué
precio – en forma de reproches, de comentarios cínicos, de susurros – tendría
que pagar ella? Pagaría el precio que le indicaran siempre y cuando fuese ella
y solo ella la deudora. No permitiría que su hijo heredara nada de ello.
-
Con tu nieto - le había dicho a su madre por teléfono, una semana antes. La
Abuela se había desecho en ironías y frases mordaces que iban cayendo una tras
otra, como palazos sobre el lomo de un perro. Había elegido, por primera vez en
mucho tiempo, callarse y agachar la cabeza. Necesitaba un lugar donde quedarse.
Incluso
sumergida en esas brumas noto como Federico se soltaba de su mano y lo miro
correr delante de ella. Las veredas y las casas parecían desteñidas, como si la
última lluvia se hubiera llevado todo el color que había en ellas. Laura miro
la calle y decidió que estaba bien. No había coches a la vista y recordaba como
ella misma había corrido por las calles del pueblo. Sin accidentes. Después de
todo, Telen era un pueblo tranquilo. Se encargo de ambas valijas mientras el
chico exploraba unos metros por delante.
Al
doblar una esquina se cruzaron con un grupo de perros callejeros. Laura los
miro con lastima. Federico, con verdadero interés. En alguna época habían
tenido un perro. Tuvo ganas de darles algo: una galletita, un poco de agua, lo
que sea. La miro a su mama como pidiéndole. Laura entendió que quería el
paquete de galletitas que ella llevaba en su bolso. Le negó con un gesto de la
cabeza. Los perros los demorarían. Estaba cansada y quería llegar lo antes
posible. Si comenzaban a detenerse en cada cosa que le llamara la atención a
Federico, no llegarían nunca. Siguieron caminando durante un rato, torciendo
esquinas aquí y allá hasta que vieron el almacén.
Laura
lo recordaba vagamente. Era un construcción vieja, muy vieja. De las mas viejas
del pueblo. Originalmente aquel caserón había sido un almacén de ramos
generales. Luego una pulpería y finalmente como un restaurante turístico que
había sido aniquilado por la crisis inflacionaria de finales del 89.
Estaba
hecho en parte de madera y adobe, aunque la parte principal, la fachada y el
salón eran de ladrillo colorado. El techo, recubierto de tejas, se sostenía
sobre unas sempiternas vigas de quebracho. Lo había cruzado, de chica, muchas
veces. A la derecha del almacén se extendía una prolongación del mismo terreno,
con construcciones todavía mas antiguas. Galpones, tierra baldía en donde
crecían unos yuyos altos que terminaban en una especie de espiga dura e inútil.
No recordaba si en otro tiempo había vivido alguien allí. Ahora, sin dudas,
estaba abandonado. Las ventanas estaban tapiadas y la puerta acumulaba diarios
y revistas viejas en la entrada. El sol, anaranjado y enorme, se hundía en el
horizonte declarando que la tarde tocaba a su fin. Mientras atravesaban la
larga cuadra Laura observo el aspecto salvaje y caótico del pastizal. Tenía sin
dudas un aspecto sombrío. El abandono en que estaba era inquietante hasta para
un pueblo como Telen.
La
sobresaltaron unos gritos repentinos. Un poco mas adelante vieron moverse la maleza
que bordeaba al apretado alambrado que bordeaba la propiedad. Uno de los
alambres del medio se hundió bajo el peso de una mano. Varios chicos iban
saliendo, uno tras otro, por la abertura. Se reían a los gritos y gritaban groserías.
Instintivamente Laura tomo a Federico de la mano y apuro el paso.
Mientras
se alejaban, Federico giro la cabeza y vio a que uno de los chicos levantaba
del piso una piedra. Por un momento pensó lo peor pero luego vio como el chico
tiraba la piedra con fuerza al medio del terreno. Al sentir el tirón, Laura
también se detuvo. Vio como los demás chicos también arrojaban piedras.
Siguiendo la trayectoria de los proyectiles vio que le apuntaban a un
destartalado espantapájaros que se mantenía, casi oculto por los altos yuyos,
en el medio del terreno.
El
espantapájaros en cuestión se conformaba de una cruz de madera. Originalmente
debió de estar forrada de paja, pero ahora este forro se había desprendido en
varias partes, lo que le daba el aspecto de hueso carcomido. La apariencia
humana le venía solo de una vieja campera militar que vestía los palos
horizontales y parte de los verticales. La cabeza era un bulto de paja informe
sobre la que todavía llevaba un sombrero de Ala ancha que a Federico le recordó
al señor que salía en el paquete de Avena Quacker.
Mientras
contemplaba al espantapájaros Laura sintió un peso en el estómago. Fue algo
inconsciente, tan leve que seguramente lo paso por alto. Una sensación lejana y
vaga como cuando, recién despertada, la atormentaban los restos de una pesadilla
que luego conseguía olvidar del todo. Le había parecido recordar al
espantapájaros de la misma forma en que recordaría a un viejo amigo de la
temprana infancia ¿no había también ella, hace mucho tiempo, arrojado piedras
de modo similar? La respuesta esa pregunta comenzó a emerger de sus
profundidades como un horrendo pez prehistórico. Subió y subió hasta que una
enorme sombra se hizo visible en la superficie del mar, eso fue todo. Fue solo
el atisbo de la sombra. El pez volvió a sumergirse. Después de todo, el viaje
la había cansado más de lo normal.
Solía espantar esas sombras revolviéndose el
pelo o lavándose la cara. Gestos todos destinados a conjurar el mal. Agito su
mano en un gesto similar y le dijo “Vamos” a Federico en el tono correcto para
que el chico comprendiera que debían continuar.
-
Un Cuaquero - le explico Laura mientras volvían a andar. Federico volvió a mirar al espantapájaros y le
pareció ver algo similar a una sonrisa. No tenía boca, es cierto, pero algo en
la paja contraída simulaba la mueca. Federico, que después de todo era un chico
con mucha imaginación, pensó que no tenía nada de raro que algo pudiese mirar
sin ojos y sonreír sin boca. Como además era educado, levanto la mano y le
dedico un tímido saludo. Mientras se alejaban lo emociono ver – o creer que veía
– como el espantapájaros le devolvía el saludo, agitando levemente uno de sus
brazos de palo. Justo entonces sintió un leve tirón en el brazo. La orden muda
de mama para seguir caminando.
Mientras
Laura arrastraba a Federico los chicos seguían arrojándole piedras al espantapájaros.
Los Cuervos, enfilados sobre los cables de alta tensión, sobre los postes y
sobre el techo de la vieja casona, los observaron alejarse. Los pájaros se
habían mantenido astutamente en silencio, como no queriendo dar a conocer su
presencia. Pero apenas la pareja se alejó, comenzaron a graznar atravesando con
sus chillidos el silencio de la tarde.
Esa
misma tarde, después de que se instalaran dejando las valijas en un cuarto que
madre e hijo deberían compartir de ahora en adelante (la casa tenía solo dos
cuartos y Laura prefería no dejar solo a Federico), estuvieron tomando mates en
la entrada de la casa. Laura preguntaba cosas del pueblo. Quería saber que había
pasado con el viejo almacén, si la perfumería de tal seguía abierta o si había
cerrado, que había sido de Fulana o de Mengano, si habían tenido hijos o si había
habido muertes. Su madre le iba respondiendo con desgano. Ambas sabían que
aquella charla - la primera que tenían en mucho tiempo - era como una frágil
hebra de mimbre que podía resquebrajarse ante la menor brusquedad y a la menor
torpeza. Laura evitaba hablar de su separación y la abuela se moría de ganas por
meterse de lleno justamente en ese tema. Federico, por su parte, se dedicaba a
ordenar y desordenar media docena de frutas plásticas que había un una vieja
panera bajo el televisor. Mientras lo hacía pensaba en aquel Espantapájaros tan
simpático y singular que le había devuelto el saludo aquella tarde.
Mas
tarde cenaron y se acostaron y, entonces sí, Laura volvió a pensar en los
chicos de las piedras y en su sorprendente crueldad. Los chicos siempre eran así:
crueles, despiadados. Todos los chicos de Telen, así. Los de Telen y los de
todos los otros sitios que conocía. Crueles como viejos, despiadados como
perros salvajes. Se sorprendió a si misma sintiendo odio por aquellos chicos.
¿Qué le pasaba? – se dijo a si misma mientras daba vueltas en la cama - ¿acaso
le había llegado la hora de volverse misántropa? Sintió un poco de miedo ante
aquella actitud que le recordaba mas a su madre que a si misma. Vamos, que a
ella hasta le gustaban los chicos en general. Además, era mentira que todos
fueran así, unos perros pulgosos. No era así misma cuando chica. Y tampoco
Federico, que ahora era también un chico de Telen. Le costo bastante quedarse
dormida.
Esa
noche tuvo la que oficialmente seria la primera, pero no la última, de las
pesadillas en Telen. No recordaba gran cosa del sueño. Solo fragmentos: estar
viajando en una balsa sobre un rio silencioso en un mundo absolutamente negro.
Negro como la pez. Un mundo completamente silencioso en donde el sonido no
existía. Luego la balsa volcaba y ella se hundía irremisiblemente, o al menos
eso suponía. Luego de eso, el sueño continuaba, pero no podía recordar gran
cosa. Quizás llegaba a una costa. Quizás encontraba cosas entre los arbustos:
tripas. Cosas como chinchulines y mollejas crudas pudriéndose en una enorme
parrilla. Y también, cosa curiosa, graznidos de cuervo.
Al
día siguiente, bien temprano, Laura salió de la casa bien vestida y maquillaje.
Iba a ver dos o tres posibilidades de encontrar trabajo. Luego, si hacia rápido
y le iba bien, pensó en pasar a visitar a alguna de las pocas amigas que tenía
en el pueblo.
Federico
se despertó bastante más tarde, mientras escuchaba a su Abuela - la mama de
mama - diciéndole que ya era tarde para andar durmiendo y que ahí todo el mundo
se levantaba temprano. Mama le había explicado que, durante las mañanas, si
ella encontraba trabajo, se iba a quedar siempre con su abuela. A Federico no
le hacia la menor gracia tener que pasar tiempo con aquella señora tan quejosa
y malhumorada.
Después
de desayunar la abuela saco afuera la vieja reposera y después de sentarse a
leer una vieja novela que no acababa nunca, le dijo a Federico que jugara. El
chico la miro como diciendo ¿jugar a qué? Pero la Abuela se concentró en el
libro y por toda respuesta mascullo que podía andar por ahí, explorando,
siempre que se mantuviera cerca, a la vista de ella. Federico, obediente, se
puso a explorar con diligencia el jardín delantero. Rápidamente descubrió un
pequeño sapo y varios hormigueros. Mientras planificaba una posible guerra
entre la nación hormiga contra el dragón-sapo sintió que alguien lo observaba.
Pensó que era su abuela, pero cuando levanto la cabeza no vio a nadie. La
abuela se hamacaba lentamente en la vieja reposera sin prestarle ninguna
atención. Iba a volver a sus hormigas cuando de repente lo supo: aquella mirada
- cariñosa, afectiva, interesada - no podía venir más que del buen espantapájaros.
Laura
regreso al mediodía. Estaba contenta: había tenido suerte. El puesto de cajera
en el supermercado no era su trabajo soñado, pero era una buena manera de
empezar. Al menos - pensó mientras se acercaba a la casa - podría pensar en
alquilar algo dentro de algunos meses. El calor del mediodía y el éxito de la
entrevista la habían disuadido de sus intenciones iniciales de visitar alguna
amiga. Quería simplemente llegar a la casa y abrazar a Federico. Se daría un
baño rápido y luego podría cocinarle algo rico mientras miraba las caricaturas
de la tarde. Churros, tortafritas, lo que fuera.
Cuando
transpuso la reja del jardín la sorprendió encontrar a su madre completamente
dormida en la silla. El silencio que reinaba la puso inquieta.
-
Mama, despertate - le dijo, sacudiéndola sin miramientos - ¿dónde está
Federico?
-
Por ahí - le había dicho su madre, todavía medio dormida. Laura repitió la
pregunta y entonces sí, ya despierta, su madre le dijo que había estado jugando
en el frente, en la vereda, por algún lado…
Los
gritos de Laura no se hicieron esperar mucho. Porque Federico no estaba. No
estaba en la vereda, no estaba en el jardín, no estaba “por ahí”. No estaba en
su pieza, no estaba en el patio del fondo, no estaba en toda la puta casa,
gritaba Laura. ¡No estaba! Lo buscaron, ahora ambas, primero por la casa y después
por toda la cuadra. Laura corría con los ojos desorbitados, llamándolo a grito
pelado. La abuela lo buscaba con la mirada, muda y resentida. Le parecía la
ridícula la idea del chico desaparecido, la paranoia de su hija, toda aquella
cosa como de telenovela. Telen era un pueblo chico. Todos se conocían y los
chicos sencillamente no se perdían. Estaban siempre por ahí, aquí o allá, o
quizás allá a la vuelta, mas lejos o mas cerca, pero siempre en algún sitio.
Por supuesto que el nene no tardaría en aparecer, y por supuesto que su hija –
que al parecer se había convertido en una porteña con todas las de la ley – era
una exagerada. Así lo pensó la abuela y quizás hasta lo dijo en voz alta, como
si hablara con una vecina invisible. Y algo, muy cerca o muy lejos, le dio la
razón, Empujada por esta fuerza, termino al cabo por volver a su casa, decidida
a esperar que al chico se le ocurriera volver de donde sea que se hubiese
metido. Su hija en cambio había seguido buscando, cada vez más lejos de la
casa, desplegando sus pasos en una enloquecida espiral. Recorrería todo el
pueblo de ser necesario.
Laura
no conoce la zona, no puede recordarla bien. Da vueltas y más vueltas, va y
viene, llega al centro, vuelve. Se siente desconcertada, aterrada, confundida,
furiosa. No razona o lo hace por instinto. Se le vienen ideas sueltas, verdades
que se repite a si misma: Federico no es así, no suele alejarse mucho.
Pero no conoce la zona, Telen es un pueblo tan chico, tan tranquilo.
Pero los chicos suelen despistarse, suelen perderse tan fácil. Policía –
pensó en un rapto de terror – tengo que ir a la policía, a hacer la denuncia.
Estaba a punto hacerlo cuando de repente recuerda a los chicos de las piedras,
y, por asociación, recuerda también el viejo almacén de ladrillo colorado.
Decide que vale la pena buscarlo allí. Intenta encontrar el camino, pero para
su sorpresa descubre que está perdida, que de algún modo esta desorientada.
Todo – las calles, las esquinas, las fachadas de las casas – tiene un aspecto
sombrío y laberintico. Diferente, como si detrás del pueblo que ella conocía y
en el que había vivido buena parte de su vida, hubiera otro distinto. Mas
retorcido y oscuro. Lleno de espinas, habitado por murciélagos burlones y por
crueles jaurías de niños callejeros. O como si, sin darse cuenta, se hubiese
quedado dormida y ahora estuviese caminando por un Telen distinto. Un Telen
donde Federico había desaparecido: El Telen de su peor pesadilla.
Laura
rehace el camino varias veces hasta que consigue llegar a la estación de tren.
Estaba asustada, al borde del llanto. Pero no podía detenerse. Sentía que, si
se detenía ahora, aquella realidad sombría se coagularía. Se volvería su única
realidad. Y eso… eso no podía permitirlo. Haciendo acopio de sus fuerzas, rehízo el
camino de la tarde anterior, trazando el mismo camino, intentando no desviarse,
siguiendo cuadra por cuadra exactamente la ruta del día anterior, hasta que,
finalmente, se topó con la fachada del Almacén.
Es
casi la misma hora que cuando lo vio el día anterior, casi el mismo atardecer.
Si Laura estuviera más tranquila, notaria que siente un fuerte Deja Vu. Tal vez
por eso le extraña no ver a los chicos, quizás también por eso no le extraña ver
a los cuervos observándola desde los cables o desde el tejado. Si hubiera
estado más tranquila, habría notado que a los cuervos los recordaba no del día
anterior, sino de muchísimo antes. De otro tiempo, de un tiempo en el que Laura
también arrojaba piedras. Si hubiera estado más tranquila, habría notado que
entre los arbustos faltaba la tétrica figura del espantapájaros.
Federico
había continuado jugando un buen rato con las hormigas. Las había clasificado
en diversas razas. Luego se había inventado una guerra o algún conflicto entre
ellas. Pero las hormigas, tercas en su devaneo, se emperraban en seguir la
aburrida ruta llevando palitos y pedacitos de hojas, y no se dignaban, de
ninguna manera, a seguir las ordenes que él les transmitía telepáticamente.
Aburrido y con sed, se dio vuelta para pedirle a la abuela un vaso de jugo.
Entonces descubrió dos cosas de manera simultánea. Primero, que la abuela dormía
como un tronco en la reposera y, segundo, que en realidad no tenía tanta sed
como le parecía. Lo que tenía era aburrimiento. Mas bien, lo que tenía era
curiosidad. Mas bien, lo que vos tenes, son unas ganas terribles de venir a
verme, ¿no? Le dijo una voz que sonaba mucho como la suya propia. La voz,
claro, no había lo que se dice hablado. Mas bien había susurrado. Un susurro
inaudible, en forma de pensamiento. Federico pensó que era natural que, si el
podía susurrarles pensamientos a las hormigas, también alguien pudiera
susurrarle a el.
Siempre
hay cosas nuevas para aprender – decía la voz,
y Federico pensaba que tenía mucha razón, porque hasta el día anterior nunca
había visto muñecos de palo que saludaran o que pudiesen mirarlo a uno sin los
ojos, o sonreírle - de una manera simpatiquísima - sin boca y sin dientes.
Ir
a verlo. Efectivamente, se moría de ganas. ¿Cómo no lo había notado antes? Y
ahora tenía la oportunidad perfecta, pero… ¿podría llegar hasta allí? Creía
recordar el camino. La voz, por otro lado, ya se había adelantado y le
aseguraba que por supuesto llegaría. Un chico tan inteligente, tan
especial como el – le decía la voz - solamente necesitaba ponerse a
caminar para llegar a donde quisiera ir, y además se iban a divertir
mucho en su casa, en ese baldío tan divertido, tan privado, tan acogedor.
Federico supo que llegaría de una manera fácil y rápida, como si tuvieses un
hilo atado en el dedo y yo tirara desde acá, le explicaba la voz. Y es que,
lo sentía, algo tiraba de él. Volvió a mirar a la abuela y, tras comprobar que
roncaba, abrió la reja del jardín y empezó a caminar.
No
había caminado mucho cuando descubrió, que se encontraba frente al almacén. No
tenía muy claro como había llegado hasta allí. No por el mismo camino del día anterior.
Tampoco podía decir si era por un camino distinto. Había hecho todo el camino
distraído, pensando en las musarañas. Solo había temido encontrarse a los
chicos de la tarde anterior, pero por suerte no se los veía por ningún lado. El
sol del mediodía se reflejaba con fuerza en las paredes ocres del frente del almacén.
Las ventanas tapiadas, la puerta vieja y los ladrillos descascarados no le ofrecían
a Federico ningún espectáculo entretenido. Paso el almacén y llego hasta el
alambrado del terreno. Busco con los ojos, entre aquellas plantas altas como
juncos, al espantapájaros. No tardó mucho en divisarlo. Con alegría descubrió
que, tal como él pensaba, aquella cosa era especial. No solo volvía a saludarlo
- movía tímidamente, arriba y abajo, su extremidad de palo- sino que además se había
movido de sitio desde la tarde anterior. Ahora se encontraba en la parte más
profunda del sembrado.
Sonriente,
pensó Federico. Porque aquella cosas sin duda estaba sonriente. Tenía al menos,
le parecía, una expresión alegre y divertida. Y giraba, giraba sobre su eje
como una calesita, como la cajita de música que mama guardaba en sus cajones.
Mientras mas veía girar al espantapájaros, más sentía Federico que tenía que
acercarse, como si con cada giro aquella cosa enrollara un hilo con el que lo tenía
envuelto. Si alguien hubiera estado mirando la escena, solo habría visto a un
chico que miraba el terreno desde la vereda y que se escabullía por abajo del
alambrado para internarse entre las plantas.
No
llego a oír los cuervos. De haberlos oído quizás le habría alarmado la cantidad
que había y la rapidez con la cual lo iban cercando. Pero no los oía ni los veía
y avanzaba tranquilo, como hipnotizado, contento el también, contento como en un
sueño, tan contento como el amigo espantapájaros, que le hacía señas para que
se acercara, para que se acercara todavía más, solo así podía mostrarle algo
muy interesante, algo muy hermoso, algo sorprendente, algo…
Pero
no pudo terminar la frase. Un dolor terrible, sin comparación con cualquier
cosa que hubiera sentido antes, le corto absolutamente todas las ideas. Era un
dolor absoluto, infinito. Un hierro al rojo vivo en el ojo. Un cuchillo, llego
a pensar, alguien le había clavado un cuchillo en el ojo. Pero entonces escucho
los graznidos y supo que eran pájaros. Uno de esos pájaros negros y horribles
lo había atacado. El dolor en el ojo no le permitía pensar, no le permitía
abrir el ojo sano. Se sentía inmerso en un torbellino color rojo. No se dio
cuenta que estaba en el piso, que gritaba y chillaba. Sus chillidos -
guturales, como de sapo - eran completamente extraños para el mismo. Con el
dolor del ojo se mezclaba una sensación acuosa que le producía una parálisis en
el resto del cuerpo. Era como una alarma, una alarma silenciosa que le
explotaba dentro. Continúo hipando hasta que le empezó a faltar el aire.
Curiosamente, volvía a pensar en las hormigas. Poco antes de que los cuervos le
cayeran encima logro abrir el ojo que le quedaba y alcanzo a ver el extraño
baile del espantapájaros. Giraba y giraba, como un trompo, como una calesita,
sobre sí mismo. Federico llego a pensar que le decía adiós, y tal vez escucho
esa palabra.
Luego
perdió el conocimiento, o tal vez la cercanía de la muerte lo paralizo por
completo. Si esto no hubiese ocurrido, quizás habría gritado más fuerte; Quizás
hubiera intentado escapar o pedir ayuda. Pero tenía la garganta congelada y los
pensamientos como atravesados por corrientes eléctricas. Después incluso todo
eso pareció despegarse de el cómo un parche y solo quedaron dos cosas: dolor y
miedo.
No
ve a los chicos, tampoco ve a los cuervos. No los ve, pero los escucha. ¿donde?
- se pregunta Laura - ¿dónde están? Se da cuenta que los graznidos, todos
ellos, vienen del terreno, del medio de las plantas altas como juncos. Ella
duda, pero solo un instante. Luego levanta, tal como le vio hacer al chico la
tarde anterior, una línea del alambrado y pasa la pierna; Después se agacha y
pasa la cabeza, el hombro, y listo, ya está del otro lado. Tiene la certeza –
ahora lo recuerda – de haberlo hecho antes. Luego se abre paso entre esas
mazorcas estériles, secas como paja. Apenas se ha internado cuando se da cuenta
de que esta en lo correcto. Los cuervos están en el fondo, bien adentro del
terreno. Sin saber porque, Laura se apresura. Siente (no sabe porque, todavía)
que algo le aprieta en la garganta y en el estómago. Cree que son los nervios,
la ansiedad de encontrar a su hijo. Mientras avanza, se da cuenta que no, que
no son los nervios, que es el miedo. Algo le viene del fondo, del pozo de su
mente, en forma de oscuros presentimientos. Tal vez sean imágenes
(chinchulines, mollejas, intestinos, un hígado) del sueño de la noche anterior.
Después
de avanzar un poco más, se da cuenta que más adelante el sembrado se detiene,
que las mazorcas se acaban. Da unos pasos más - ya está llamando a Federico a
los gritos - cuando escucha ruidos. Ve pasar una sombra, dos, tres, muchas.
Piensa en ratas y serpientes. El ruido de aleteos y los graznidos la convencen
de que son los cuervos. Laura sale de entre los yuyos y alcanza a ver una masa
de plumas negras, picos y garras. Se siente confusa ante lo que ve. Primero,
confusa -todavía lo llama al nene a gritos - y después aterrada -sigue gritando
pero de modo no articulado, de un modo primitivo, gutural, inhumano - porque
nota que ese amasijo de cuervos parece tener, muy vagamente, la forma de un
cuerpo humano. Del cuerpo de un chico. Entonces le llega el olor, fuerte,
ácido, como a hierro, de la sangre. Siente un vuelco en el estómago, ve formas,
unas negras, otras luminosas, bailar ante sus ojos. Siente que va a desmayarse,
pero no, solo se le aflojan las piernas y cae de rodillas. La figura humana
hecha de cuervos que desgarran, de picos que arrancan, de garras que despedazan
algo debajo de ellas, apenas se inquieta por sus movimientos. Hay cada vez más
y más cuervos. Llegan de algún sitio, formando una gran sombra sobre el claro
en el baldio. Descubre que cerca del bulto tres o cuatro cuervos luchan por una
zapatilla ensangrentada. Protegiéndose
la cabeza con una mano (porque los cuervos caen en picada) Laura se arrastra.
Entonces ve lo que de algún modo ya sabe. Debajo de la parva hay una masa
suelta de intestinos, un hígado, dos pulmones, un corazón del que ya casi no
queda nada, masas de músculos, tendones desgarrados, huesos (muchos de ellos ya
pelados). En los trozos de tela desgarrados reconoce la ropa de Federico. Antes
de desvanecerse, de desmayarse, tal vez de morirse, escucho algo.
-
Hay que tener cuidado – le dijo una voz tenue, sarcástica, apenas
susurrante- los chicos se pierden muy fácil.
2 comentarios:
No me convence el remate, sospecho que tiene un doble sentido. También sospecho que ese espantapájaros anda en algo raro y que los niños del pueblo así “salvajes y violentos” saben de qué va la cosa, o se la tienen junada al hombre de paja… Es así, el campesino es un pichi en la ciudad, pero el citadino es un pichi en el campo.
Bueno. ¿que doble sentido te parece que tiene el cuento? Y ¿por que no te convence? Es un final que bien podria ser el final de un primer capitulo de una novela de terror sobre algo maligno que mora en el espantapajaro.
Este se me ocurrio basandome en otra historia y tambien en una entrevista que le lei a Stephen King sobre como se le habia ocurrido el argumento de IT basandose en una leyenda Danesa de un troll bajo un puente.
Despues todo lo demas es Quiroga y si ando respirando ese aire la historia tiene que terminar con sangre y muerte del nene inocente.
Yo creo que los chicos de Telen tienen cierto odio inconciente hacia el espantapajaros porque saben que es malevolo y peligroso. Pero tambien, un poco como en Derry, los chicos estan en parte coptados por la fuerza malefica del espantapajaros.
otra cosa de la que me acorde al escribirlo fue:
https://www.youtube.com/watch?v=QtvdW_hTnIY
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